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«La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas»
Al hablar en otro artículo de la Eucaristía como Misterio de la fe (La Eucaristía y la fe), tuvimos ocasión de hacer alguna consideración acerca de esta virtud que, junto con la esperanza y la caridad, reciben el nombre de virtudes teologales porque tienen a Dios por objeto inmediato y principal y Él mismo nos las infunde.
La virtud es una disposición habitual del hombre, no un acto esporádico, aislado. Es como una segunda naturaleza a la hora de actuar, pensar, reaccionar, sentir. Una cualidad del alma que da inclinación, facilidad y prontitud para conocer y obrar el bien y que Dios. A diferencia de las virtudes adquiridas, también muy necesarias y meritorias porque son el fruto del esfuerzo personal, del ejercicio repetido de actuar consciente y libremente en orden a la perfección o al bien, el mismo Dios, por su bondad, nos infunde en el alma las virtudes teologales cuando nos hermosea con su gracia santificante, y por esta razón al recibir el Bautismo fuimos enriquecidos con estas virtudes y juntamente con los dones del Espíritu Santo. Pero no nos basta haber recibido en el Bautismo las virtudes teologales, sino que es necesario el frecuente ejercicio de sus actos[1].
La esperanza es una virtud sobrenatural con la cual deseamos y esperamos la vida eterna que Dios ha prometido a los que le sirven y los medios necesarios para alcanzarla. Ahora bien, las condiciones necesarias para alcanzar la bienaventuranza son: la gracia de Dios, el ejercicio de las buenas obras y la perseverancia en el amor divino hasta la muerte. Por eso, cuando nos falta alguna de estas condiciones, la esperanza es atacada por dos enemigos:
El ejercicio de la virtud de la esperanza nos libra de las dos sugestiones, de la desesperación y de la presunción. Tentaciones muy frecuentes en el mundo en el que vivimos y de las que ninguno podemos considerarnos libres.
Por la virtud de la esperanza, confiamos en alcanzar la vida eterna. El cumplimiento en su plenitud de ese designio de salvación -iniciado ya en la vida sobrenatural de la gracia- de hacernos “partícipes de la naturaleza divina” (2 Pe 1, 4). Esta esperanza se realiza ya de manera misteriosa y verdadera en la comunión eucarística que es comenzar a gustar esa promesa del cielo y alimentar el deseo de la posesión eterna. Es una anticipación de la vida eterna aquí en la tierra.
“Con este Sacramento la esperanza de los bienes inmortales y la confianza en los auxilios divinos maravillosamente se robustecen y confirman. Pues el deseo de la felicidad, grabado e innato en todos los hombres, se hace más agudo con los engaños patentes de los bienes terrenos, y con las injusticias de los hombres perversos y los demás trabajos del cuerpo y del alma. Empero el augusto Sacramento de la Eucaristía es causa y prenda a la vez de la divina gracia y de la gloria celestial, no ya sólo con relación al alma, sino también al cuerpo, pues él enriquece los ánimos con la abundancia de los bienes celestiales y derrama en ellos gozos dulcísimos que exceden en mucho a cuanto mucho a cuanto los hombres puedan en este punto entender ni ponderar; en las adversidades la Eucaristía sustenta; en los combates de la virtud confirma; guarda las almas para la vida eterna, y a ella conduce como viático preparado al intento”[2].
Por eso, en su discurso en la Sinagoga de Cafarnaúm, Jesucristo habla con toda claridad del Sacramento de la Eucaristía como el alimento que sostiene la esperanza de los cristianos:
“Es mi Padre quien os da el verdadero pan del cielo” (Jn 6, 32) “En verdad, en verdad, os digo, si no coméis la carne del Hijo del Hombre y bebéis la sangre del mismo, no tenéis vida en vosotros. El que de Mí come la carne y de Mí bebe la sangre, tiene vida eterna y Yo le resucitaré en el último día […] el que come este pan vivirá eternamente” (Ibid., 53-54. 59).
He aquí, pues, las maravillas de la comunión explicadas por el mismo Jesús: nos da vida eterna y resurrección gloriosa, siendo una comunidad (“comunión”) de vida con Jesús que nos hace vivir su propia vida como Él vive la del Padre[3].
Concluyo recordando que hemos de pedir a Dios con frecuencia esta hermosa virtud de la esperanza, la cual nos impulsara siempre a ejecutar nuestras acciones sólo con el ánimo de agradar a Dios y sin desesperar en las tribulaciones, viendo toda nuestra vida a la luz de la eternidad y de la recompensa que esperamos alcanzar en el Cielo y de la que ya recibimos un anticipo cada vez que nos acercamos, dignamente preparados, a recibir el Sacramento de la Eucaristía.
«La comunión de tu Cuerpo, Señor Jesucristo, que yo indigno, me atrevo a recibir, no me sea motivo de juicio y condenación: antes por tu piedad me sirva para defensa de alma y cuerpo, y para recibir mi remedio»[4].
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[1] Para todo lo relativo a las virtudes cfr. Catecismo Mayor, V, cap. 1
[2] Cfr. LEÓN XIII, Mirae Caritatis, 12.
[3] Mons. STRAUBINGER, La Santa Biblia, in Jn 6, 59.
[4] Misal Romano, Ordinario de la Misa, Oraciones del sacerdote antes de la comunión.