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21 septiembre 2019 • Rito Romano Tradicional

Marcial Flavius - presbyter

15º Domingo después de Pentecostés: 22-septiembre-2019

Evangelio

Lc 7, 11-16.

En aquel tiempo: Iba Jesús a una ciudad llamada Naín he iban con Él sus discípulos y una gran muchedumbre. Y cuando llegó cerca de la puerta de la ciudad, he aquí que sacaban a un difunto, hijo único de su madre, la cual era viuda, e iba con ella gran acompañamiento de gente de ciudad. Luego que la vio el Señor, movido a compasión por ella, le dijo: «No llores. Y acercóse, y tocó el féretro. Y los que lo llevaban se detuvieron. Dijo entonces: «Mancebo, a ti te digo, levántate.» Y se sentó el que había estado muerto, y comenzó a hablar. Y le entregó a su madre. Con esto, sobrecogióles a todos gran miedo, y glorificaban a Dios, diciendo: «Un gran profeta ha surgido entre nosotros» y «Dios ha visitado a su pueblo».

Reflexión

«Poco después del Sermón Montano, en el Segundo Ministerio Galileo, vino la resurrección del innominado que llamamos con el largo nombre de “Hijo Único de la Viuda de la Ciudad de Naím”. Nadie le rogó o exigió que lo hiciera, se conmovió por las lágrimas de la madre: detuvo con la mano el portaféretro llevado por cuatro hombres, dio un mandato imperioso, y el joven se incorporó y comenzó a hablar. Era en las afueras de la ciudad, en el lugar donde se cavaban los` sepulcros. “Y se lo entregó a su madre.” El evangelio registra la conmoción de la turba: “se asustaron, alabaron a Dios y dijeron: un gran profeta ha aparecido: Dios ha acogido de nuevo a su pueblo”. Y añade que corrió la voz por toda Judea y sus aledaños. “¿Qué es esto? ¿Cuándo se ha oído nunca que un hombre pueda resucitar muertos?”. Cristo no oró largamente, ni se echó sobre el cuerpo del difunto, como el profeta Elías sobre el otro hijo de la otra viuda de Sarepta: simplemente gritó: “Yo te lo mando”; y fue obedecido. ¿Mandó a quién? ¿Al joven? ¡Mandó a la Muerte! […]

En resumen, pasó un Resucitador por el mundo y nació en el mundo una esperanza más grande que todos los siglos; la cual no morirá. Uno que ya no tenía esperanza ha escrito: “Jesús es simplemente la esperanza más grande que ha pasado por la Humanidad”…» (Leonardo CASTELLANI, El evangelio de nuestro Señor Jesucristo)

La meditación del milagro de Jesús que nos presenta el Evangelio de este Domingo nos invita a pensar en nuestra propia resurrección que forma parte de los artículos de la fe que profesamos en el Credo: Creo en la resurrección de la carne.

La fuerza de este artículo para asegurar la verdad de nuestra fe radica en que en él se apoya la esperanza de nuestra salvación como en fundamento muy firme; ya que, como razona el Apóstol, «si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo resucitó; y si Cristo no resucitó, vana es nuestra predicación, y vana es también vuestra fe» (1Cor 15, 13-14); razón por la cual las Sagradas Escrituras lo proponen frecuentemente a la fe de los fieles, mientras que la impiedad, por su parte, se esfuerza cuanto puede por hacerla olvidar, desdibujando la virtud de la esperanza. Otras veces se la deforma, haciendo equivalente resurrección a felicidad eterna, como si la muerte fuera de suyo el tránsito a la gloria del Cielo, olvidando la realidad del juicio.

Qué se entiende por resurrección de la carne

Se llama «resurrección de la carne» a la resurrección de los hombres, por dos razones:

1º La primera, para enseñar que, siendo el alma inmortal, sólo el cuerpo resucitará. Por lo tanto, carne significa aquí cuerpo. De las dos partes de que consta el hombre, alma y cuerpo, sólo el cuerpo se corrompe y es capaz de resucitar.

2º La segunda, para que la resurrección no se entienda únicamente de lo espiritual, esto es, del paso del alma de
la muerte del pecado a la vida de la gracia, sin referencia a lo corporal.

El concepto claro que hoy tenemos de esa visión beatífica del alma separada del cuerpo es, ciertamente, una preciosa verdad, que contiene una nueva manifestación de la divina misericordia. Pero no debe hacernos olvidar que en Ap 6, 10 s. esas almas claman por la plenitud de su destino, la cual tendrá lugar cuando Cristo, trayendo consigo su galardón (Ap 22, 12), retorne de los cielos “desde donde esperamos al Salvador, el Señor Nuestro Jesucristo, el cual transformará nuestro vil cuerpo para que sea hecho semejante a su Cuerpo glorioso” (Flp 3, 20 s.). De ahí que San Pablo llame a la resurrección “la redención de nuestros cuerpos” (Rom 8, 23). (Mons.STRAUBINGER, La Sagrada Biblia, in: Job 19, 25ss).

