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11 abril 2020 • Ella vela de manera particular por la santificación y el ministerio de los sacerdotes

Angel David Martín Rubio

La Virgen María y el sacerdocio (III)

La Virgen María y el sacerdocio (I)

La Virgen María y el sacerdocio (II)

Terminamos nuestras consideraciones acerca de la intervención de la Virgen María en la vida del sacerdote el Sábado Santo, día en que -al igual que el precedente- no se ofrece el santo sacrificio: «La sepultura de Cristo es la continuación de su Pasión; y mientras su cuerpo reposa inanimado en la tumba, no conviene renovar el divino misterio en que aparece glorioso y resucitado» (Próspero GUERANGER, El año litúrgico, vol. II, Burgos: Editorial Aldecoa, 1956, 667). En comunión con María, la Iglesia se detiene junto al sepulcro del Señor, meditando su pasión y muerte hasta la solemne Vigilia nocturna.

Nuestra Señora es el más elevado modelo de fe que ha existido jamás. La excelencia de la fe de la Virgen está elocuentemente atestiguada por la Sagrada Escritura y por los padres. Fue la suya una fe triunfadora de todas las pruebas a las que estuvo sometida, especialmente en la pasión y muerte de su Hijo. Es sentencia bastante común que, durante ese tiempo, la fe en la divinidad de Cristo permaneció únicamente en la Virgen, de suerte que entonces Ella sola fue la Iglesia. Esta idea, que conoció amplia difusión a partir de la Edad Media, se encuentra por primera vez en las Quaestiones escritas por Odón de Ourscamp a mediados del siglo XII (Gabriel M. ROSCHINI, Diccionario mariano, Barcelona: Editorial Litúrgica Española, 1964, 592-593). Dom Gueranguer ha profundizado en la fe de María durante este día y con ella pone en relación la costumbre de dedicar especialmente el sábado al culto mariano:

«De este modo conversan estos hombres fieles, mientras que las santas mujeres, víctimas de su dolor, piensan en los cuidados de los funerales. La santidad, la bondad, el poder, los dolores y la muerte de Jesús están presentes en su pensamiento; mas no se acuerdan de su Resurrección que anunció y que sin duda no tardará en suceder. Solamente María vive con esta espera cierta. El Espíritu Santo, dice hablando de la mujer fuerte: “Durante la noche su lámpara no se extingue” (Prov 36, 18); este pensamiento se cumple hoy de modo especial en la Madre de Jesús. Su corazón no sucumbe, porque sabe que la tumba ha de devolver a la vida a su Hijo, La fe en la Resurrección del Salvador, esta fe sin la cual, como dice el Apóstol: “Nuestra religión será vana” (1 Cor 15, 17), está, por decirlo así, concentrada en el alma de María. La Madre de la Sabiduría conserva este depósito precioso; y del mismo modo que Ella llevó en su seno a aquel que no pueden contener el cielo y la tierra, así en este día, a causa de su firme creencia en las palabras de su Hijo, está concentrada en sí misma toda la Iglesia» (Próspero GUERANGER, ob. cit., 666).

Hablamos, pues, de la fe de la Virgen porque, al tratar acerca del influjo de nuestra Señora en la formación del alma sacerdotal, el padre Garrigou lo pone en relación con el conocimiento que ella tuvo por la fe, iluminada por los dones, de la presencia real de Cristo en la Eucaristía y de sus efectos en las almas (Cfr. Reginald GARRIGOU-LAGRANGE, La unión del sacerdote con Cristo, sacerdote y víctima, Madrid: Rialp, 1962, 157-161).

Esto nos lleva, en primer lugar a considerar las relaciones que tuvo María Santísima con la Eucaristía mientras vivió en la tierra y cómo Ella sigue interviniendo en cada Misa celebrada por los sacerdotes.

