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10 abril 2020 • Ella vela de manera particular por la santificación y el ministerio de los sacerdotes

Angel David Martín Rubio

La Virgen María y el sacerdocio (II)

Hemos visto en un artículo anterior que la Virgen María interviene activamente en la formación del alma sacerdotal por su oración y por el influjo de su mediación universal. Veamos ahora con más detalle por qué María es madre espiritual de los sacerdotes sirviéndonos de las enseñanzas de Reginald GARRIGOU-LAGRANGE (La unión del sacerdote con Cristo, sacerdote y víctima, Madrid: Rialp, 1962) y de Gabriel M. ROSCHINI OSM (La Madre de Dios según la fe y la teología, vol. I, Madrid: Apostolado de la Prensa, 1958).

Esta consideración resulta especialmente adecuada el Viernes Santo, cuando la solemne celebración litúrgica en memoria de la pasión y muerte del señor nos ofrece la lectura del texto evangélico de san Juan en el que se contiene una alusión explícita a la participación de la Virgen en la consumación del sacrificio del Calvario:

«Junto a la cruz de Jesús estaban su madre, la hermana de su madre, María, la de Cleofás, y María, la Magdalena. Jesús, al ver a su madre y junto a ella al discípulo al que amaba, dijo a su madre: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”. Luego, dijo al discípulo: “Ahí tienes a tu madre”. Y desde aquella hora, el discípulo la recibió como algo propio» (Jn 19, 25-27).

Y son precisamente de estas palabras de Cristo moribundo de las que parte el padre Garrigou a la hora de fundamentar la maternidad espiritual de la Virgen María sobre los sacerdotes. Dichas palabras: «aumentaron en el Corazón de la Virgen su maternal amor hacia Juan y hacia todos los que debían santificarse por el sacrificio de la Cruz. Igualmente infundieron en el corazón de Juan un gran amor filial hacia la Madre de Dios» (ob. cit., 154-155).

Es importante recordar a este respecto como este texto es señalado por Roschini[1] como el que nos presenta a la Virgen como «Corredentora Dolorosa» para quien la Pasión Redentora de su Hijo fue como «una espada que traspasó su alma», según la profecía de Simeón (Lc 2, 34-35). En la misma ocasión, es proclamada por Jesús como «Madre espiritual» de todos los cristianos. A esta perícopa hay que añadir los lugares en que la obra de María se delinea como «Mediadora», tanto en la santificación del Bautista (Lc 1, 39-80), como en la impetración del primero de los milagros obrados por Cristo (Jn 2, 1-11), o en la bajada del Espíritu Santo el día de Pentecostés (Hch 1, 14).

Como madre espiritual de los sacerdotes, ella vela de manera particular por su santificación y sobre su ministerio. Y ello procurando que alcancen una mayor comprensión del sacrificio de la Cruz, lo que les lleva a celebrar mejor la Misa y a trabajar apostólicamente con mayor fruto, pues conocen el valor de la Sangre de Cristo y la importancia suprema de la salvación de las almas.

Y como medio de disponerse a dicha obra de la Virgen, el padre Garrigou propone la consagración mariana según el pensamiento de san Luis María Grignion de Montfort en su Tratado de la verdadera devoción. Para ello se basa en un sólido principio y es que, como Madre espiritual de los sacerdotes, la Virgen ayuda particularmente en la vida interior y ministerio de aquellos que se le consagran de esta manera especial.

«Por esta consagración confían los sacerdotes a María sus propios méritos de condigno, incomunicables a otras almas, para que Ella les conserve este tesoro, y para que, si lo perdieran por el pecado mortal, les obtenga la gracia de una ardiente contrición por la que revivan los méritos perdidos en el grado en que antes los tenían […] De igual modo, aquellos que así se consagran a María le confían todo lo que de bueno hagan en sus obras, y sea comunicable, a otras almas: el mérito de congruo, la satisfacción de congruo, la oración por el prójimo, las indulgencias ganadas. Y la Santísima Virgen distribuye a los demás estas gracias mucho más sabia y caritativamente que lo haríamos nosotros. Esto no quita que oremos por parientes y amigos: es ésta una obligación de gratitud que más bien nos recordará María. Ahora bien, entre nuestros parientes y amigos hay algunos que necesitan ayuda especial, no sabiendo nosotros quiénes se hallan en tal necesidad; por el contrario, la Santísima Virgen lo sabe perfectamente y por eso les distribuye de una manera peculiar lo que hay de comunicable en nuestras buenas obras» (ob. cit., 156)[2].

En cuanto al medio que usa la Virgen para formar espiritualmente a aquellos que siguen este camino, se remite a la explicación del mismo san Luis María: «La Santísima Virgen es como el molde en el que Cristo forma las almas». Una estatua puede realizarse esculpiendo en madera o en mármol; se trata de un proceso largo y difícil, pudiendo un solo corte mal hecho estropear toda la obra. Pero puede hacerse de otro modo, es decir, echando arcilla en el molde, cosa mucho más fácil. Así forma Cristo a las almas que tienen un gran amor a la Santísima Virgen, amor que les mueve a obrar con gran docilidad y a imitar sus virtudes (cfr. Tratado de la verdadera devoción, nº 218-221, in: PEREZ, Nazario; ABAD, Camilo Mª (eds.), Obras de san Luis María Grignion de Monfort, Madrid: BAC, 1954, 560-562).

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Todos los cristianos y en especial los sacerdotes debemos hoy agradecer a Jesucristo habernos legado una Madre tan excelente; y a la Virgen María, todos los auxilios y beneficios que por este título no cesa un instante de prodigarnos.

«Por tanto, hijos míos, escuchadme: dichosos los que siguen mis caminos; escuchad la instrucción, no rechacéis la sabiduría. Dichoso el hombre que me escucha, velando día a día en mi portal, guardando las jambas de mi puerta. Quien me encuentra, encuentra la vida y alcanza el favor del Señor» (Prov 8, 32-35).

Pidamos que se cumplan en nosotros estas promesas que la liturgia de la Iglesia pone en labios de la Virgen y que con su acción maternal seamos cada día verdaderos y fieles servidores e hijos suyos.


[1] Según este teólogo los autores sagrados del Nuevo Testamento nos presentan a Santa María como la Virgen, la Esposa, la Madre de Cristo, la Medianera, la Corredentora Dolorosa, la Madre espiritual de los cristianos y la más gloriosa entre las mujeres. «Son estos, rasgos divinos, inconfundibles, que levantan a la humilde jovencita de Nazaret por encima de todas las criaturas de este mundo, a una región superior de luz y de calor» (ob. cit., 66).

[2] Recordemos para una mejor comprensión de este párrafo que mérito de condigno es el que se funda en razones de justicia. Se subdivide en mérito de estricta justicia, que supone una igualdad perfecta y absoluta entre el acto y la recompensa; y de justicia proporcional, que requiere únicamente cierta proporción entre el acto bueno y la recompensa que merece. El primer mérito es propio y exclusivo de Jesucristo hombre. El segundo alcanza a todas las almas en gracia. Mérito de congruo es el que se funda en cierta conveniencia por parte de la obra y en cierta liberalidad por parte del que recompensa (cfr. Antonio ROYO MARÍN, Teología moral para seglares, vol. I, Madrid: BAC, 1996, 102-103).