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20 abril 2016 • Conferencia en el CESEDEN: Madrid, 8-marzo-2016 • Fuente: Kosmos-Polis

Stanley G. Payne

El Camino al 18 de Julio

Por gentileza de Kosmos-Polis compartimos con nuestros lectores el texto de la conferencia pronunciada por Stanley G. Payne en la sede del CESEDEN, Madrid, el pasado 8 de marzo.

Stanley G Payne_1

La Guerra Civil de 1936 marcó el punto de inflexión en la historia contemporánea de España y, durante su curso, José Ortega y Gasset subrayó la importancia de «estar bien informado» al término de su «primer y más sustancial capítulo,» que definió como «su origen, las causas que la han producido.» (En el “Epílogo para ingleses” de la nueva edición de La rebelión de las masas en 1938.) Por lo general, la sección sobre las causas y los orígenes inmediatos es la parte más débil de las historias de esta guerra, un asunto que con frecuencia es soslayado o en gran parte ignorado.

El objetivo de esta conferencia es aceptar el desafío de Ortega, enfocando los orígenes inmediatos del conflicto, que pueden estar entre los siete meses de diciembre de 1935 y julio de 1936.

Este análisis no presupone ninguna inevitabilidad o determinismo histórico en el proceso. Porque todo lo que pasó fue la consecuencia de una serie de políticas y decisiones, que bien pudieron haber sido cambiadas o puestas al revés.

Y ello parece haber sido el caso hasta una fecha tan cercana al inicio del conflicto como el 14 o 15 de julio. Como se verá, al final hubo varias decisiones explícitas para no dar marcha atrás.

Muchas veces se ha dicho que España estaba demasiado atrasada, o que el contexto internacional era demasiado negativo, para permitir el desarrollo de un régimen constitucional y democrático, pero lo único que podemos verificar es lo que de verdad pasó. Y así tenemos que durante cuatro años y medio el sistema funcionó esencialmente como un régimen constitucional y democrático, es decir, cuando los actores principales deseaban que funcionara así. El régimen sobrevivió a la quema de conventos en 1931, las tres insurrecciones anarquistas de 1932-33, la débil intentona militar de 1932 y hasta a la gran insurrección de los socialistas en 1934 para imponer el socialismo revolucionario y la declaración de independencia de la Generalidad de Cataluña.

Sobrevivió también a las insistentes exigencias de los partidos de izquierda de pretender anular los resultados de las primeras elecciones democráticas en la historia de España, cuando en noviembre-diciembre de 1933 presentaron una serie de cuatro propuestas al presidente de la República, Alcalá-Zamora, para anular la expresión de la democracia. Aquel fue el mejor momento de Alcalá-Zamora, quien se mantuvo firme a favor de los procedimientos constitucionales.

En cambio, su actuación fue muy diferente durante la vida de las Cortes elegidas en dichas elecciones. Durante 1934 y 1935, Alcalá Zamora interfirió frecuentemente para obstaculizar las actividades del gobierno parlamentario. Finalmente, acabó con la vida de aquellas Cortes de un modo más que arbitrario, que fue denunciado por casi todos los políticos democráticos del centro. El propio presidente de la República, marcó el primer jalón decisivo en el camino al 18 de julio cuando en diciembre de 1935 vetó la formación de un gobierno con mayoría parlamentaria, pese a que tal mayoría existía, y luego, un mes más tarde, puso fin a la vida de aquellas primeras Cortes democráticas de modo absolutamente arbitrario, al disolver el parlamento cuando le quedaban aún dos años más de vida.

Otros dos años de gobierno parlamentario estable, hubieran calmado posiblemente al país, y haber evitado así la erosión de la democracia y la guerra. Aún más, el presidente de la República nombró a un gobierno de gestión sin representación alguna en las Cortes, presidido por un asociado personal, Manuel Portela Valladares, que ni siquiera tenía escaño. Para colmo de males, le encargó la creación de un nuevo partido del presidente de la República -una vuelta a los antiguos estilos caciquiles-, con el objetivo de que desde el gobierno tratase de fomentar y manipular los resultados de las nuevas elecciones. Así, el mismo presidente de la República, del modo más insistente y terco, creó el primer jalón en el camino.

