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«La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas»
Evangelio
Lc 11, 14-28
En aquel tiempo, Jesús estaba expulsando a un demonio que era mudo. Apenas salió el demonio, el mudo empezó a hablar. La muchedumbre quedó admirada, pero algunos de ellos decían: «Este expulsa a los demonios por el poder de Belzebul, el Príncipe de los demonios». Otros, para ponerlo a prueba, exigían de él un signo que viniera del cielo.
Jesús, que conocía sus pensamientos, les dijo: «Un reino donde hay luchas internas va a la ruina y sus casa caen una sobre otra. Si Satanás lucha contra sí mismo, ¿cómo podrá subsistir su reino? Porque –como vosotros decís– yo expulso a los demonios con el poder de Belzebul. Si yo expulso a los demonios con el poder de Belzebul, ¿con qué poder los expulsan vuestros discípulos? Por eso, vosotros los tendréis a ellos como jueces. Pero si yo expulso a los demonios con la fuerza del dedo de Dios, quiere decir que el Reino de Dios ha llegado a vosotros.
Cuando un hombre fuerte y bien armado hace guardia en su palacio, todas sus posesiones están seguras, pero si viene otro más fuerte que él y lo domina, le quita el arma en la que confiaba y reparte sus bienes. El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo, desparrama. Cuando el espíritu impuro sale de un hombre, vaga por lugares desiertos en busca de reposo, y al no encontrarlo, piensa: “Volveré a mi casa, de donde salí”. Cuando llega, la encuentra barrida y ordenada. Entonces va a buscar a otros siete espíritus peores que él; entran y se instalan allí. Y al final, ese hombre se encuentra peor que al principio».
Cuando Jesús terminó de hablar, una mujer levantó la voz en medio de la multitud y le dijo: «¡Feliz el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron!». Jesús le respondió: «Felices más bien los que escuchan la Palabra de Dios y la practican».
Gustavo Doré: curación del endemoniado mudo
Reflexión
I. Los textos de la Liturgia de este Domingo tienen su origen en los ritos que en la Iglesia de los primeros siglos preparaban a los catecúmenos que habían de recibir el bautismo la noche de Pascua. En este día se comenzaba el escrutinio o examen de los catecúmenos que iban a recibir el sacramento (Gueránger) y se llevaba a cabo la primera ceremonia: el exorcismo bautismal (Baur).
Al dirigirse a los fieles de Efeso en la Epístola (Ef 5, 1-9), el Apóstol les recuerda que no hace mucho fueron tinieblas y ahora son luz del Señor. Esta lectura tenía aplicación a los catecúmenos que habían vivido como paganos. Pero ahora oyen que la Iglesia exhorta a sus hijos a imitar la santidad de Dios; y está a punto de serles comunicada la gracia que les hará capaces de aspirar a reproducir en ellos las perfecciones divinas.
Los que hemos sido santificados en los comienzos de nuestra vida, ¿hemos permanecido fieles a nuestro Bautismo? ¿qué ha sucedido de las notas de la semejanza divina que se nos imprimieron en nuestra alma? (Cfr. Próspero GUERANGUER, El año litúrgico, vol. 2., Burgos: Editorial Aldecoa, 1956, 294-295).
II. El Evangelio (Lc 11, 14-28) nos presenta la curación de un demonio, el cuál era mudo, y las enseñanzas de Jesucristo al respecto de la lucha entre las cadenas de la esclavitud del pecado y la luz de la gracia. Lo que hoy relata el Evangelio, lo hizo también el señor con nosotros en el momento del Bautismo. Por boca de su ministro, pronunció el exorcismo que es un conjunto de oraciones sagradas para hacer huir al diablo del alma del que va a ser bautizado, y quebrantar y debilitar su poder («el cual se compone de palabras y oraciones sagradas y religiosas para expeler al diablo, quebrantar y enflaquecer sus fuerzas. Por esta causa sopla el Sacerdote tres veces el rostro del que ha de ser bautizado, para que sacuda de sí la potestad de la serpiente antigua, y consiga el aliento de la vida que perdió»: Catecismo Romano II, 2, 65).
