Widgetized Section

Go to Admin » Appearance » Widgets » and move Gabfire Widget: Social into that MastheadOverlay zone

3 junio 2022 • Rito Romano Tradicional

Marcial Flavius - presbyter

Domingo de Pentecostés: 5-junio-2022

Lectura de los Hechos de los Apóstoles (Hch 2, 1-11)

Al cumplirse el día de Pentecostés, estaban todos juntos en el mismo lugar. De repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos. Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu les concedía manifestarse. Residían entonces en Jerusalén judíos devotos venidos de todos los pueblos que hay bajo el cielo. Al oírse este ruido, acudió la multitud y quedaron desconcertados, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua. Estaban todos estupefactos y admirados, diciendo: «¿No son galileos todos esos que están hablando? Entonces, ¿cómo es que cada uno de nosotros los oímos hablar en nuestra lengua nativa? Entre nosotros hay partos, medos, elamitas y habitantes de Mesopotamia, de Judea y Capadocia, del Ponto y Asia, de Frigia y Panfilia, de Egipto y de la zona de Libia que limita con Cirene; hay ciudadanos romanos forasteros, tanto judíos como prosélitos; también hay cretenses y árabes; y cada uno los oímos hablar de las grandezas de Dios en nuestra propia lengua».

Evangelio (Mc 16, 14-20)

En aquel tiempo dijo Jesús a sus discípulos: «El que me ama guardará mi  palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él. El que no me ama no guarda mis palabras. Y la palabra que estáis oyendo no es mía, sino del Padre que me envió. Os he hablado de esto ahora que estoy a vuestro lado, pero el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre, será quien os lo enseñe todo y os vaya recordando todo lo que os he dicho. La paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro corazón ni se acobarde. Me habéis oído decir: “Me voy y vuelvo a vuestro lado”. Si me amarais, os alegraríais de que vaya al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Os lo he dicho ahora, antes de que suceda, para que cuando suceda creáis. Ya no hablaré mucho con vosotros, pues se acerca el príncipe de este mundo; no es que él tenga poder sobre mí, pero es necesario que el mundo comprenda que yo amo al Padre, y que, como el Padre me ha ordenado, así actúo.

El Greco: «Pentecostes» (1597)

Reflexión

I. La palabra «Pentecostés» que da nombre a este Domingo, significa «el día quincuagésimo», o «el día número cincuenta» y procede de una fiesta religiosa que los judíos celebraban cincuenta días después de la Pascua como acción de gracias a Dios por la recolección de la cosecha y que posteriormente algunos interpretaron como un recuerdo de la promulgación de la Ley en el monte Sinaí[1].

Diez días después de la Ascensión del Señor a los cielos, al llegar el día de esta fiesta de Pentecostés, el Espíritu Santo descendió sobre los Apóstoles que «perseveraban unánimes en la oración» junto con la Virgen María y otros discípulos (Hch 1, 14). El relato de san Lucas (Hch 2, 1-11) está lleno de simbolismo: «De repente, se produjo desde el cielo un estruendo, como de viento que soplaba fuertemente, y llenó toda la casa donde se encontraban sentados. Vieron aparecer unas lenguas, como llamaradas, que se dividían, posándose encima de cada uno de ellos» (Hch 2, 2-3). Estos signos evocan la manifestación de Dios en el monte Sinaí cuando, al darle la Ley, constituyó a Israel como su pueblo. Ahora, con los mismos rasgos se manifiesta al nuevo Pueblo de Dios que es la Iglesia. El viento significa la novedad trascendente de su acción en la historia de los hombres y el «fuego simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu Santo»[2].

El Espíritu Santo confirmó en la fe a los Apóstoles, los llenó de luz, de fortaleza, de caridad y de la abundancia de todos sus dones. A partir de entonces, la Iglesia naciente empezó a anunciar y dar testimonio del Evangelio (cfr. Hch 2, 14ss), proclamando que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, que murió por nosotros y resucitó. En esta fiesta de Pentecostés reconocemos «la imagen de todos aquellos beneficios espirituales que se esparcieron por el mundo con el nacimiento de la iglesia cristiana y la venida del Espíritu Santo y que los Apóstoles comunicaron a todas las naciones como primicias de la iglesia»[3].