Un segundo jalón fue la formación del Frente Popular, que fue muy diferente de su homónimo en Francia. El Frente Popular francés fue una alianza principalmente de partidos democráticos para defender y fortalecer la democracia en su país. El Frente Popular español fue la alianza de la mayor parte de partidos que ya habían rechazado la democracia electoral durante 1933-34, y su intención fue la de convertir la República en otro régimen exclusivamente de izquierdas, para anular totalmente la influencia y actividad del centro y las derechas.

Aún más, fue una alianza contradictoria entre los partidos de la izquierda burguesa y los movimientos revolucionarios, que no proponía un gobierno mayoritario, y era incapaz de lograr otro programa, salvo un programa mínimo electoral, que permitiría divergencias profundas después. Se formó sobre la base de la total incertidumbre en cuanto al porvenir, que recordaba el clásico dicho leninista de kto kogo—»quién explota a quién»—un pulso que fue ganado por los movimientos revolucionarios, quienes consiguieron doblegar a la izquierda burguesa.

Gil Robles en un cartel propagandístico: Puerta del Sol, febrero-1936

Gil Robles en un cartel propagandístico: Puerta del Sol, febrero-1936

Tal vez el jalón más importante fue el largo proceso electoral que se desarrolló desde febrero a mayo de 1936.

Durante ochenta años los propagandistas de izquierdas han insistido hasta la saciedad en la «legitimidad» de un gobierno «democrático elegido.» Y pese a que fue siempre evidente que las tres últimas fases de ese proceso fueron fraudulentas, hemos creído durante casi un siglo que la primera vuelta de las elecciones del 16 de febrero fue democrática en sus procedimientos, pero ahora resulta que ni siquiera eso fue cierto. Según las nuevas investigaciones de dos historiadores jóvenes, que serán publicadas hacia el final de este año, no es exacto, sino que los grupos de izquierdas llevaron a cabo una serie de asaltos, manipulaciones y falsificaciones que alteraron los resultados en al menos seis provincias, que convirtió lo que parece haber sido aproximadamente un empate en la votación popular, en una victoria clara, aunque por estrecho margen, del Frente Popular.

La campaña electoral de febrero del 36 fue la más violenta de la historia de España, con más de cuarenta muertos, y la violencia de las izquierdas continuó en la segunda vuelta del primero de marzo, lo que provocó la retirada de las derechas de la misma, aunque había pocos escaños en disputa. La tercera fase comenzó con la reunión de la Comisión de Actas de las Cortes nuevas el 25 de marzo, que anuló aproximada 35 escaños de las derechas para otorgárselos al Frente Popular. Casi todos los historiadores, hasta un historiador comunista como Manuel Tuñón de Lara, han condenado este paso tan fraudulento. La última fase tuvo lugar el 5 de mayo en la repetición de las elecciones en las provincias de Cuenca y Granada, con la supresión violenta y casi completa de las derechas. Fue el proceso más largo y más violento de la historia electoral del país, y un proceso extensamente fraudulento, cuyos resultados falsificados abrieron el camino al 18 de julio.

Otro jalón en la erosión de la democracia tuvo lugar cuando Alcalá-Zamora rechazó la petición de declarar el estado de guerra el 17 de febrero. Ello habría cortado el proceso de fraude, y pudiera haber cerrado el paso al deterioro constante de la ley y el orden a partir de ese momento.

La formación apresurada y anormal del gobierno de Manuel Azaña el 19 de febrero, constituyó el siguiente paso, porque inició una política dual: fue dual en el sentido de lo que hacía y lo que dejaba de hacer. Por un lado llevó a cabo una serie de abusos fundamentales—el cierre de los colegios católicos, la eliminación total del culto en algunas parroquias, la expulsión de curas, leyes nuevas para garantizar un control político y unilateral de los jueces y los tribunales, la inclusión de milicianos revolucionarios como «delegados» de policía (utilizando a criminales, a veces ya juzgados y condenados, para pretender aplicar la ley), y a largo plazo, con el comienzo de un proceso para ilegalizar a las organizaciones de derechas. Todo ello con un rechazo absoluto al concepto y a la práctica de un gobierno igual para todos.

