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17 agosto 2018 • En mi sueño de ayer, creí que había vuelto otra España, la de la andariega Teresa, la del esforzado Duque de Alba, la de la poesía de San Juan de la Cruz

Manuel Parra Celaya

Anoche soñé que volvía a España…

Puente y restos del castillo de Alba de Tormes (F.J.Parcerisa, 1865)

Antes de que un susceptible lector me lo recrimine, lo confieso de pleno: este título está hábilmente plagiado del comienzo de Rebeca, con la importante salvedad de que lo que representaba una pesadilla para la protagonista de la novela es un buen sueño, y aun esperanza, en quien escribe estas líneas.

Estos días de verano he vuelto a visitar la bella localidad salmantina de Alba de Tormes, donde este río no es que forme aquella curva de ballesta del Duero en torno a Soria, que dejó escrita el poeta, pero sí refleja en sus aguas la historia y el hoy del pueblo, cuyo puente abre la alternativa hacia tierras cacereñas o hacia la Salamanca de piedras doradas.

Entre otras cosas excelentes (como esos ricos peces de río que se ofrecen en los bares de la orilla del Tormes), Alba es, sobre todo, un centro teresiano, y este año ofrece la exposición Vítor Teresa que, más allá de la erudición, es una magnífica evocación de quien es Doctora de la Iglesia, además de la propia Universidad salmantina, y nos hace adentrar en el espíritu de aquella brava mujer que se enfrentó a confesores y obispos para llevar a cabo su misión fundadora. Junto a ella, como no podía ser menos, la evocación de su medio fraile, San Juan de la Cruz, otra gloria de las letras españolas y sobre todo del camino ascético para el encuentro con Dios.

En la parte alta de Alba, el torreón, con la presencia casi constante de don Fernando Álvarez de Toledo, el primer Duque de Alba, y de la historia de España más gloriosa, plasmada en los impresionantes frescos de la batalla de Mülberg.

Lo religioso y lo militar, la ascética y la milicia, que -bien quedó dicho- son las dos únicas formas completas y enteras de entender la vida; y se añadió que acaso no se trataba de la misma cosa, porque no hay milicia que no tenga un trasfondo religioso ni hay religión que no encierre una forma de milicia, y perdonen los puntillosos porque cito de memoria sin tener junto a mí los textos originales.

No excluyen, por supuesto, estas dos formas de entender la vida otras dedicaciones y esfuerzos, como pueda ser la educación, la ciencia y la investigación, quizás otras formas de sacerdocio y de superación diaria, o todo trabajo honrado, como proyección de la persona y modo de ganarse la vida y contribuir a la tarea común, pero sí encierran una especie de quintaesencia del servicio y del necesario espíritu de sacrificio para afrontarlo con dignidad. Vienen a ser puntales, claves del arco, del ser de España.

Pero no olvidemos en esa evocación histórica, citar otra figura entrañable, y más a la orillas del Tormes; me refiero, evidentemente, al pícaro, cuya vida literaria inauguró aquel niño que nació en una aceña junto a este río. De forma que Teresa de Cepeda, don Fernando y Lázaro han estado presentes en mi sueño de anoche. Al despertar a la realidad, sin embargo, solo el tercero -mejor dicho, sus herederos- se me ha hecho presente y real en la España de hoy.

No es ya la figura del Lazarillo, esa que suscita la sonrisa y, al tiempo, la compasión, y que sirve para pasar por el cedazo crítico a todas las clases y estamentos sociales, sino el pícaro adulto, de traje y corbata, de aparición constante en la televisión y en las portadas de los periódicos, el que representa a este semeje de España en la que vivimos. Y no es solo el pícaro de la corrupción económica, el que se aprovecha de su posición para el medro y la ganancia económica irregular, sino también el pícaro que vende humo, que engaña, consciente o inconscientemente, con su demagogia. Y el pícaro que, desde su posición -obtenida por votos incautos, por apaño postelectoral o por maniobra truculenta- dicta sus caprichos o impone su norma, controvirtiendo usos sociales o leyes naturales.

En mi sueño de ayer, creí que había vuelto otra España, la de la andariega Teresa, la del esforzado Duque de Alba, la de la poesía de San Juan de la Cruz, y la veía reflejada en los niños que jugaban en las calles del pueblo salmantino, en sus jóvenes en busca de trabajo y en maravillosos viejos en cuyas conversaciones no entraba ni una nota de rencor hacia el pasado y cuya memoria histórica era la del trabajo y el esfuerzo que habían desarrollado en su vida para sacar adelante una familia y para construir una España distinta a esta en la que predomina el pícaro.