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15 noviembre 2016 • Ya el majadero de Rousseau afirmaba que el niño debe desconfiar de los textos escritos y no tiene que aprender nada de memoria

Manuel Parra Celaya

Esas «fotos pequeñas»

proyector-cine-super8Un escaparate de mi barrio barcelonés está decorado, artísticamente, con un vetusto proyector de Súper 8 y unas tiras de película de celuloide que ornan los objetos expuestos a la venta. Me detengo a contemplar el conjunto y, a mi lado, una pareja de veinteañeros hace lo propio; él se agacha para ver con detalle y, sorprendido, le dice a su acompañante: “¡Anda, cuántas fotos pequeñas…!”

Lo entiendo: ¿llegó acaso mi ocasional vecino de escaparate a conocer el sistema del vídeo? No digamos el modelo beta, o aquel artilugio –tan fugaz- en que las imágenes estaban impresas en un disco tipo LP. Evidentemente, no. Por supuesto, dominará las últimas tecnologías para proyectarse películas en su pantalla del televisor, del ordenador o del móvil (cosa que reconozco, con toda humildad, que no soy capaz de hacer yo sin ayuda). Es normal –lo del joven, no lo mío-. ¿Sabrá qué es un molinillo de café manual? ¿La habrán explicado que sus abuelos tenían neveras que no eran eléctricas o que cocinaban en su pueblo con fogones domésticos de carbón? Quizás todo esto no tenga la menor importancia, pues la aceleración histórica y los avances tecnológicos se suceden a una velocidad de vértigo; posiblemente, los hijos de esa pareja –en el supuesto de que decidan tenerlos algún día- ni siquiera sabrán lo que es un DVD o lo que popularmente denominamos pinganillo.

Lo grave puede ser, en todo caso, que esta carencia de conocimientos acerca de las pequeñas cosas que informaron el pasado de nuestra sociedad esté ampliada a las grandes cosas que informan nuestra cultura y, en general, el mundo del pensamiento y de los hechos humanos. Y mucho me temo que eso sea la constante en nuestros días. Porque ya sabemos que la Postmodernidad rehúye los grandes relatos por sospechosos, pero esta sospecha parece que se extiende, más peligrosamente, al mundo del aula, en el que la espontaneidad y el desarrollo y evaluación de las competencias prevalece sobre todo, especialmente sobre la cultura heredada.

La cosa viene de antiguo; ya el majadero de Rousseau afirmaba que el niño debe desconfiar de los textos escritos y no tiene que aprender nada de memoria. Mucho más modernamente, Gramsci –que no tenía nada de majadero- se propuso enmendar la plana a la anacrónica estrategia leninista de subvertir la estructura social para su revolución, y volcó sus esfuerzos en Deconstruir el pensamiento y la moral de los hombres –a través, entre otras cosas, de la deconstrucción del lenguaje- para subvertir la superestructura, responsable de las creencias, los valores y las ideas que nos vienen de nuestros antepasados.

Sea por prurito de seguir el Emilio, sea porque la alargada sombra de Gramsci se proyecta sobre el presente, o sea, simplemente, porque nos sentimos a gusto como postmodernos, lo cierto es que el desprecio de la historia y del pasado importante –y no solo de las fotos pequeñas- se ha impuesto por doquier. Cita Gregorio Luri una frase que nos viene al pelo: El tonto no se inquieta cuando le dicen que sus ideas son falsas, sino cuando le dicen que pasaron de moda. Más de una vez me ocurrió en mis clases de literatura que, a pesar de mis esfuerzos didácticos por revivir a los clásicos, algunos alumnos sonreían desdeñosamente al considerar que Manrique, Cervantes, Machado o Lorca eran antiguallas que no iban para nada con ellos.

¿Solo los alumnos de la Secundaria Obligatoria piensan así? ¿Qué político, periodista o tertuliano osará poner sobre su mesa mediática ideas, actitudes o doctrina de Ortega, Menéndez Pidal, Marañón o Madariaga? Y, si lo hace, ¿qué adversario no le echará en cara que está hurgando en las sombras inertes del pasado?

Pero hablábamos de la escuela, que fue creada para permitir la transmisión a las nuevas generaciones de lo que la sociedad más apreciaba de sí misma, nos dice el mencionado Luri; pero parece que se ha impuesto otra cosa, por mor de los sofismas del constructivismo: la abolición por decreto de la cultura común, su ocultación en el olvido, su cualidad inútil de curiosidad reservada para eruditos, por otra parte nulos para la buena marcha de la maquinaria social y del mundo. Lo que pertenece al presente, fugaz por definición, a lo inmediato, es supervalorado, y, así, será rápidamente desplazado por otra innovación, No es extraño que los últimos años de la educación estén repletos de bandazos, de saltos en el vacío, mientras las nuevas generaciones van surgiendo sin solidaridad cultural con las que les precedieron.

Si la cultura, para Ortega, era una interpretación, esclarecimiento, explicación o génesis, de la vida, huérfanos de ella, preferimos levantar sucesivos y caducos altares a la novedad de cada día, que pronto dejará de serlo.

Hace algunos días, Juan Manuel de Prada publicaba un sugestivo y acertado artículo que titulaba, sin el menor afán necrológico, La democracia de los muertos, en el que sostenía con toda razón que no puede existir solidaridad entre los hombres sin aceptar la aportación de quienes, a base de esfuerzo, nos legaron una herencia; que hay que tener bien entendido que lo hicieron a título de usufructo, no de propiedad exclusiva; la generación actual no puede permitirse el lujo de arrasar –por desconocimiento cultural o por deconstrucción política- con este legado. En el que se incluye, por supuesto, España.