Desde otros ámbitos de las izquierdas burguesas meramente se dejaba hacer, rehusando que se aplicara la ley a sus aliados del Frente Popular, de cuyos votos dependían. Esto abrió paso a un elenco casi increíble de desórdenes y atropellos. Cualquier alternativa a esto amenazaba con «romper el Frente Popular,» y Azaña aseguró en varias ocasiones que estaba dispuesto a cualquier cosa menos a que eso ocurriera. A veces se actuaba contra los anarquistas, que no formaban parte del Frente Popular. En algún momento hubo cierta reacción de parte del gobierno, con iniciativas mortíferas de las fuerzas de orden, pero era espástica y episódica, todo lo contrario de una política metódica.

11-marzo-1936: incendio de la Iglesia de San Luis (Madrid) por los frentepopulistas

11-marzo-1936: incendio de la Iglesia de San Luis (Madrid) por los frentepopulistas

No hubo nada más decisivo -aparte de las elecciones- en el camino al 18 de julio, que la larga secuencia de desórdenes y atropellos de todos los tipos, sin comparación con la experiencia de cualquier otro país europeo de la época con régimen parlamentario en tiempos de paz.

Los españoles tienen fama—inexacta y falsa—de ser impacientes, pero su capacidad de aguantar abusos durante los largos meses de desgobierno de Azaña y Casares Quiroga, no tuvo parangón en cualquier otro país.

Tales abusos fueron:

• Una ola de huelgas iniciada en la primavera, muchas de ellas sin objetivo económico alguno, más allá de pretender la dominación de la propiedad privada, y que a menudo estuvieron acompañadas de violencia y destrucción de propiedades.
• La incautación ilegal de propiedades, sobre todo en las provincias del sur, en ocasiones legalizadas a posteriori por un gobierno sometido a la presión de los revolucionarios. Los efectos económicos fueron en gran parte destructivos, dado que no fomentaron la modernización y la productividad, sino la redistribución de la pobreza, sin capital y sin desarrollo tecnológico.
• Una cadena de incendios provocados, y la destrucción de propiedades, sobre todo en el sur.
• La incautación de iglesias y propiedades eclesiásticas en el sur y el este, así como en algunas otras zonas del país.
• El cierre de colegios católicos, que provocó el comienzo de una crisis educativa, así como la supresión de las actividades religiosas católicas en varias localidades, que estuvo acompañada de la expulsión de sacerdotes.
• Un importante declive económico, que rara vez ha sido estudiado, y nunca en detalle, con una seria caída de la Bolsa, la fuga de capitales y, en algunas provincias del sur, el abandono de los cultivos, dado que los costes de la recolección superaban con creces el valor de la cosecha.
• La amplia extensión de la censura, con una grave limitación de las libertades de expresión y reunión.
• Varias miles—no se sabe cuántas—de detenciones políticas arbitrarias de miembros de partidos derechistas, que culminaron con el secuestro de Calvo Sotelo.
• La impunidad en la comisión de los delitos para los miembros de los partidos frentepopulistas, que apenas sufrieron arrestos. En ocasiones se detuvo a anarquistas, ya que estos no eran miembros del Frente Popular.
• La politización de la Justicia mediante nuevas políticas y leyes, con el fin de facilitar las detenciones y los procesos políticos arbitrarios, e ilegalizar a los partidos derechistas, reemplazando a jueces según el capricho del gobierno. Pese a las cuatro insurrecciones violentas de los movimientos revolucionarios contra la República -sin contrapartida entre los partidos derechistas-, ninguno de ellos fue acusado de delito alguno, pues la justicia había pasado a estar politizada, de acuerdo con el programa del Frente Popular.
• Cambios arbitrarios de funcionarios y personal en los gobiernos provinciales y municipales en muchas provincias, a veces para eliminar a los representantes elegidos, para favorecer a los representantes de los partidos frentepopulistas.
• El comienzo de un proceso de disolución oficial de los grupos derechistas, comenzando con los falangistas en marzo, los sindicatos católicos en mayo, y la pretensión de actuar de igual forma contra los monárquicos de Renovación Española en vísperas de la Guerra Civil. Cuando el Tribunal Supremo anuló la ilegalización de Falange a primeros de junio, el gobierno no hizo el menor caso, sino que promovió aún más detenciones de sus altos cargos y responsables. El proceso se diseñó para crear las condiciones para el monopolio político de izquierdas, que se alcanzó, en primer lugar, en las agrupaciones sindicales. Los azañistas la llamaban la «República de izquierdas», y los comunistas, la «República de tipo nuevo.»
• La subversión de las fuerzas de seguridad gracias a la reincorporación de los elementos revolucionarios, algunos de ellos procesados con anterioridad por sus acciones violentas y subversivas. Uno de ellos estuvo al mando del escuadrón que asesinó a Calvo Sotelo. Igual de notorio fue la incorporación de activistas socialistas y comunistas como «delegados de policía», nombrados ad hoc como policías suplentes. Ello continuaba el precedente sentado por el Gobierno de Hitler en 1933, cuando nombró a activistas violentos y subversivos de la SA y las SS como Hilfspolizei especiales.
• El incremento de la violencia política, aunque su extensión fuera muy desigual en las distintas zonas del país. Algunas provincias experimentaron una relativa calma, mientras que en otras existió una violencia política frecuente, sobre todo en las ciudades de mayor tamaño. En seis meses y medio fueron asesinadas más de cuatrocientas personas.