I. Acerca de la primera cuestión, vemos su fundamento en los textos de la Escritura acerca de la institución de la Eucaristía: («Tomad, comed: esto es mi cuerpo […] Bebed todos; porque esta es mi sangre de la alianza»: Mt 26, 26-28 y par.) y de la maternidad divina. Jesús sacramentado es Hijo de María, y hay una vinculación inseparable entre este sacramento y el misterio de la Encarnación: su cuerpo y su sangre dados como alimento a los hombres fueron tomados del cuerpo y sangre de María. «Porque cuando creemos que el cuerpo de Cristo fue formado de la purísima sangre de la Madre Virgen, reconocemos haber obrado en esto la naturaleza según su modo natural, pues lo es que los cuerpos de los hombres sean formados de la sangre de la madre. Mas lo que excede al orden de la naturaleza y toda inteligencia humana, es que en el mismo instante en que la bienaventurada Virgen, dando su consentimiento a las palabras del Ángel, dijo: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mi según vuestra palabra”, en ese mismo fue formado el santísimo Cuerpo de Cristo, y se le juntó el alma adornada del uso de la razón, y así en un mismo momento fue perfecto Dios y perfecto Hombre» (Catecismo romano I, 3, 4).

Pero además de esta relación de «origen», Roschini reconoce otra en la Sagrada Escritura: la asistencia de María al sacrificio eucarístico y su participación en el mismo. Cita al respecto dos textos: «todos ellos perseveraban unánimes en la oración, junto con algunas mujeres y María, la madre de Jesús, y con sus hermanos» (Hch 1, 14) y «perseveraban en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión, en la fracción del pan y en las oraciones» (Hch 2, 42). Y no solo afirma que la Virgen recibió la comunión sacramental sino que encuentra una razón de conveniencia no tanto por las exigencias de su vida espiritual, cuanto por su misión eclesiológica: «no podía menos de participar en el misterio de la unidad del cuerpo místico, del que Ella misma era, en la primera comunidad cristiana, el centro, no jurídico, pero sí espiritual. María, habiendo participado en el sacrificio cruento de Jesús en el Calvario (Jn. 19, 25), no podía estar ausente, a título de corredentora, o bien de medianera de la gracia, en el incruento del altar» (Gabriel M. ROSCHINI, ob. cit., 190; Cfr. Luis COLOMER, La Comunión de la Virgen, in: Estudios Marianos, 13 (1953) 119-142). Como en el Calvario, María unió su oblación personal con la oblación de su Hijo; cuando asistía al sacrificio eucarístico se ofrecía, como Mediadora Universal y Corredentora, por los apóstoles y por toda la Iglesia.

«De ahí que después del culto que el alma santísima de Cristo ofreció al Padre no hubo en la tierra una adoración más elevada, ni acción de gracias más noble y universal, ni mayor reparación eficaz y súplica encaminada a salvar las almas de todos los pueblos y condiciones. Esta oración de María era la que sostenía espiritualmente a los apóstoles, esparcidos por el mundo en la predicación del Evangelio, hasta el martirio. Era y será siempre Reina y Madre de los apóstoles» (Reginald GARRIGOU-LAGRANGE, ob. cit., 160-161).

II. La comunión eucarística es más ferviente y fructuosa cuanto mayor es el deseo que el alma tiene de la Eucaristía, y ese deseo brota de la fe y conocimiento del valor de este sacramento y de sus frutos, de la esperanza y de la caridad. Y dado el grado elevadísimo en que poseía María estas virtudes y como cada una de sus comuniones aumentaba extraordinariamente en Ella la caridad, las virtudes infusas y los dones, la Santísima Virgen fue un modelo acabado de devoción eucarística. Y lo es de manera especial para el sacerdote por lo que, concluye el autor a quien venimos siguiendo:

«El sacerdote debe celebrar la Misa con espíritu de sacrificio y adoración reparadora. No debe impedir la irradiación hacia los fieles por la carencia de espíritu de sacrificio y de humildad.

Si Cristo no hubiera querido aceptar las humillaciones de la Pasión, si la Virgen María no hubiera querido unir su propia oblación con la oblación de Cristo, ¿qué hubiera sido de nosotros?

El sacerdote, por tanto, debe orar ardientemente con Cristo y la Mediadora Universal por las principales intenciones actuales de la Iglesia, por la salvación de las almas, perdidas entre los funestos errores esparcidos en el mundo. El sacerdote, finalmente, debe pedir a la Santísima Virgen el hambre y sed de Eucaristía para que su comunión sea más ferviente cada día, espiritualmente al menos, y para alcanzar por ese medio el celo por la gloria de Dios y de las almas, sin los cuales no pueden existir ni la perfección sacerdotal ni el sentido de Cristo, necesario para todo apostolado» (Reginald GARRIGOU-LAGRANGE, ob. cit., 160-161).