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15 noviembre 2022 • ¿no advierten ustedes que vamos perdiendo constantemente algo de libertad, de forma subrepticia o manifiesta?

Manuel Parra Celaya

¿Libertad, para qué?

Los expertos saben de sobra que la frase que antecede es el Lenin. No es extraño que muchos de los desengañados del marxismo la recordaran a la hora de revisar sus ensueños, teorías y conciencias; así, Albert Camus: “Incluso aunque la sociedad resultara transformada de súbito y se volviera decente y confortable para todos, si en ella no reinara la libertad seguiría siendo una barbarie (…). Si alguien os retira el pan, suprime al mismo tiempo vuestra libertad. Pero si alguien os arrebata vuestra libertad, tened la seguridad de que vuestro pan está amenazado, pues ya no depende de vosotros y de vuestra lucha, sino de la buena voluntad de un asno”.

Bajemos la tensión de este comienzo abrupto e introduzcamos algo en clave de humor. Recuerdo un viejo chiste de La Codorniz en el que un personaje pontificaba: “Cuando la libertad se utiliza para ser libres, ya no es libertad, sino libertinaje”. También podríamos recordar el discurso de don Quijote sobre la libertad, pero, según los mejores cervantistas, también es irónico, puesto que el Hidalgo ha conseguido escapar del acoso de Altisidora.

Y centrémonos en la actualidad que nos envuelve día a día. A pesar de que se han eliminado o suavizado las medidas ocasionadas por la pandemia de la Covid, ¿no advierten ustedes que vamos perdiendo constantemente algo de libertad, de forma subrepticia o manifiesta? Y no me centro exclusivamente en la evidencia española, sino que me parece que , de hecho, todo el mundo occidental y aquellos otros pedazos del globo terráqueo sometidos a la Globalización neoliberal y neomarxista padecen situaciones similares, acaso con un poco más de apertura más allá de los Pirineos.

Las coartadas para estos recortes a la libertad acostumbran casi siempre a ser magníficas y dignas de encomio: ora la seguridad, personal o colectiva; ora la necesidad imperiosa de organizar una sociedad compleja; ora la salvación del planeta; ora el ecologismo; ora la convivencia y la paz cívica, ora la salud… Sin embargo, parece que todas estas excusas no logran los objetivos grandilocuentes que transmiten los preámbulos de las leyes y decretos.

Nada más lejos de mi intención hacer una apología del atávico y carpetovetónico “mi real gana”, pues sigo afirmando que no puede existir libertad si no es dentro de un orden, pero que cada día siento más la tentación de salirme del guion, ese que nos están escribiendo con suave pluma de ave y ardiente tinta de fuego; es un trágala constante y persistente, en forma de goteo, que es asumido de forma inconsciente por nuestra parte, y deviene en una verdadera catarata de prohibiciones. Prohibir: he aquí el verbo preferido de los hijos y nietos del mayo del 68, los que, al llegar al poder, arrinconaron el manido eslogan de sus rebeldes antecesores y han encontrado gusto en instaurar el totalitarismo democrático.

Todo aparece bajo la fórmula de la prohibición y encauzado en los estrechos límites que establecen sus normas; por supuesto, también con la amenaza de la sanción al infractor. En esta situación se encuentran, por ejemplo, el que pretende desbrozar su propiedad agraria, el excursionista que quiere gozar de la montaña y salirse de los senderos marcados, el ganadero que ve como mengua su rebaño de ovejas merced a la protección a ultranza del hermano lobo, el cazador obligado a guardar su escopeta en el desván y convertir sus perros en vulgares caniches de compañía, el emprendedor que pretende crear su empresa y se ve coartado por una burocracia infernal, el que espera recibir una ayuda necesaria para subsistir y se ve envuelto en una vorágine digna de la codornicesca oficina siniestra

No queda lejos de este Syllabus inquisitorial el sencillo automovilista, estúpidamente obligado a no superar los 20 o 30 Kms. en según qué tramos ciudadanos (pregunta a los especialistas: ¿no se contamina más con marchas cortas?), a no sobrepasar los a veces absurdos límites de velocidad en carreteras y autopistas despejadas, o a malconvivir con los, en ocasiones, incívicos patinetes, o a esconder su vehículo para no circular por las llamadas áreas de baja contaminación, aunque los tribunales hayan echado por tierra los ucases municipales… No quiero ni aludir a la persecución furibunda del fumador, que está llegando a invadir los ámbitos de la intimidad, porque soy de casa.

Se me dirá que todo lo enumerado es superficial y anecdótico; no así, sin embargo, las coacciones sobre el pensamiento y la libre opinión en lo tocante a la historia, la biopolítica, la antropología o la moral, siempre pendientes de las denuncias: una espesa capa de moralina tapa cualquier expresión pública (y aun privada en ocasiones) que escape de la corrección política impuesta como un nuevo catecismo laicista. En resumen, leyes, decretos y reglamentos, cada vez más coercitivos, nos sitian por doquier; cualquier iletrado y demagogo que ocupa una poltrona puede decidir sobre qué deben o no hacer, pensar o no pensar, decir o no decir, los ciudadanos de a pie.

¿Exagero con este panegírico a favor de la libertad? Puede que sí, como siempre ocurre cuando tus palabras las dicta una sensación de impotencia. En ocasiones, da pie a la añoranza y a repetir aquello de cualquiera tiempo pasado fue mejor, lo que, a su vez, puede caer bajo las garras de las memorias democráticas.

Se me ocurre que todo el cúmulo de prohibiciones que nos agobia podría sustituirse con la sencilla fórmula de la Educación: educar al peatón, al automovilista, al ciclista, al adolescente de hormonas sobrecargadas, al escolar que debe respetar la autoridad del profesor y la dignidad de sus compañeros… Educar, en suma, en todos esos valores que están siendo menospreciados por los dictadorzuelos. Educar en los derechos y en las obligaciones propios de toda sociedad civilizada y libre. Y terminemos otra vez con Albert Camus en su viaje de retorno del marxismo: La libertad no está hecha en primer lugar de privilegios, está hecha sobre todo de deberes”.