Concentración socialista: Oviedo, 14 de junio de 1936

Concentración socialista: Oviedo, 14 de junio de 1936

Todo ello creó una situación que hasta historiadores con simpatías por las izquierdas han definido como «una situación prerrevolucionaria», sin el menor precedente en otro país europeo en tiempos de paz internacional. Una pregunta básica es, ¿Cuáles fueron los proyectos exactos de los movimientos revolucionarios para pasar de estas condiciones prerrevolucionarias a la revolución directa? Entre 1932 y 1934 los anarquistas y los socialistas habían lanzado cuatro insurrecciones violentas diferentes para imponer dictaduras revolucionarias, y todas habían fracasado. Habían aprendido la lección siguiendo el consejo que León Trotsky apuntó en su Historia de la revolución rusa, cuando subrayó que los revolucionarios deben pretender actuar a la defensiva, e iniciar la revolución bajo el disfraz de contestar a una agresión de los contrarrevolucionarios. De ahí, que ni la FAI-CNT, ni el PSOE-UGT, ni el pequeño POUM leninista, tuvieran planes para lanzar una insurrección inmediata, sino el de continuar con el desgaste del sistema republicano y capitalista. Concretamente, el principal sector revolucionario -los caballeristas del PSOE-UGT- pensaban provocar a sectores del ejército para que se sublevaran, y resolver la crisis subsiguiente con una huelga general, que les permitiría hacerse con el control del gobierno republicano de un modo «semi-legal», con la excusa de haber actuado a la defensiva.

Hasta los comunistas habían cambiado de táctica. Hasta 1935 la Internacional Comunista, o «Comintern», había seguido una política guerracivilista a ultranza, con el resultado de perder las contiendas en todos los países salvo en Rusia. Por eso en 1935 decidió cambiar, para adoptar la táctica fascista de formar alianzas y explotar la «legalidad burguesa.» De ahí los orígenes del Frente Popular. En 1936 el PCE fue el único movimiento revolucionario en España que desaconsejó terminantemente la táctica de revolución y guerra civil, sino que insistió en explotar el sistema, utilizando medios legales o semi-legales (con casi todas las instituciones en manos de las izquierdas) para ilegalizar completamente a las derechas, usando las instituciones de la República democrática para transformarla con poca violencia en una «República de tipo nuevo»—la República Popular revolucionaria (algo plenamente logrado meses después en la Guerra Civil).

