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28 septiembre 2015 • No me dejo invadir por el pesimismo

Manuel Parra Celaya

Cavilaciones en tarde electoral

El pensador

Dos meses de interrupción en estas anotaciones personales, consideradas pomposamente como artículos periodísticos, exigen una explicación al lector: sencilla, pero intensamente, mi esposa y yo hemos llevado a cabo el Camino de Santiago, en su extensión completa desde Somport, y, por lógica, sin llevar en el macuto ordenador alguno ni en la mente espacio más que el dedicado a la peregrinación en todos sus aspectos más profundos y bellos. Me he escapado, así, de (casi) todas las noticias, informaciones y desinformaciones, referidas al período preelectoral de mi Cataluña; créanme: no ha sido una huida, sino una necesidad terapéutica de higiene mental…

Vuelvo ahora a echar mano de la pluma y del teclado y lo hago, precisamente, en la tarde del domingo de la votación, sin saber, por tanto, los resultados numéricos del escrutinio, aunque conozco sobradamente, por desgracia y desde hace bastante tiempo, los morales: fractura profunda, social y familiar, en la sociedad catalana. No me creo capaz, por otra parte, de conjeturar los resultados estrictamente políticos, que aparecen envueltos en la niebla de la zozobra.

No descubro nada nuevo si afirmo que estamos ante una fase aguda de un mal originado hace más de treinta años, que, como siempre ocurre cuando se dilatan en el tiempo las curaciones, se ha enquistado profundamente; el quiste, además, es purulento y agresivo, y amenaza a todo se ser llamado España. La imprudente entrega de los resortes del poder político y de los grandes servicios ciudadanos, como la Sanidad, el Orden Público y, sobre todo, la Enseñanza, a las Comunidades Autónomas controladas por los nacionalismos disgregadores inició una carrera desbocada, cuyo pistoletazo de salida fue aquella inclusión del término nacionalidades en el texto de la Constitución del 78.

Sobre todo, la Enseñanza; a muchas promociones de niños y jóvenes se les ha hurtado el amor a la Patria común como valor educativo y vital, y eso cuando no se les ha predicado abiertamente el odio a España; esas promociones, en las que podemos incluir a la que ahora se sienta en las aulas, se consideran, por lo menos, ajenos a todo lo español. Me atrevo a firmar que ese escamoteo no es privativo de Cataluña o del País Vasco, sino que alcanza el más recóndito colegio, Instituto o facultad de la Piel de Toro; salvo honrosas excepciones, en eso que llaman ciudadanía priva el desinterés, la abulia, la indiferencia, ante una amenaza de ruptura de la unidad nacional; algunas conversaciones sostenidas con peregrinos de varias regiones en este último mes y medio me han servido para corroborar esta opinión.

Como es natural, esta abulia se corresponde fielmente (o tiene su causa) con la dejación de obligaciones (cuando no de complicidad, y no considero que se trate de un juicio temerario) de los poderes del Estado ante las fuerzas disgregadoras, que han gozado de completa impunidad, cuando no del favor (y tampoco es esto una apreciación subjetiva) de quienes tenían el deber, Constitución y demás leyes en mano, de ponerle coto.

Aventuremos ahora pronósticos: mayoría parlamentaria, que no de votos (ni todavía menos en lo referente a la participación), de los partidos y coaliciones separatistas; conato o cruda explosión de una proclamación de independencia. ¿Qué hará el Estado español? ¿Echar mano de todos los recursos legales de que dispone sobradamente para hacer frente a este golpismo? ¿Publicar sentencias de los tribunales, de esas que dejan impertérritos e impunes a los culpables y nos hacen desconfiar profundamente al resto de que estamos inmersos en un Estado de Derecho?

Con todo, esta tarde electoral no me dejo invadir por el pesimismo; y ello, no por confianza alguna en este Estado que, a fuer de increyente, no cree ni en sí mismo. Acudo a la evidencia histórica y al realismo de un ciudadano europeo del siglo XXI: por la primera, observo que España ha sobrevivido a situaciones tan malas o peores que las de la presente coyuntura; milagrosamente quizás, pero lo ha hecho. Por el segundo, me niego a aceptar un retorno a la tribu cuando Europa, con todos los problemas que se quiera, camina hacia la unidad.

El tercer motivo es de origen teológico: Dios sigue siendo el Señor de la historia.