La fuerza de la gracia de Cristo obró también eficazmente en nosotros. Por eso nos lanzamos a entablar la dura lucha de la vida cristiana.
III. Finalmente el Evangelio se cierra con la alusión a la Virgen María en la aclamación de una mujer y en la respuesta de Jesús. Ella es la imagen del alma en gracia que oye la Palabra de Dios y la practica (Cfr. Bruno BAUR, Sed Luz, vol. 2, Friburgo: Herder, 1939, 145-148).
En su explicación del segundo mandamiento, el Catecismo Romano señala cómo en él se manda que sea honrado el nombre de Dios (Cfr. III, 3, 3-5). Y entre las formas de hacerlo señala poner respeto y cuidado en practicar la palabra de Dios en la que se nos manifiesta su voluntad; «cuando nos ocupamos constantemente en su meditación; cuando la aprendemos devotamente, ya leyendo, ya oyendo según el estado y profesión de cada uno». En cambio, «hace suma injuria a la palabra de Dios todo aquel que tuerce la Sagrada Escritura de su recto y legítimo sentido a perversos dogmas y herejías. Acerca de esta maldad nos avisa el Príncipe de los Apóstoles, diciendo: “Hay algunas cosas difíciles de entender, que los indoctos e inconstantes pervierten, como también las demás Escrituras, para su perdición” » (2Pe 3, 16; Catecismo Romano, III, 3, 27). Y un poco más arriba el mismo Apóstol San Pedro afirma:
«Y tenemos también, más segura aun, la palabra profética, a la cual bien hacéis en ateneros –como a una lámpara que alumbra en un lugar oscuro hasta que amanezca el día y el astro de la mañana se levante en vuestros corazones entendiendo esto ante todo: que ninguna profecía de la Escritura es obra de propia iniciativa; porque jamás profecía alguna trajo su origen de voluntad de hombre, sino que impulsados por el Espíritu Santo hablaron hombres de parte de Dios» (2Pe 1, 19-21).
Las profecías no vienen “de la voluntad de hombre” porque nadie puede conocer lo porvenir. Antes bien tienen su origen en Dios y por eso es que las que anuncian la glorificación de Cristo son absolutamente fieles y seguras. Nuestra lámpara en la noche, la que nos haga producir esos fruto como hijos de la luz que somos, son las profecías de las que está llena la Sagrada Escritura, colmadas de dichosas promesas para el alma y para el cuerpo, para la Iglesia y para Israel. Es lo que san Pablo llama la consolación de las Escrituras (Rm. 15, 4) en las que nos habla el mismo Dios, cuya Palabra es el fundamento inquebrantable de nuestra esperanza porque está llena de promesas (Cfr. Mons STRAUBINGER, La Santa Biblia, in locs. cit.).
Jesús no repite los elogios tributados a María, pero los confirma, mostrándonos que la grandeza de su madre viene ante todo de escuchar la Palabra de Dios y guardarla en su corazón «Si María no hubiera escuchado y observado la Palabra de Dios, su maternidad corporal no la habría hecho bienaventurada» (S. Juan Crisóstomo; cit. por Mons STRAUBINGER, La Santa Biblia, in loc. cit.).
Este pasaje del Evangelio nos enseña una excelente forma de alabar y de honrar al Hijo de Dios: venerar y enaltecer a su Madre. Por eso nos dirigimos muchas veces a Ella con devociones como el rezo del Santo Rosario. Honrando a María, siendo de verdad hijos suyos, imitaremos a Cristo y seremos semejantes a Él, cumpliendo la invitación del Apóstol: «Imitad entonces a Dios, pues que sois sus, hijos amados; y vivid en amor así como Cristo os amó» (Ef 5, 1-2).