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14 junio 2022 • La "cultura de la denuncia", de patente yanqui, ha sido importada en todo el mundo

Manuel Parra Celaya

Te mandaré a mis abogados

Simón Vouet: «Alegoría de la Justicia» (1637-38)

Parece que se van apagando los ecos, a Dios gracias, del juicio entre Amber Heard y Johnny Deep, y ahora está en el candelero la separación entre Piqué y Shakira, para uso y disfruto de las marujas y marujos (de todo hay). La resonancia de esta segunda noticia no ha alcanzado, sin embargo, la de la primera, que por algo somos una especie de colonia del amigo americano, puesto al volante de la Globalización inmisericorde.

Francamente, ambos temas me importan un pito; ni soy lector de la prensa del corazón ni especial fan de Piratas del Caribe, que considero una parodia tecnificada de aquellas películas de verdaderos piratas que llenaron la imaginación en mi infancia. Pero me fijé en el caso Deep-Heard por la implicación ideológica que contenía: nada menos que el #Me too, buque insignia del Feminismo Radical. Hace poco, también me interesé por el caso de Plácido Domingo, pero con el añadido de mi admiración del gran tenor.

De entrada, me apresuro a declarar solemnemente que nunca ha entrado entre mis debilidades acosar sexualmente a señora o señorita alguna y, en estos últimos tiempos, hasta bajo pudorosamente la vista cuando me cruzo en la calle con alguna de buen ver, y mi esposa puede dar fe de ello. Por si las moscas.

La escalada del me too se ha añadido a lo que llamé hace tiempo la cultura de la denuncia, también de patente yanqui e importada a todo el mundo, especialmente en nuestros lares, por aquello que dejó escrito Ortega en su artículo Democracia morbosa: “Las cosas buenas que en el mundo acontecen obtienen en España un pálido reflejo. En cambio, las malas repercuten con increíble eficacia y adquieren entre nosotros mayor intensidad que en parte alguna”. Es decir, muchos de nuestros compatriotas aún no se han quitado la impronta de catetos…

Tuve ocasiones de comprobar la resonancia de la cultura de la denuncia en el ejercicio de mi profesión docente; recuerdo especialmente a una airada mamá de alumno cuyo hijo había sido sorprendido falsificando un examen; ante las pruebas abrumadoras, la señora me espetó un amenazador “Ya le enviaré a mis abogados”, dando a entender que eran legión; lógicamente, aquella estupidez quedó en bravata.

Pero ahora, con la demencial legislación que se ha sacado de la manga (es un decir) el sector morado del Gobierno de Sánchez, ningún varón puede alegar presunción de inocencia, pues se da por seguro que es un presunto acosador o agresor sexual, dada su condición masculina, y seguro que ningún picapleitos se va a quedar sin trabajo. Una vez más -como en Educación, como en la separación de poderes, como en memorias históricas, como en tantas cosas…- la Ideología Oficial del Pensamiento Único se pone por encima de la razón y del sentido común.

Recientemente, incluso antes de la aprobación de la ley de marras, he tenido noticia cercana de un caso sangrante: un marido, hombre tímido, incapaz de matar una mosca, se encontró amanillado por los Mossos d´Esquadra y conducido al juzgado, por la falsa denuncia de una bruja (perdonen la manera de señalar) que tenía diferentes perspectivas de futuro que la vida conyugal junto a su inocente esposo; menos mal que la jueza, en este caso, se olió la tostada, amonestó a los Mossos por su precipitación, devolvió la libertad al acusado en falsedad y apercibió a la denunciante de que la próxima vez que la viera sería ella la acusada. No sé si el ejemplo puede extenderse a muchos otros casos, dados los tiempos que corren.

Examinemos la cuestión desde dos puntos de vista. El primero y principal es la afirmación rotunda del respeto que merece toda persona, sea hembra o varón, en función de la dignidad humana que tiene como principal atributo; por ello, las legislaciones positivas deben contener aspectos que se conviertan en sentencias probadas y justas contra todo aquel o aquella que vulneren esta dignidad, sea en el aspecto sexual o en cualquier otro. La igualdad ante la ley debe ser intocable, sin ser puesta en entredicho por consideraciones ideológicas.

El segundo punto de vista, relacionado con el anterior, es la denuncia y persecución sin paliativos de todos los casos de granujas y pícaros taimados -aplíquese la condición genérica y universal del género masculino- que intentan sacar tajada, económica en el mejor de los casos, amparándose en leyes absurdas; por muchos abogados que formen a las espaldas del hipócrita denunciante, es tarea de los jueces, no solo absolver al acusado, sino aplicar la máxima dureza a los impostores.

Sería deseable, en general, que fuera desapareciendo de nuestra sociedad la cultura de la denuncia importada, y quedara solo como divertimento de la prensa del corazón y los “sálvames” cuando se refiera a estrellas de Hollywood, cantantes o futbolistas. Los derechos legales no deben amparar los fraudes.

Y, como norma general para ello, se podría aplicar aquello que me enseñaron de niño: ser sobrio en el uso de mis derechos y generoso en el cumplimiento de mis deberes. Así sea.