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17 septiembre 2018 • No son espectros del ayer a los que me refiero, sino fantasmas actuales

Manuel Parra Celaya

Los fantasmas

No, no teman, no voy a convertir este artículo en una versión de Cuarto Milenio y referirme a la profanación de tumbas a que son tan aficionados quienes saben que el que controla el pasado domina el presente; y no quiero repetirme después de haber dado la palabra a Orwell la semana pasada.

No son, pues, espectros del ayer a los que me refiero, sino fantasmas actuales, según la 5ª acepción que da la RAE a esta palabra: Persona envanecida y presuntuosa, llevada a la docta casa desde los mentideros públicos de la gente de a pie, entre la que me encuentro. Concretamente, a quienes se han fabricado un espléndido currículum académico, repleto de orlas, bucetas de todo a cien y sonoras titulaciones de las más rimbombantes y esotéricas especialidades.

Como también dice el sabio refranero popular, se coge antes a un mentiroso que a un cojo, y, de este modo, todos los partidos -sin excepción- tienen su CNI particular, que se dedica sistemáticamente a husmear en los archivos y expedientes de las Universidades para ver si pillan al fantasma de turno, que siempre será, claro, el del partido rival; al mismo tiempo, elevan piadosas novenas a Santa Úrsula -pongamos por caso- para que los investigadores opositores  no se conviertan en exorcistas despiadados de la fantasmagoría propia.

Con la que está cayendo en todos los ámbitos de la política nacional -y, en primer lugar, para mí y para muchos, el desafío separatista a la integridad de España- estas noticias vienen a ser un divertimento refrescante, que nos ayudan a mitigar los calurosos epígonos de este verano; esta aura de frescor me imagino que no la sienten quienes han sido pillados infraganti en sus propias mentiras y fabulaciones de orden académico.

Hubo momentos en la historia en que un criterio de designación era, además de la fidelidad imprescindible en lo público, una auténtica meritocracia; así, los prebostes de asuntos campesinos y pecuarios solían ser Ingenieros Técnicos Agrícolas; en Sanidad, figuraban doctores en Medicina, y, en Defensa, por seguir con los ejemplos, los que habían echado los dientes en su carrera militar.

Con respecto a las Administraciones Locales, otros criterios llevaban esta meritocracia a terrenos colindantes con la eficacia personal y profesional, la popularidad, el bien hacer y la solidez económica, esta última exigencia bastante discutible pero eficaz para evitar, en la medida de lo posible, que se compensara la falta de recursos con triquiñuelas y mangancias de todo tipo a costa de los dineros públicos, que entonces aún no eran de nadie.

Por el contrario -y sin caer en injustas generalizaciones- hoy en día, suele privar, junto a criterios perrunos de lealtad, los del amiguismo, el parentesco y, muchas veces, el desconocimiento más supino de la faceta encomendada, cuando no se añade un criterio rayano en la estolidez. Lógicamente, todo ello hay que adornarlo con títulos y diplomas.

No hablemos de experiencia en el arte de ganarse las habichuelas a base del esfuerzo personal, pues pululan los personajillos que, aparte de la escalada en los diferentes cargos de confianza, no han dado palo al agua en su vida. Y, mucho menos, acudamos al aprovechamiento académico, que, en casos conocidos, no pasa de la antigua Primaria o del Bachillerato sacado a duras penas. De ahí, la necesidad de fabricarse un pasado brillante.

Al compás de los acuerdos de Bolonia -que han convertido las Universidades europeas en fábricas de títulos de eso que llamaba Ortega la barbarie de la especialización y han dado pie a la proliferación de estudios y centros privados de chichinabo y de titulaciones inverosímiles- quien más quien menos ha resucitado la clásica picaresca española en versión de feroz titulitis, con el fin de epatar al personal.

Este personal no se refiere al sufrido pueblo español, en su versión menos fanatizada o sectaria, que suele juzgar a sus dirigentes en función de la eficacia, sino a esa España oficial, tan distinta a la real, que cree que, engañándose a sí misma, deslumbra a los propios en la maratón de poltronas y achanta a adversario, que está lógicamente a la que salta.

Lo dicho: seguiremos con la divertida caza del mentiroso y del fantasma, que nos aliviará de los rigores del clima. De lo que seguro que nos librará será de otro otoño caliente en Cataluña, producto de la osadía de unos, de la cobardía de otros y, sobre todo, de la falta de fe y de confianza del Estado democrático en sus instituciones y principios.