Las izquierdas han insistido muchas veces en que las derechas no eran pacientes, que rechazaban las «reformas». En su mayor parte eso es categóricamente falso. Lo contrario sería lo más acertado, en vista de las reiteradas declaraciones de los grupos de empresarios. Las reformas sí fueron aceptadas, salvo algunas de las más extremas que destruían la economía, pero en cambio se pedía respeto a la Constitución y a ley y el orden, para poner fin a los actos ilegales y violentos. En mayo, los propietarios de hoteles en Barcelona ofrecieron ceder una parta de las acciones de los hoteles a los empleados y hacerlos propietarios también, si abandonaban las huelgas salvajes y las demandas exorbitantes. A mediados de ese mes, la Federación Patronal Española y la Confederación Española Patronal Agrícola anunciaron oficialmente que aceptaban todos los cambios impuestos por la ley, dejando claro que con ello estaban al límite de sus posibilidades, y pidieron una vuelta a la ley y el orden. En la provincia de Córdoba hasta los pequeños propietarios que pertenecían a los partidos republicanos de izquierda, presentaron una petición al Instituto de Reforma Agraria, pidiendo que este se ocupara de sus propiedades, pagando la compensación especificada por la ley, porque en las condiciones actuales el cultivo resultaba inútil.

El 7 de junio un «Manifiesto» firmado por 126 asociaciones empresariales de todos los tipos, aceptó la gran mayoría de los cambios recientes, y hasta algunas de las propuestas nuevas, pero pidió angustiosamente medidas para frenar la anarquía. Se pidió un nuevo arbitraje más justo y neutral y un nuevo acuerdo oficial, similar al que había negociado el gobierno del Frente Popular francés. Al fin de junio, una asamblea general en Madrid de las Cámaras de Comercio de toda España pidió esencialmente la misma cosa.

Stanley G Payne_2¿Cuál fue la respuesta de los partidos políticos del centro y de la derecha?

Protestaron mucho en las Cortes, el único foro del país que no estaba sometido a censura, y fuera de eso se frotaron las manos la mayor parte del tiempo, acción que no tuvo la menor eficacia. Finalmente, el 25 de mayo, Felipe Sánchez Román, amigo personal de Azaña y jefe de un diminuto Partido Nacional Republicano (un pequeño grupo moderado de centro-izquierda), propuso públicamente la formación de un nuevo gobierno de alianza de las fuerzas del centro y de las izquierdas moderadas, para formar un gobierno con plenos poderes, al objeto de restaurar la vigencia de la Constitución, que ya por entonces se había eclipsado. Un mes más tarde, Miguel Maura, un político democrático del centro, que había sido uno de los fundadores de la República, propuso lo mismo en una serie de artículos en El Sol, llamando a tal alternativa «una dictadura constitucional republicana». Sabemos que el partido de Azaña discutió las propuestas apoyadas por algunos personajes del mismo partido, como Claudio Sánchez Albornoz, pero las rechazó terminantemente, prefiriendo mantener el statu quo de desgaste del orden constitucional.

El gobierno afirmó de forma clara que rechazaba cualquier diálogo en serio, y que esperaba la sumisión total de las derechas. La CEDA, el único partido derechista de masas, no tenía una sección paramilitar, aunque parte de su juventud estaba radicalizándose. Los carlistas, que fueron pocos, preparaban sus propias milicias pero rechazaban la cooperación con otros grupos. Los monárquicos alfonsinos buscaban armas en Roma sin éxito, porque Mussolini juzgaba la vida política española como una especie de jaula de grillos sin provecho alguno. Los falangistas crecían rápidamente en militancia y afiliados luchando y asesinando, pero habían sido ilegalizados a mediados de marzo, y no podían formar milicias propias de alguna importancia.

La extrema derecha miraban al ejército, y varios sectores militares habían comenzado a conspirar no contra la República, sino contra el Frente Popular, pero sin el menor éxito. La verdad es que la gran mayoría de los oficiales no querían alzarse en armas, porque ellos mismos estaban muy divididos en términos políticos, y ningún mando importante en activo estaba dispuesto a servir como líder. Tres meses después de las elecciones, cualquier foco de rebelión dentro del ejército quedaba disociado e incierto, por no decir confuso.

