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30 enero 2023 • En ambos casos -la Estrella y la Cruz-, pongo los ojos arriba

Manuel Parra Celaya

La vida en los sonetos

Imagen de Mario en Pixabay

Si las mejores palabras sobre el amor se encierran mejor en los endecasílabos del clásico Garcilaso de la Vega (“por vos nací, por vos tengo la vida”) que en las Rimas del romántico Bécquer, pueden encontrarse lo que son acaso excelentes guías para las ideas y los valores en otro soneto clásico de nuestra época, como es el inmortal Envío de Ángel María Pascual.

El templo de la Sagrada Familia de Barcelona sigue luciendo en uno de sus inacabados pináculos una refulgente estrella, que ya ha sobrevivido a dos Navidades y a ciertos reparos del Ayuntamiento. La puedo ver brillar en cada anochecida y su simbolismo viene a ser para mí similar al que me sugiere, cada verano, al circular por la M40 en dirección a Ávila y Salamanca, la monumental Cruz del Valle de los Caídos que preside la sierra madrileña. En ambos casos -la Estrella y la Cruz-, pongo los ojos arriba, como dice el último endecasílabo del soneto del poeta navarro.

Lo malo es que estamos demasiado acostumbrados a mirar hacia abajo, a fijar nuestras miradas preferentes en lo más chico y chaparro de nuestro entorno, en lo más ruin que produce nuestro contexto histórico; ahí ponemos tanto el interés, con cierto morbo en deleitarnos con las bajezas de sus protagonistas, con total imposibilidad de siquiera sospechar que existe algo más elevado y digno de ser contemplado con los ojos del alma.

Por ese motivo, nuestras aspiraciones son limitadas, burguesas podría decirse, y nos contentamos fácilmente con los posibles remedios que se nos ponen ante la vista para salir de los aprietos evidentes en que nos encontramos. Nos hemos acostumbrado a la mediocridad, a un simple vivir, sin el menor deseo de llegar a algo más alto, a fijar nuestras expectativas más arriba.

Esta perspectiva habitual -humilde hasta rozar o entrar de lleno en la sumisión- implica también la carencia de las virtudes del esfuerzo y de la constancia en nuestros posicionamientos, y esto en todos los ámbitos de la existencia humana. Así, en lo religioso, somos capaces de momentos concretos de atrición por nuestras faltas, o de exaltación puramente emotiva en instantes de piedad, pero solemos perder de vista cuál es nuestro papel en el mundo con vistas al destino trascendente que nos ha sido ofrecido como hijos de Dios.

De igual forma, en los ideales sociales y políticos, podremos vibrar ocasionalmente al ver ondear banderas y sentirnos número en una manifestación, pero olvidamos fácilmente que el patriotismo, por ejemplo, es un valor que debe ser ejercido en todas las circunstancias y lugares y expresado ante cualquier auditorio y ejercido, como pedagogía, en las posibles ocasiones y lugares susceptibles de convertirse en aulas de ejemplo y predicación. También en esos casos, la pura emotividad instantánea priva sobre la mirada y el gesto hacia arriba.

Otro tanto puede decirse de los valores que se derivan del patriotismo -civismo y ciudadanía-, que suelen circunscribirse cómodamente al puntual ejercicio de depositar un voto en la urna cada cierto tiempo -siempre en búsqueda del mal menor-, pero resultan renuentes para la perseverancia en un compromiso.

Por ello, no es extraño que siempre seamos tendentes al desaliento, o nos centremos más en expresar la opinión negativa (los anti que denunciaba Ortega, los abajo o fuera, como desahogos o gritos casi tribales…) que en afirmar la positividad de intenciones y anhelos, esa que resultaría, como producto de la razón y el sentimiento al unísono, si fuéramos capaces de poner los ojos arriba, hacia lo alto, donde están la Verdad y la Belleza.

Con estas actitudes, no es extraño que seamos pasto constante de la dictadura del miedo que ejercen sobre nosotros por doquier: anteayer, era la pandemia; ayer, la amenaza de la extensión del conflicto bélico en Europa; hoy, la noticia de la pseudociencia de que el núcleo de la tierra puede llegar a girar en sentido inverso.

Nos impulsan también a mirar hacia abajo, sin elevar los ojos, las culpabilizaciones constantes de que nos hacen objeto; somos, así, responsables directos de un cambio climático elevado a dogma de la fe laicista; o inconscientes colaboradores de la persistencia del heteropatriarcado y del machismo; o cómplices de la amenaza constante contra las libertades y la democracia

Los rebaños, dóciles a las directrices de los rabadanes y obedientes a los ladridos mediáticos de sus canes, solo miran al suelo, atentos al sustento habitual que les pueden proporcionar las hierbas del páramo; quizás, de vez en cuando, alguna oveja inicia un trotecillo díscolo, sin dejar de buscar la brizna mejor, pero es fácilmente reconducida y encerrada luego en el redil.

Solo la mirada del montañero que aspira a la cumbre, del caminante que se considera peregrino hacia una Ciudad y un Santuario, del ser humano que sostiene valores e ideales contra viento y marea, pueden dirigirse hacia arriba, sin contentarse con los señuelos que le ponen cada día ante sus ojos, a veces condicionados con orejeras.

Reconozcamos, eso sí, a fuer de realistas, lo mediocre y plantémosle cara para rechazarlo (con los pies en suelo y la vista por encima de las nubes, oí una vez); y, sobre todo, superemos -como en el soneto Envío– nuestras debilidades, nuestros desengaños diarios, la ausencia de voces seguras o la evidencia de haber quedado fuera de lo que creíamos nuestro propio solar. Y terminemos, siempre y constantemente, poniendo los ojos arriba, siempre arriba.