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4 abril 2019 • Forma ordinaria

Marcial Flavius - presbyter

Jueves de la 3ª Semana de Cuaresma: 4-abril-2019

Evangelio

Jn 5, 31-47:

En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: – «Si yo doy testimonio de mí mismo, mi testimonio no es válido. Hay otro que da testimonio de mí, y sé que es válido el testimonio que da de mí. Vosotros enviasteis mensajeros a Juan, y él ha dado testimonio de la verdad. No es que yo dependa del testimonio de un hombre; si digo esto es para que vosotros os salvéis. Juan era la lámpara que ardía y brillaba, y vosotros quisisteis gozar un instante de su luz. Pero el testimonio que yo tengo es mayor que el de Juan las obras que el Padre me ha concedido realizar; esas obras que hago dan testimonio de mí: que el Padre me ha enviado. Y el Padre que me envió, él mismo ha dado testimonio de mí. Nunca habéis escuchado su voz, ni visto su semblante, y su palabra no habita en vosotros, porque al que él envió no le creéis. Estudiáis las Escrituras pensando encontrar en ellas vida eterna; pues ellas están dando testimonio de mí, ¡y no queréis venir a mí para tener vida! No recibo gloria de los hombres; además, os conozco y sé que el amor de Dios no está en vosotros. Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibisteis; si otro viene en nombre propio, a ése si lo recibiréis. ¿Cómo podréis creer vosotros, que aceptáis gloria unos de otros y no buscáis la gloria que viene del único Dios? No penséis que yo os voy a acusar ante el Padre, hay uno que os acusa: Moisés, en quien tenéis vuestra esperanza. Si creyerais a Moisés, me creeríais a mí, porque de mí escribió él. Pero, si no dais fe a sus escritos, ¿cómo daréis fe a mis palabras?»

Adoración del Becerro de oro (Antonio_Molinari)

Reflexión

La Primera lectura de la Misa (Ex 32, 7-14) y el Salmo responsorial (105) ponen ante nuestros ojos la infidelidad del pueblo de Israel a Dios. En su camino por el desierto, olvidaron lo que Dios había hecho en favor suyo al sacarles de Egipto y se fabricaron un ídolo. Las circunstancias que vivían parecían desmentir el cumplimiento de unas promesas de salvación que habían imaginado rápida, triunfante ¿Para eso habían salido de Egipto?

Las palabras de Jesús en el Evangelio (Jn 5, 31-47) nos demuestran que, al rechazarle a Él, los judíos de su tiempo estaban cayendo en el mismo pecado. Leíamos ayer: «Con lo cual los judíos buscaban todavía más hacerlo morir, no solamente porque no observaba el sábado, sino porque llamaba a Dios su padre, igualándose de este modo a Dios» (Jn 5, 18). Al no creer en Jesús estaban negando a Dios que había hablado de Él a través de la Ley de Moisés y de todos los profetas, el último san Juan Bautista. Son ellos los que dan testimonio de Jesús y sus obras son la garantía de que en Él se cumplen la Ley y los Profetas. Quien no cree en Jesús, abandona al Dios único.

Hablando de la infidelidad de los israelitas en el desierto, dice san Pablo que «Todo esto les sucedió a ellos en figura, y fue escrito para amonestación de nosotros para quienes ha venido el fin de las edades». Y de aquellos hechos saca una invitación a nuestra perseverancia: «Por tanto, el que cree estar en pie, cuide de no caer» (1Cor 10, 11-12)

En Jesucristo, aceptamos el designio del Padre de que la Redención se realizara mediante su entrega plena que culmina en el Calvario. Y esto constituye la llamada más apremiante a corresponder a su gran amor por cada uno de nosotros: «me amó y se entregó por mí» (Gal 2, 20). Ante ese misterio insondable de Amor, debería preguntarme: ¿qué hago yo por Él?, ¿cómo correspondo a su Amor?

Nosotros, que queremos imitar a Jesús, que sólo deseamos que nuestra vida sea reflejo de la suya, debemos preguntarnos si sabemos unirnos al ofrecimiento de Jesús al Padre, con la aceptación de la voluntad de Dios, en cada momento, en las alegrías y en las contrariedades, en las cosas que ocupan cada día, en los momentos difíciles (el fracaso, el casancio, el dolor, la enfermedad…) y en los momentos de gozo.

Y le pedimos a la Virgen que en todas las circunstancias de nuestra vida nos enseñe a pronunciar un sí que, como el suyo, se identifique con la oración de Jesús ante su Padre: «no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22, 42).