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19 diciembre 2016 • Me viene a la nariz un tufo de naftalina ante polémicas simplistas y artificiosas

Manuel Parra Celaya

Naftalina

Muchas de las controversias de la calle politizada, de la prensa o, incluso, de nuestros numerosos parlamentos me huelen inevitablemente a naftalina. Por ejemplo, y a diferencia del diario ABC y de los podemitas, me trae al fresco en estos momentos el viejo debate monarquía-república, respectivamente. El tema es mucho más complejo, y deben introducirse en él otras variables significativas, que oscilan entre la evidencia de repúblicas coronadas, cuasi absolutistas, y monarquías inanes y puramente simbólicas. En esto y en otras cosas, prefiero ir más a los contenidos que a las formas. Con todo, y en lo tocante al ejemplo, no dejo de profesar, anacrónicamente, mi adhesión inquebrantable a las figuras de Isabel y Fernando.

Cuando me preguntan sobre mi predilección por las fórmulas de gobierno, suelo desconcertar al personal definiéndome como partidario de la Aristocracia, esto es, de la autoridad de los aristoi, lo que me aproxima mucho a aquella afirmación del presidente Thomas Jefferson de que la mejor democracia sería la que daría la posibilidad de elegir a los mejores para gobernar, y no al 30% de la mediocridad tirando a los valores bajos de la campana de Gauss. Ya puestos en la utopía, sigo al Filósofo cuando se mostraba partidario de que gobernara uno solo, rodeado de estos mejores (los aristoi) y secundado por todo el pueblo, pero me veo incapaz de concretarlo en términos y estructuras estrictamente políticas.

A riesgo de ser acusado de relapso y condenado, por tanto, a las tinieblas exteriores, mantengo para mí que la democracia individualista del sufragio universal es, en el fondo, puro teatro; y compruebo día a día que están en dicha posición herética muchísimos coetáneos, que se llevan las manos a la cabeza cuando los resultados electorales no coinciden con sus previsiones y gustos, y pongo por ejemplos evidentes a quienes, en los EEUU, se manifestaban airados porque su adorada Hilaria había mordido el polvo o a quienes, en España, hacían correr por las redes sociales que debía arrebatárseles el voto a quienes se acercaran a edades provectas.

Mitad en broma, mitad en serio, me decía un amigo que, del mismo modo que no todos los ciudadanos son expertos en Física Cuántica o en Cirugía Vascular, tampoco muchos lo deben ser en el difícil arte de la Política. En cambio, es evidente que casi todos los vecinos de un municipio pueden juzgar si un candidato a edil es fiable y capaz, del mismo modo que casi todos los trabajadores de una empresa conocerán a los compañeros que los puedan representar con garantías o casi todos los miembros de una Academia o de un claustro profesoral sabrán si sus candidatos son capaces de dar el callo o no. Este razonamiento me hace retrotraer a aquella teoría de los krausistas y regeneracionistas españoles de que la sociedad no está formada por individuos, sino por estados u órganos concéntricos o superpuestos caracterizados por sus verdaderos intereses, que culminan en el Estado por antonomasia. Claro que tampoco esta teoría organicista se libra del riesgo de la demagogia electoralista que puede dar gato por liebre, especialmente mientras subsista el gremio de los ingenieros sociales a sueldo de los poderes fácticos. En fin, que siempre se debe contar con el inseguro factor humano…

Y no digamos cuando lo que se pone al albur de una votación entra de lleno en el ámbito de las categorías permanentes de razón, que, por definición, son inmutables, o lo que no pertenece con exclusividad a una generación votante determinada. Con respecto a lo primero, fue sonada la boutade del Ateneo republicano de Madrid cuando expuso a las urnas de los ateneístas si Dios existía o no; al final, el escrutinio decidió que sí, con lo cual me imagino que el Creador, tras aguantarse la risa, soltó un suspiro de alivio…

En lo tocante a lo segundo, no hace falta ir tan lejos en el tiempo: bastará con hacer mención de la constante reivindicación del derecho a decidir si un territorio español puede dejar de serlo a voluntad, como si sus actuales moradores fueran los amos y monopolizadores de esa parte de un todo, con exclusión expresa de las anteriores generaciones (esa democracia de los muertos que describía tan magistralmente el escritor Juan Manuel de Prada no hace mucho) y de las siguientes, que acaso se hayan curado de la demencia inculcada que aqueja a la actual.

Por todo ello, sigo siendo partidario de esa forma de gobierno, tan ausente en nuestros días, que es la Aristocracia; si responde fielmente a su definición etimológica y no se confunde con su forma degenerada, que es la oligarquía, seguro que ni pondría en tela de juicio las verdades y valores permanentes ni cedería a la demagogia o a la locura temporal para desmembrar las bellas construcciones históricas que han forjado el esfuerzo de muchos y La convivencia en común.

¿Y de dónde surgirán esos aristoi a los que elegir? Pues de la propia sociedad, de todas y cada una de sus clases, de todas y cada una de sus profesiones; de todos y cada uno de sus territorios y municipios; de todas y cada una de sus aficiones e intereses; aupados en un proceso de selección desde los crisoles y las forjas de un sistema educativo sobrepuesto a todos los conductismos, constructivismos y economicismos pedagógicos, y liberado de manipulaciones sectarias y de reduccionismos igualitaristas a la baja.

¿Ven como tengo algo de razón cuando digo que me viene a la nariz un tufo de naftalina ante polémicas simplistas y artificiosas o ante la sacralización de la democracia individualista?