2º Pruebas de la futura resurrección de los cuerpos

La resurrección de los cuerpos puede afirmarse a partir de la Sagrada Escritura, que la afirma expresamente en múltiples pasajes tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento. Recordemos al respecto las explicaciones del Apóstol escribiendo a los Corintios (1Cor 15, 12-22) y a los Tesalonicenses (1Tes 4, 13-18).

La razón humana, por su parte, mediante semejanzas y argumentos naturales, demuestra la suma conveniencia de lo que la fe nos enseña (cfr. Catecismo Romano, Del 11º artículo):

• Siendo inmortales las almas, y teniendo, como parte que son del hombre, una inclinación natural a sus propios cuerpos, es contrario a su naturaleza que permanezcan para siempre apartadas de los mismos; y como lo que se opone a la naturaleza y es violento no puede ser perpetuo, parece ser conforme a razón que se vuelvan a unir con sus respectivos cuerpos.

• Habiendo Dios establecido con toda justicia castigos para los malos y premios para los buenos, y muriendo muchísimos de los primeros sin pagar las penas merecidas, y gran parte de los segundos sin recibir el premio de la virtud, forzoso es que las almas vuelvan a unirse con sus cuerpos, para que también los cuerpos, de que los hombres se valieron como de instrumentos del pecado, sean castigados o premiados juntamente con el alma, según sus malas o buenas obras.

• Finalmente, los hombres no pueden alcanzar perfecta felicidad de todos los bienes mientras el alma estuviera separada del cuerpo; ya que, así como cualquier parte separada de su todo es imperfecta, así lo es el alma mientras no esté unida a su cuerpo; por lo que la resurrección de los cuerpos es necesaria para que nada le falte a la suma felicidad del alma.

Todos los hombres han de resucitar

1º Tanto los buenos como los malos, sin distinción, aunque no haya de ser igual el estado de todos, porque «saldrán los que hayan hecho el bien para una resurrección de vida, y los que hayan hecho el mal, para una resurrección de juicio» (Jn 5, 29).

2º Muy distinto será el estado de los cuerpos resucitados, ya que los cuerpos de los justos tendrán ciertas propiedades de que carecerán los cuerpos de los réprobos:

Impasibilidad, por la que el cuerpo no sufrirá ninguna molestia, ni dolor, ni incomodidad: «Se siembra un cuerpo corruptible, dice San Pablo, y resucita uno incorruptible» (1Cor 15, 42).

Claridad, por la que el alma comunicará al cuerpo la suma felicidad de que goza, haciéndolo resplandeciente como el sol: «Se siembra en estado de vileza, resucitará con gloria» (1Cor 15, 43). Sin embargo, no todos los cuerpos gloriosos serán igualmente resplandecientes, pues diferente será la gloria de los bienaventurados: «Uno es el resplandor del sol, otro el de la luna, otro el de las estrellas; y aun una estrella difiere de otra en resplandor. Así sucederá también en la resurrección de los muertos» (1Cor 15, 41-42).

Agilidad, en virtud de la cual el cuerpo se verá libre de la carga que ahora le oprime, y tan fácilmente podrá moverse adonde quisiere el alma, que nada habrá más veloz que su movimiento: «Se siembra en la debilidad, mas resucitará lleno de vigor» (1Cor 15, 43).

Sutileza, por la cual el cuerpo quedará espiritualizado, estando totalmente sometido al imperio del alma y pronto a su arbitrio: «Se siembra un cuerpo animal, y resucita un cuerpo espiritual» (1Cor 15, 44).

Frutos del misterio de la resurrección

La meditación de estos misterios debe mover a todo cristiano (Según el Catecismo Romano):

  • A dar gracias a Dios por haber revelado estas cosas a cuyo conocimiento jamás nosotros podíamos aspirar.
  • A consolar fácilmente así a otros como a nosotros mismos en la muerte de nuestros parientes y amigos. De este género de consolación sabemos que usó el Apóstol cuando escribió acerca de los muertos a los de Tesalónica («No queremos, hermanos, que estéis en ignorancia acerca de los que duermen, para que no os contristéis como los demás, que no tienen esperanza»: 1Tes 4, 13).
  • A mitigar el dolor en todos los demás trabajos y calamidades como fruto de la consideración de la resurrección futura, como sabemos por el ejemplo de Job, quien tenía la esperanza de que algún día había de ver a Dios. («Después, en mi piel, revestido de este (mi cuerpo) veré a Dios (de nuevo) desde mi carne. Yo mismo le veré; le verán mis propios ojos, y no otro; por eso se consumen en mí mis entrañas»: Job 19, 26-27).
  • A decidirse a llevar una vida recta, pura y limpia de toda mancha de pecado. Porque si se considera, que aquellas inestimables riquezas que se siguen a la resurrección, están preparadas para nosotros, fácilmente nos moveremos a la práctica de la virtud y santidad. Y por el contrario, no habrá cosa más poderosa para refrenar los apetitos del ánimo y apartar los hombres de pecado, como recordar frecuentemente las penas y tormentos con que serán castigados los malos, que en aquel último día resucitarán para el juicio de su eterna condenación.