II. En el Evangelio (Jn 14, 23-31), Jesús se refiere a la acción del Espíritu Santo en el alma al hablarnos de la vida de la gracia. Sus palabras, tomadas del discurso a los Apóstoles después de la institución de la Eucaristía el Jueves Santo, anuncian cómo los cristianos estamos llamados a participar en la misma vida divina de Cristo resucitado mediante la acción del Espíritu Santo. La presencia de la Santísima Trinidad de la que habla Jesús no se produce por una simple asistencia externa sino estableciendo su morada en el alma de los discípulos: «El que me ama guardará mi palabra, y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él» (Jn 14, 23).

El Espíritu Santo hace partícipes a los hombres de la vida misma divina o vida de la gracia. Y no solamente se reciben sus dones sino también al mismo Espíritu, que es el don primero e increado: « el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado» (Rom 5, 5). Es decir, nuestra vida cristiana es auténtica vida sobrenatural y se desarrolla bajo la acción vivificadora y transformadora del Espíritu Santo. De ahí la altísima dignidad del bautizado, que se convierte en templo y morada de la Santísima Trinidad. Un cristiano en gracia de Dios puede decir, como san Pablo: «es Cristo quien vive en mí» (Gal 2, 20). Esta revelación nos muestra hasta dónde llega la obra santificadora del Espíritu Santo, que pone en nosotros su propia fuerza para hacernos capaces de corresponder al amor con que Dios nos ama[4].

En ocasiones (cfr. Rom 8, 8-17) el apóstol san Pablo presenta esta acción del Espíritu Santo en nosotros desde el aspecto de la filiación divina. «Cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios» (v. 14). La forma verbal utilizada («se dejan llevar») subraya cómo es el Espíritu Santo el que toma la dirección, el timón de nuestra vida cuando nos entregamos a Él con la confiada docilidad de los que se saben hijos de Dios. Gracias al Espíritu, el cristiano puede participar en la vida de Cristo, Hijo de Dios por naturaleza. Esta participación viene a ser una adopción filial y por eso puede llamar a Dios «Abbá, Padre», como lo hacía Jesús. «El espíritu de filiación o adopción divina se conoce en cuanto que aquel que lo recibe es movido por el Espíritu Santo a llamar a Dios su Padre» (san Juan Crisóstomo).

«El que me ama guardará mi palabra» (Jn 14, 23). Esta es la condición para que las Personas divinas habiten en nosotros: amar a Cristo. Lo cual no es un puro sentimiento, sino que supone «guardar su palabra», la actitud de fidelidad a Él y cada una de sus enseñanzas. De esta manera, la vida según el Espíritu es un vivir según Dios que informa la conducta del cristiano: pensamientos, deseos y obras se ajustan a lo que el Señor pide en cada instante y se realizan al impulso de la acción del Espíritu Santo en nosotros.

III. En la celebración litúrgica de Pentecostés se nos invita a profesar nuestra fe en la continua presencia y acción del Espíritu Santo y a invocar su efusión sobre nosotros, sobre la Iglesia y sobre el mundo entero. Por intercesión de la Virgen hagamos nuestra la invocación del Salmo: «Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra» (ant. aleluya; Sal 103). Procuremos preparar bien nuestras almas para que el Espíritu Santo nos llene con sus gracias, nos fortalezca y santifique y seamos fieles para corresponder a sus dones con una vida de santidad como hijos de Dios.


[1] Cfr. Francesco SPADAFORA (dir.), Diccionario bíblico, Barcelona: Editorial Litúrgica Española, 1959, 463-464.

[2] Cfr. CATIC 691 y 696.

[3] Francesco SPADAFORA (dir.), ob. cit., 464.

[4] Cfr. Juan STRAUBINGER, La Santa Biblia, in: Jn 14, 26; Rom 5, 5; 8, 14.