Finalmente el general de brigada Emilio Mola, que mandaba las fuerzas del pequeño cuartel de Pamplona, se presentó para organizar una conspiración militar a escala nacional. Hacia finales de mayo había logrado el reconocimiento de los pocos elementos dispuestos a comprometerse en tal empresa. Lo que Mola propuso fue una reforma tajante de la República para restaurar la disciplina, descartando totalmente la restauración de la monarquía. Aun así, a finales de junio calculaba que solamente un quince por ciento de los oficiales estaban dispuestos a participar en una revuelta armada, y Francisco Franco no formaba parte de tal minoría. Finalmente Mola llegó a un acuerdo limitado con los falangistas, pero el nueve de julio las negociaciones con los carlistas fracasaron y Mola se quedó amargado y desesperado. Miraba con buenos ojos la propuesta de Miguel Maura de formar una «dictadura constitucional republicana,» pero también veía que eso no parecía tener el menor apoyo de parte del gobierno. No sabía si atreverse a dar un salto en el vacío, o si era mejor dimitir y huir al extranjero.

Camioneta de la Guardia de Asalto en que el pistolero socialista Cuenca asesinó a Calvo Sotelo

Camioneta de la Guardia de Asalto en que el pistolero socialista Cuenca asesinó a Calvo Sotelo

Por ello la gran importancia del secuestro y magnicidio de José Calvo Sotelo en Madrid la noche del 12-13 de julio. Su enorme resonancia en España no fue consecuencia de otro asesinato más en el largo elenco de las más de cuatrocientas personas muertas violentamente en aquellos meses, y ni siquiera porque fuera uno de los dos más importantes portavoces de la derecha en las Cortes, sino por la forma cómo se hizo y por la identidad de los asesinos. Un diputado del Parlamento no podía ser detenido legalmente sino por votación de las mismas Cortes, pero Calvo Sotelo fue secuestrado en su casa durante la noche y asesinado poco después por un escuadrón ilegal de Guardias de Asalto y cuatro milicianos del Partido Socialista mandados irregularmente por un capitán de la Guardia Civil, que había sido repuesto en sus funciones después de una condena a treinta años por haberse amotinado en 1934 en el intento de derrocar el régimen. Ellos formaron la primera de las «checas de Madrid», y uno de los socialistas asesinó al jefe monárquico con un tiro en la nuca al estilo soviético. La conmoción que produjo la expresó en una carta Gregorio Marañón dos días después. Marañón había votado al Frente Popular en febrero, pero ahora afirmaba: «Todo el país está indignado, como no lo ha estado jamás», subrayando estas últimas palabras con su propia mano.

Aquel magnicidio «salvó» la conspiración militar, porque su efecto fue dramático y eléctrico, llegando a ser el gran catalizador de una sublevación militar que, desde ese instante, podría tener posibilidades de alcanzar una dimensión importante. El propio Franco se comprometió totalmente con la sublevación por vez primera, y miles de oficiales le acompañaron. La mañana de aquel asesinato pudo darse casi la última oportunidad para abandonar el camino al 18 de julio y dar marcha atrás. Pero, ¿cuál fue la reacción del gobierno de Santiago Casares Quiroga? Muy poca, prácticamente ninguna. Prometió una «investigación» rutinaria, como si se tratara de un accidente de tráfico, que luego nunca se llevó a cabo y, por el contrario, extendió la censura para tratar de esconder la verdad, y detuvo a más derechistas, como si ellos hubiesen sido los responsables.

Aunque luego las izquierdas pasarían muchos años retorciéndose las manos sobre la «iniquidad» de la sublevación militar, la verdad fue que por aquellas fechas el gobierno la deseaba y, si necesario fuera, quería provocarla. Sabemos por los testimonios personales de izquierdistas prominentes como Francisco Largo Caballero, Juan-Simeón Vidarte, Santiago Carrillo y otros, que Casares Quiroga les decía que no buscaba la reconciliación o cualquier intento de evitar la sublevación, sino que la deseaba, porque se sentía absolutamente seguro de poderla aplastar. Al ejército español se le juzgaba como una especie de tigre de papel, y una victoria fácil daría al gobierno mayor fuerza e independencia.

