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22 noviembre 2021

Manuel Parra Celaya

La deconstrucción de España

El concepto y la Idea de España están en trance de deconstrucción. Y no solo una idea concreta y particular -la suya o la mía, ambas respetables- sino que se pretende deconstruir la propia realidad histórica como drama colectivo -en expresión de Julián Marías-, que es la que sustenta ese concepto y esa Idea, con mayúscula, o proyecto vital de las distintas generaciones. Lo que ocurre es que la solidez de la herencia, arraigada en muchos (no en todos) los españoles opone férrea resistencia pasiva al intento.

Podríamos decir que esta labor de zapa lleva ejerciéndose, de forma más o menos evidente, desde hace más de cuarenta años, por centrarnos en la época coetánea. Empezó, como no puede ser menos al usar de las tesis gramscianas, por el lenguaje, porque ya sabemos de sobra que la deconstrucción de este da lugar, de forma inexorable, a la del pensamiento; así, recordamos como se extendieron los sintagmas “este país” -figura preferente de los políticos de ámbito nacional- y “Estado español” -en boca de los políticos autonómicos. El nombre rotundo de España quedó casi reducido a la esfera militar, haciendo buena aquella definición de que el Ejército es la salvaguarda de lo permanente y, quizás, la referencia spengleriana al pelotón de soldados

Estas deconstrucciones del lenguaje y del pensamiento en torno a España fueron paralelas al ninguneo de los símbolos nacionales, especialmente en los lugares de nuestra geografía donde privaban los particularismos localistas, ya derivados en nacionalismos insolidarios, ya en francos separatismos. El paso siguiente es deconstruir el propio cuerpo de España, histórica, política y geográficamente.

Se ha borrado la Idea de España de los planes educativos, lo que ha llevado a Gregorio Luri, por ejemplo, a afirmar que “en España no existe ninguna pedagogía del patriotismo, Esas cosas dan vergüenza a nuestros pedagogos,”, e, incluso, en no pocos textos escolares, a menospreciar o tergiversar la historia o a frivolizar acerca de su realidad actual. Por supuesto, el cine -subvencionado por el Estado- contribuye poderosamente a esta deconstrucción, generalmente por la vía del ridículo o de la caricatura, y esto a diferencia de otras naciones de nuestro entorno, en las que la pantalla sirve -a veces, de modo exagerado- a la exaltación de los valores nacionales.

Podríamos seguir con esta enumeración en diversos ámbitos, pero, una vez aceptado el diagnóstico, conviene analizar las causas eficientes de esta deconstrucción. Y no es ningún dislate atribuir una responsabilidad generalizada al propio Régimen del 78, sea por acomplejamiento, cobardía, inacción, omisión y, en algunos casos, acción directa deconstructora o complicidad manifiesta con los inductores.

Tirando por elevación, encontraríamos al Sistema en el que estamos inmersos, ese que interfiere o simplemente dicta las pautas que deben seguir gobiernos y regímenes; esta responsabilidad del Sistema no solo es debida a su componente de relativismo en cuanto a valores, propio del neoliberalismo, o al de la animadversión hacia estos, en su componente izquierdista; ambas alas, aliadas ambas posturas en su finalidad última, manifiestan una intencionalidad clara de deconstrucción de las esencias nacionales en favor de la Open Society, de la Globalización o del supuesto programa del N.O.M.

Sin embargo, observamos que el efecto de esta estrategia global no ha tenido el mismo efecto en otras naciones de nuestro marco de referencia. ¿Será que tienen más arraigada su idea de nación que nosotros? Habría mucho que debatir en este punto. Tampoco se puede obviar la evidencia de un reverdecer –causal y no casual– de los viejos y manidos tópicos de las leyendas negras, que se han podido detectar, por ejemplo, en la ineficacia de las órdenes de extradición a los golpistas del 17 en el seno de la Unión Europa o en ese indigenismo montaraz -también causal, no se olvide- en América.

Sin descartar  ninguna de estas causas exteriores, no tenemos más remedio que acusar directamente a los propios gobiernos españoles de este afán de deconstruir España: unos, por su obsesión en cumplir perrunamente los mandatos del Sistema, especialmente en la eficacia en la gestión económica; otros, porque su leit motiv se centra en las ideologías oficiales, biológicas, antropológicas y éticas, y el patriotismo no suele figurar -salvo honrosas excepciones personales- en el frontispicio de sus valores y aspiraciones. Todos los gobiernos, sin excepción, han impulsado o contribuido a esta deconstrucción de España; incluso, en los momentos en que las apariencias parecían desmontar esta intención, se minusvaloró el patriotismo añadiéndole la coletilla de constitucional, como si la nación no fuera un valor superior al de cualquier ordenamiento legal y este no descansara en aquella, y se favorecieron los particularismos autonómicos de manera ostensible. En la actualidad no cabe la menor duda de esta contribución gubernamental a la tarea deconstructora.

Se me ocurre que debe imponerse deconstruir lo deconstruido, valga la redundancia; es decir, reafirmar desde abajo y desde dentro (ya que no es posible desde arriba) la Idea, el conceto y la realidad histórica de España. Esta es una parte esencial de ese combate cultural que los pusilánimes o los ineptos se empeñan en desconocer, y que compete a la sociedad civil.

Y lo primero es relegar con rotundidad los epítetos vergonzantes o hipócritas, que no son más que señuelos lingüísticos: desde el conservadurismo al progresismo, desde la derecha o ultraderecha hasta la izquierda (ya sabemos que una ultraizquierda no existe parta los medios; o darles el mismo valor que tienen en otras naciones, donde cualquier ciudadano que se manifiesta, incluso airadamente, en las calles ve presidida su protesta por su bandera nacional. Y ello es porque el grado de deconstrucción de su patria no ha alcanzado los niveles que aquí han adquirido auténtica gravedad.