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29 julio 2019

Manuel Parra Celaya

Mis preces a Sant Yago

Este año me he resistido, desde mi retiro vacacional, a escribir sobre la fecha histórica del 18 de julio; y no por miedo a que cayeran sobre mí los interdictos de la memoria histórica, sino a causa de sentir auténtica pena por lo de las ocasiones perdidas y por aquello otro del enfangamiento de las esperanzas, que le hurtó la censura al bueno de Sotomayor.

En su lugar, he esperado siete justos días para dirigir unas humildes líneas al Hijo del Trueno, el Apóstol Santiago; en verdad me importa muy poco si anduvo dando mandobles en la batalla de Clavijo, pero, en todo caso, guardo para mí que sí tuvo mucho que ver con la evangelización de España, tras sus momentos de desaliento a orillas del Ebro por lo duros de cerviz que eran nuestros antepasados.

Tampoco le doy mayor importancia a que la Iglesia, a través de su Conferencia Episcopal Española, hace año que hiciera desaparecer por el escotillón el carácter de día festivo del 25 de julio en el conjunto del territorio nacional, y lo dejara reducido a celebración autonómica gallega; a fuer de gibelino, seguiré asistiendo a Misa ese día en cualquier lugar que me encuentre y halle cura, y pediré la intercesión del Apóstol para que eche una mano en la transformación de esta jaula de grillos en que estamos inmensos.

Así, me dirijo hoy al Santo Patrón de todos los españoles, tanto de los que lo reconocen como tal como de aquellos a quienes les importa una higa, o de aquellos que, en sus aulas o en sus familias, jamás han recibido noticia alguna de su existencia terrenal y celestial.

Esta es, pues, una especie de carta a Santiago, desde mi intimidad de creyente y de español y sin púlpito que llevarme a la boca; carta sincera a aquel que fue regañado por Cristo por sugerir que lloviera fuego del cielo sobre determinadas ciudades poco hospitalarias y, de nuevo, desengañado por el Maestro al confundir el Reino de Dios con apetencias de poder político temporal, al modo de Sor Lucía Caram, por ejemplo; en esa segunda ocasión, Jesús opuso a sus ambiciones terrenas la idea del servicio a los demás, más o menos con la que fui educado con aquel vale quien sirve de mi infancia y juventud, y que, ahora, dadas las circunstancias, traduzco con el refrán hispano a Dios rogando y con el mazo dando, esto es, rezar y, al tiempo, trabajar sin descanso por mis ideales; no acudo al otro refrán, ese escocés, el de ora a Dios y asegúrate de que está seca la pólvora de tu mosquete, porque me podrían asignar belicismos que no comparto o, incluso, delitos de odio, y nada más lejos de mi intención.

A Santiago le quisiera pedir, en primer lugar, que echara sobre nuestros políticos una suficiente capa de pudor, para que no nos hicieran enrojecer de vergüenza ajena, cada mañana, cuando escuchamos o leemos el último capítulo de sus pactos, justificaciones, mentiras o estupideces, en sus afanes por asaltar los resortes del poder; porque, como sabe el Apóstol, no todos los ciudadanos gozamos de encefalograma plano en las cuestiones que afectan a la res pública.

Junto a esa súplica filial para unos, le pido fervientemente que nos libre de la espantosa epidemia de cursilería, ñoñez puritana y falsedad que nos afecta, por mor de esa antropología oficial y de obligado cumplimiento que han arrojado sobre nosotros; a él, que fue rudo pescador, acostumbrado a llamar a las cosas por su nombre, le pido, no el fuego del cielo, sino una lluvia de evidencias basadas en el sentido común, en la Verdad, la Belleza y el Amor, que devuelva la Polar de su naturaleza a los seres humanos que habitamos esta vieja y sufrida nación.

Como no puede ser menos, mi tercera petición es la de la sensatez en cuestiones de unidad entre las tierras y los hombres de la Piel de Toro; porque, además de esa preocupante España vacía de la despoblación demográfica y de la desertización geográfica, existe otra España ayuna de vínculos de solidaridad histórica, de patriotismo justamente entendido y de intenciones de abrazo entre las Aldeas, que superen ese malhadado invento de las autonomías y de las autonosuyas.

En nombre del Amor cristiano y sin descender a fórmulas que bordeen utopías, no puedo menos de rogar también al Apóstol que lleve nuestra sociedad por caminos mejores de justicia, trabajo para todos y pan, concepto este último que se puede ampliar, claro está, con los de vivienda digna, educación y cultura; que esa otra lluvia benefactora consiga crear grandes embalses inagotables, pero que no sirvan para que unos pocos organicen regatas en la superficie.

Santiago, ya que ahí, en tu Cielo, compartes estancias con San Benito y Santa Brígida, patronos de Europa, te pido, por último, que acuerdes con ellos que todo lo que te he pedido para España encuentre eco en todo nuestro Viejo Continente como empresa común y, a través de él, para toda la humanidad, que se debate, hace siglos, en la falta de armonía con su entorno, empezando por el sobrenatural y trascendente, ese que tú fuiste llamado a predicar por el Dios de la historia.