Aún en tales condiciones, Mola dudó. Impresionado por la propuesta de Miguel Maura, unas doce horas después del magnicidio, hizo un intento de contactar personalmente con Mariano Ansó, presidente de la Comisión de Guerra de las Cortes. No conocemos sus intenciones a ciencia cierta, pero parece que buscaba alguna comunicación con el gobierno para averiguar si consideraba alguna iniciativa de moderación o conciliación, haciendo innecesaria la rebelión. De todas formas, Ansó nos dice en sus memorias que rechazó cualquier contacto con Mola, de modo constitucionalmente correcto, pero políticamente—tal vez—desastroso. Al día siguiente, Mola emitió las órdenes finales para la sublevación.

Una vez iniciada la sublevación, el error de cálculo del gobierno llegó pronto a ser evidente.

Después de consumar todo el camino hacia el 18 de julio, paso por paso, Manuel Azaña se decidió, finalmente, a dar marcha atrás en las primeras horas del día 19 nombrando un gobierno nuevo de izquierda más moderada para lograr la conciliación, pero llegó ya demasiado tarde. Para colmo de males, el último y mayor de sus errores de cálculo lo llevó a cabo veinticuatro horas después, al cambiar radicalmente de criterio y decidirse por potenciar a los revolucionarios entregándoles las armas y, en gran parte, el poder.

Durante ocho décadas las izquierdas han denunciado la insurrección del 18 de julio, lo cual, desde un punto de vista partidista, es perfectamente lógico, porque fue mucho más fuerte que la sublevación que habían deseado provocar, y dio al traste con todas sus ambiciones de dominar España. Desde un punto de vista práctico, en cambio, no es tan convincente, porque nunca ha existido un proceso revolucionario que no haya provocado una resistencia contrarrevolucionaria, aunque en ocasiones haya fracasado. Quienes no deseen la contrarrevolución, que no emprendan la revolución. Es así.

Desde muy pronto la propaganda izquierdista intentó establecer que la sublevación contrarrevolucionaria constituyó una «rebelión en contra de la democracia». De hecho, en contra de la erosión total de la democracia, porque si se hubiera mantenido la democracia constitucional, nunca habría habido una sublevación de importancia. Resulta toda una paradoja que el general Franco, que sí bien no creía en la democracia, estuviera reclamando la conservación y el respeto a la constitución democrática, que durante largo plazo se fue completamente erosionando hasta su completa destrucción.

Se ha dicho que en España las derechas y el centro no eran pacientes, que deberían haber estado dispuestos a dejarse atropellar indefinidamente, lo que puede ser cierto desde la perspectiva de una lógica partidista, pero no puede ser un argumento histórico, puesto que en términos de historia comparada, es totalmente «ahistórico», anti empírico y hasta absurdo. En toda la historia es difícil identificar a un grupo social o político de importancia que hubiera actuado como pedían las izquierdas españolas. Lo que llama la atención es lo contrario, es decir, la extraordinaria paciencia de las derechas en España, incluida la del propio Franco. En muchos países no se hubiese soportado ni la mitad de lo que se venía soportando desde hacía meses en España. Cualquier persona que dude de esta afirmación, debe primero hacer la comparación con las tres grandes guerras civiles de la época moderna en los países de habla inglesa -en 1640, en 1775 y en 1861- y verá inmediatamente que la situación en España era bastante más atroz. Estos países de habla inglesa son a los que, generalmente, se considera que llevan la batuta en democracia moderna y gobierno constitucional, y no se encontrará entre sus ciudadanos la menor disposición a dejarse atropellar indefinidamente.

