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22 mayo 2023 • Quiero levantar mi campaña personal a favor de la llegada, más o menos masiva, de turistas

Manuel Parra Celaya

¡Bienvenidos, turistas!

Imagen de SplitShire en Pixabay

Junto al Parque Güell de Barcelona, leo una pintada más sobre el turismo: “Deja que los guiris se duchen dos veces al día”; evidentemente, quien lo ha escrito pretende concienciar a la ciudadanía del problema de la sequía que nos agobia y, sobre todo, cargar contra el turismo que, conforme se acerca el verano, forma colas para visitar aquel monumento (previo onerosa entrada al Ayuntamiento), va llenando mi ciudad y supongo que todos los rincones de España. La frasecita de marras es original y sustituye a la manida de “tourists, go home”, abundante también en aquellos y en otros parajes.

Crecen las campañas contra el turismo. Unas son institucionales, pues el Consistorio que preside la señora Ada Colau no cesa en el empeño de poner trabas a los visitantes; la ha tomado, por ejemplo, contra los cruceristas que llegan a puerto, también acusados de dispendios de energía y de agua (¿), o con la oposición a la ampliación del aeropuerto de El Prat. Otras corren a cargo de sus amigos, aliados o protegidos, como los okupas o los autores de la pintada que abre estas líneas (que, seguro, no acostumbran a ducharse, para ahorrar agua).

No sé qué ocurre en otras ciudades, pero me da en la nariz que al progresismo, tan abierto a lo de papeles para todos, no le cae nada bien que calles y plazas se abarroten de rubicundos paseantes o de señores bajitos de ojos rasgados; dicen -bonito y demagógico eslogan- que “el turismo mata los barrios”, cuando, en realidad, estos cobran vida, aunque sea algo masificada en ocasiones y rompa cierta inercia ciudadana.

Pues bien, quiero levantar mi campaña personal a favor de la llegada, más o menos masiva, de turistas a mi Barcelona y a todos los lugares de nuestra Piel de Toro, donde hay tanto que conocer y admirar; claro que, en ocasiones, me sorprendo de que lleven su fascinación por nuestras costumbres hasta el extremo de saborear paella al anochecer, bañada, para más inri, con Coca-Cola, pero se les puede perdonar. Y este voto favorable al turismo no es solamente por razones económicas, que también nos vienen al pelo dado el estado de la Nación, ni por aquello de que el turismo es cultura, que todos saben menos la señora Colau, sino que hay otros motivos que me invitan a darles la bienvenida.

El primero y principal es mi rechazo rotundo al catetismo (piadosamente, provincialismo)  que se ha adueñado de una Barcelona que, antes, era una ciudad alegre y abierta; no sé qué opinarán en otros lugares al respecto, pero me imagino que, para la mayoría, los beneficios de los turistas son más que las inevitables molestias que puedan causar, claro que con la excepción de cierta invasión de gamberros y beodos sin control -de clara procedencia inglesa, todo hay que decirlo- que van sufriendo las Baleares y otros lugares semejantes.

Descontados esos casos -que se unen al aumento de la delincuencia y de la mugre a que nos han condenado ciertas leyes-, lo cierto es que, en mi ciudad en concreto, se va advirtiendo una progresiva cerrazón de las gentes, que quisieran acaso que se restauraran las murallas medievales y los fielatos. En otras localidades catalanas, fuera de la capital, esta cerrazón es aún mayor, y tiene su origen -explícito en unos casos, implícito en otros- la extensión del nacionalismo identitario, separatista, que se acrecienta con cada irresponsable concesión del Gobierno central, al ser un excelente compañero de viaje para sus mayorías parlamentarias.

Otra razón importante para mi apoyo al turismo es que el turismo proporciona incentivos a todo tipo de iniciativas emprendedoras, que precisan de una clientela segura y fiable, frente a los ucases municipales en forma de subidas de impuestos y de controles sin fin; nada mejor que esa iniciativa particular para desafiar ese provincianismo al que nos quieren condenar. Es especialmente necesaria esta apertura de miras para superar los estrechos límites de la “cultureta”, que solo es patrocinada si lleva el sello lingüístico de la inmersión y, por otra parte, abunda en vulgaridad.

¿Molestias que proporciona el turismo? Son evidentes, y alguna las tengo que sufrir en mis carnes (y en mi descanso), por las terrazas a pie de calle que se llenan, día y noche, de grupos y de familias foráneas, que elevan eufóricamente el tono de sus acentos respectivos; pero lo tolero con paciencia, en la seguridad de que me molesta mucho más la presencia, aunque silenciosa a veces, de quienes quisieran que nos convirtiéramos en un islote.

Me agrada escuchar por las calles o en los medios de transporte hablar en diferentes idiomas, y que me pregunten por una dirección si su móvil les desconcierta; me admira contemplar rasgos de otras latitudes, por no centrarme en la belleza de algunas turistas con la piel enrojecida por el sol mediterráneo; el gesto hosco de algunos de mis paisanos me reconforta sobremanera, porque sé con certeza que este rasgo de universalidad les molesta; como en los versos de Marquina, les diría aquello de “España y yo somos así, señora”.

Es curioso que quienes defienden el “papeles para todos” y felicitan el Ramadán, olvidándose de hacerlo con la Pascua cristiana, tengan esta aversión a quienes pasarán unos días entre nosotros, visitando la Sagrada Familia, la Catedral o el monumento a Cristóbal Colón, ese que proponían derribar por no sé qué del colonialismo.

En reciprocidad, me alegro también de haber sido turista en Roma, en Viena, en Múnich o en Salzburgo, donde no me he sentido forastero o mal mirado por sus gentes; espero seguir viajando en la medida de mis posibilidades en mi condición de turista, abriéndome a otras variedades culturales y a otras costumbres, y lamentando, eso sí, causar alguna pequeña molestia a los moradores de los lugares que he visitado o visitaré.