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13 septiembre 2021 • La secularización de la sociedad catalana debe mucho a la deriva política de marcado signo nacionalista y separatista

Manuel Parra Celaya

Un artículo retrospectivo

Imagen de Capri23auto en Pixabay

Las hemerotecas son muy importantes, incluso las particulares y modestas por propia definición. De la mía he encontrado un recorte que guardé, Dios sabe por qué, correspondiente a La Vanguardia de Barcelona, de fecha 9 de septiembre de 1990, es decir, hace la friolera de veintiún años; el título es bien significativo: “Tres diócesis piden a los inmigrantes (aún no se había establecido la cursilería de migrantes) que se catalanicen por haber sido acogidos”.

La información en cuestión se hace eco de la Hoja Diocesana (Full Diocesà) editada conjuntamente por las diócesis de Tarragona, Vic y Solsona, con motivo de la inminencia de la celebración de la Diada (11 de septiembre) de aquel año, y el artículo lleva como única firma el de Redacción, con lo que se supone que es responsabilidad de la publicación y de sus directores, en este caso, los señores obispos, aunque se apresura La Vanguardia a aclarar que estos “no participan directamente en la redacción del documento”, pero que “los componentes del equipo redactor cuentan con su confianza y con absoluta autonomía”.

El título del documento es “Voluntad de ser”, y, por una parte y a pesar del enfoque llamativo de quien lo reproduce, se dirige a todos los catalanes para que “reafirmen sus señas de identidad”; en opinión del director del Full Diocesà, el motivo es que “no hemos conseguido una voluntad de ser porque todavía nos falta una mayor sensibilidad de lo que significa pertenecer a este país” (evidentemente, se refiere a Cataluña). Por otra parte, con menos énfasis, se insta a los inmigrantes también a catalanizarse, ya que es imprescindible que “se arraiguen al país en el que están, como muestra de agradecimiento por haberlos acogido, de la misma forma que lo hizo Jesucristo con el pueblo judío. Aclaremos que, se nos escapa por completo la posible profundidad evangélica de la comparación, pero en fin…

Siempre según la referencia de La Vanguardia, el proceso de catalanización “debe incumbir a todos los estamentos de la sociedad, incluida la Iglesia, que, como institución, debe examinar sus estructuras y servicios, con el fin de convertirse más catalana cada día; menos mal que añade, al final, “más católica, milenaria como son sus raíces entre nosotros”.

En fin, de aquellos polvos vinieron estos lodos. Este editorial del Full Diocesà de hace veintiún años -como otros anteriores y posteriores- iba preparando el terreno para la situación traumática que se vive hoy en Cataluña, y en la que han colaborado estrechamente gran parte de la Jerarquía y del clero de la Iglesia, Para no remontarnos mucho en el tiempo, recodemos el manifiesto de los trescientos sacerdotes y diáconos a favor del derecho a elegir el 1 de octubre de hace cuatro años o el reciente escrito de los obispos de la Tarraconense -refrendado por la Conferencia Arzobispal Española- en posición más que favorable al indulto de los golpistas del procés. Insistamos en que la cosa venía de más atrás, incluso bajo los gobiernos de Franco.

Ciñámonos al aspecto religioso, pues es redundante insistir en el político. Digamos que la Iglesia en Cataluña, como institución regida por hombres, ha dejado los Seminarios casi yermos por falta de vocaciones; además de otros condicionantes sociales en ámbitos más amplios, no cabe duda de que esta secularización de la sociedad catalana debe mucho a la deriva política de marcado signo nacionalista y separatista que ha venido adoptando, en lugar de centrarse en el aspecto pastoral, que es el que le corresponde por definición.

La cuestión -y ya entramos en el tema de la inmigración- es que se ha hecho necesario importar curas desde lo que antaño se consideraban tierras de misión (ahora, prácticamente toda España y Europa); por el contrario, en los países que se denominaban, casi despectivamente, Tercer Mundo, siguen floreciendo vocaciones sacerdotales. Algunos de los sacerdotes allá formados y consagrados vienen a cubrir los huecos que han dejado los presuntos curas autóctonos, esos que tuvieron como prioridad el apostolado nacionalista y que no han conseguido nuevas levas de seminaristas.

En muchas iglesias catalanas, el núcleo duro de los fieles y colaboradores parroquiales son inmigrantes, a los que no les importa un ardite la política nacionalista; eso cuando no se cierran los templos, como ha ocurrido ya con numerosos de Barcelona.

Cada vez que contemplo a un curita negro o hispanoamericano celebrando la Eucaristía, me pregunto si le van a exigir desde las alturas (terrenales, por supuesto) que haga obligatoriamente cursos acelerados de catalán, a riesgo de ser vetado en su sagrado ejercicio por los sucesores de quienes redactaban panfletos como el que ha dado pie a estas líneas. Y que conste que, a pesar de los esfuerzos del Institut de la Nova Història (Instituto de la Nueva Historia) no se ha comprobado que San Pedro y San Pablo eran oriundos de Cataluña.