Uno de los problemas que se encuentra cuando se provoca una contrarrevolución es que ésta, en muchas ocasiones, no supone meramente la anulación de la revolución. Si fuera así, en España, presumiblemente, se habría vuelto a Lerroux y a Gil Robles. Pero, como señaló Joseph De Maistre hace dos siglos, una contrarrevolución no es meramente lo contrario a una revolución, sino que, a menudo, se convierte en una especie de revolución contrapuesta, que es lo que pasó en España. Clausewitz se refirió a lo que en las guerras (y las revoluciones) se denomina el efecto de Wechselwirkung, esto es, de la acción recíproca y de la mutua transformación de la radicalización en medio de los conflictos. Tal fue el caso del movimiento franquista durante la Guerra Civil, que pronto se desplazó mucho más allá de los—en principio—limitados objetivos políticos de la conspiración originaria de Mola, para abrazar una «revolución nacional», autoritaria y semifascista. Estas antítesis dialécticas no son infrecuentes en la historia, pero España experimentó un doble riesgo. Antes del 18 de julio, las izquierdas erosionaron la democracia en España por medio de un proceso revolucionario de desgaste constante que duró cinco meses, pero, a su vez, la contrarrevolución creó un radicalismo de oposición igualmente violento, y mantuvo un gobierno autoritario durante cuatro décadas. El precio del proceso revolucionario fue, sin duda, elevado.

Burgos, octubre-1936: Franco y Mola

Burgos, octubre-1936: Franco y Mola

Es muy simplista creer que el autoritarismo de Franco brotó únicamente de las ambiciones malvadas del propio Franco. Una vez elevado a la jefatura única, el Generalísimo mostró una gran ambición y diseñó ciertos aspectos individuales y personalistas para un nuevo régimen, pero de ningún modo creó la situación autoritaria en que se encontraba España a mediados de julio de 1936. Más bien, la verdad es que fue al revés, que había tratado de evitar el surgimiento de tal situación, que fue el resultado directo de las condiciones prerrevolucionarias creadas por las izquierdas. Al contrario, el general siempre defendió una política firme que mantuviera la ley y el orden, política que habría evitado el descenso a una situación puramente desordenada y autoritaria.

Hay que reconocer la verdad, y es que en julio de 1936 casi todo el mundo pedía un régimen autoritario para España. La CNT buscaba imponer por la violencia su propia utopía en una fecha indeterminada, los caballeristas y el POUM pedían la imposición de la dictadura del proletariado, los comunistas se afanaban por construir la «República de tipo nuevo», los azañistas y prietistas buscaban una república exclusivamente de izquierdas, eliminando políticamente a la mitad de la nación, los carlistas querían imponer su visión monárquica, los monárquicos alfonsinos deseaban una monarquía autoritaria y corporativista, los falangistas, su llamada revolución nacionalsindicalista, e incluso bastantes personas del centro o de la izquierda moderada pedían públicamente una dictadura constitucional republicana. Fue función de Franco ordenar todo esto, por las buenas o por las malas.

También se ha dicho—falsamente—que entonces nadie deseaba la guerra civil. Lo exacto sería decir que nadie quería una guerra civil tan larga y tan destructiva, o que fueran a perderla. Pero del mismo modo que había muchos que buscaban un nuevo régimen autoritario, los había que buscaban una guerra civil que—eso creían—sería breve, y que iban a ganar. Este fue el objetivo de los comunistas hasta 1935 (aunque luego cambiaron) y de los teóricos marxistas revolucionarios como Araquistain y Maurín, ya que muchos revolucionarios—sobre todo entre los caballeristas—insistían en que nunca podría haber una revolución verdadera sin una guerra civil; naturalmente, una guerra civil ganada por ellos mismos. Todos los marxistas revolucionarios la consideraban una inevitabilidad histórica, mientras los anarcosindicalistas insistían en la redención a través de su gran insurrección revolucionaria cuando llegara la hora. Los monárquicos y falangistas igualmente pedían alguna clase de confrontación armada, aunque no pregonaban la guerra civil públicamente con la misma confianza. Mola veía que un golpe de Estado en Madrid sería totalmente imposible (con Franco esencialmente de acuerdo) y que una insurrección militar solo podía vencer a través de una guerra civil, aunque también esperaba que fuera breve. Los conspiradores monárquicos pensaban lo mismo, y por eso buscaban armas en Berlín y en Roma, aunque sin éxito. Entre todos ellos, el que durante largo tiempo mantuvo la posición más moderada y responsable fue el propio Franco.

Ironías de la historia.