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27 mayo 2016 • Triduo de meditaciones eucarísticas (II): "Prenda de la Gloria futura"

Angel David Martín Rubio

La Eucaristía y la esperanza

José de Páez: "La Gloria del Cielo"

José de Páez: «La Gloria del Cielo»

Al hablar en otro artículo de la Eucaristía como Misterio de la fe (La Eucaristía y la fe), tuvimos ocasión de hacer alguna consideración acerca de esta virtud que, junto con la esperanza y la caridad, reciben el nombre de virtudes teologales porque tienen a Dios por objeto inmediato y principal y Él mismo nos las infunde.

La virtud es una disposición habitual del hombre, no un acto esporádico, aislado. Es como una segunda naturaleza a la hora de actuar, pensar, reaccionar, sentir. Una cualidad del alma que da inclinación, facilidad y prontitud para conocer y obrar el bien y que Dios. A diferencia de las virtudes adquiridas, también muy necesarias y meritorias porque son el fruto del esfuerzo personal, del ejercicio repetido de actuar consciente y libremente en orden a la perfección o al bien, el mismo Dios, por su bondad, nos infunde en el alma las virtudes teologales cuando nos hermosea con su gracia santificante, y por esta razón al recibir el Bautismo fuimos enriquecidos con estas virtudes y juntamente con los dones del Espíritu Santo. Pero no nos basta haber recibido en el Bautismo las virtudes teologales, sino que es necesario el frecuente ejercicio de sus actos[1].

La esperanza es una virtud sobrenatural con la cual deseamos y esperamos la vida eterna que Dios ha prometido a los que le sirven y los medios necesarios para alcanzarla. Ahora bien, las condiciones necesarias para alcanzar la bienaventuranza son: la gracia de Dios, el ejercicio de las buenas obras y la perseverancia en el amor divino hasta la muerte. Por eso, cuando nos falta alguna de estas condiciones, la esperanza es atacada por dos enemigos:

  • Presunción: consiste en pensar que tenemos derecho a la salvación, sin cuidarse de poner de nuestra parte los medios que nos ha mandado, incluso el cumplimiento de los Mandamientos. Es el resultado de hablar exclusivamente de la misericordia de Dios, haciendo una caricatura de este atributo divino y silenciando que, al mismo tiempo, es justo, santo y omnipotente. Presumimos también de nuestras propias fuerzas, por soberbia, y nos ponemos en medio de los peligros y ocasiones de pecado. Sí, el Señor nos promete la victoria, pero con la condición de que hemos de velar y orar y poner todos los medios de nuestra parte.
  • Desaliento y desesperación: Es el extremo opuesto. Frecuentemente vencidos en la lucha, o atormentados por los escrúpulos, algunos se desaniman, y piensan que jamás podrán enmendarse y comienzan a desesperar de su salvación.

El ejercicio de la virtud de la esperanza nos libra de las dos sugestiones, de la desesperación y de la presunción. Tentaciones muy frecuentes en el mundo en el que vivimos y de las que ninguno podemos considerarnos libres.

Por la virtud de la esperanza, confiamos en alcanzar la vida eterna. El cumplimiento en su plenitud de ese designio de salvación -iniciado ya en la vida sobrenatural de la gracia- de hacernos “partícipes de la naturaleza divina” (2 Pe 1, 4). Esta esperanza se realiza ya de manera misteriosa y verdadera en la comunión eucarística que es comenzar a gustar esa promesa del cielo y alimentar el deseo de la posesión eterna. Es una anticipación de la vida eterna aquí en la tierra.

“Con este Sacramento la esperanza de los bienes inmortales y la confianza en los auxilios divinos maravillosamente se robustecen y confirman. Pues el deseo de la felicidad, grabado e innato en todos los hombres, se hace más agudo con los engaños patentes de los bienes terrenos, y con las injusticias de los hombres perversos y los demás trabajos del cuerpo y del alma. Empero el augusto Sacramento de la Eucaristía es causa y prenda a la vez de la divina gracia y de la gloria celestial, no ya sólo con relación al alma, sino también al cuerpo, pues él enriquece los ánimos con la abundancia de los bienes celestiales y derrama en ellos gozos dulcísimos que exceden en mucho a cuanto mucho a cuanto los hombres puedan en este punto entender ni ponderar; en las adversidades la Eucaristía sustenta; en los combates de la virtud confirma; guarda las almas para la vida eterna, y a ella conduce como viático preparado al intento”[2].

Por eso, en su discurso en la Sinagoga de Cafarnaúm, Jesucristo habla con toda claridad del Sacramento de la Eucaristía como el alimento que sostiene la esperanza de los cristianos:

“Es mi Padre quien os da el verdadero pan del cielo” (Jn 6, 32) “En verdad, en verdad, os digo, si no coméis la carne del Hijo del Hombre y bebéis la sangre del mismo, no tenéis vida en vosotros. El que de Mí come la carne y de Mí bebe la sangre, tiene vida eterna y Yo le resucitaré en el último día […] el que come este pan vivirá eternamente” (Ibid., 53-54. 59).

He aquí, pues, las maravillas de la comunión explicadas por el mismo Jesús: nos da vida eterna y resurrección gloriosa, siendo una comunidad (“comunión”) de vida con Jesús que nos hace vivir su propia vida como Él vive la del Padre[3].

Concluyo recordando que hemos de pedir a Dios con frecuencia esta hermosa virtud de la esperanza, la cual nos impulsara siempre a ejecutar nuestras acciones sólo con el ánimo de agradar a Dios y sin desesperar en las tribulaciones, viendo toda nuestra vida a la luz de la eternidad y de la recompensa que esperamos alcanzar en el Cielo y de la que ya recibimos un anticipo cada vez que nos acercamos, dignamente preparados, a recibir el Sacramento de la Eucaristía.

«La comunión de tu Cuerpo, Señor Jesucristo, que yo indigno, me atrevo a recibir, no me sea motivo de juicio y condenación: antes por tu piedad me sirva para defensa de alma y cuerpo, y para recibir mi remedio»[4].

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[1] Para todo lo relativo a las virtudes cfr. Catecismo Mayor, V, cap. 1

[2] Cfr. LEÓN XIII, Mirae Caritatis, 12.

[3] Mons. STRAUBINGER, La Santa Biblia, in Jn 6, 59.

[4] Misal Romano, Ordinario de la Misa, Oraciones del sacerdote antes de la comunión.