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6 agosto 2023 • Rito Romano Tradicional

Marcial Flavius - presbyter

Transfiguración del Señor: 6-agosto-2023

Epístola (2Pe 1, 16-19)

16Pues no nos fundábamos en fábulas fantasiosas cuando os dimos a conocer el poder y la venida de nuestro Señor Jesucristo, sino en que habíamos sido testigos oculares de su grandeza. 17Porque él recibió de Dios Padre honor y gloria cuando desde la sublime Gloria se le transmitió aquella voz: «Este es mi Hijo amado, en quien me he complacido». 18Y esta misma voz, transmitida desde el cielo, es la que nosotros oímos estando con él en la montaña sagrada. 19Así tenemos más confirmada la palabra profética y hacéis muy bien en prestarle atención como a una lámpara que brilla en un lugar oscuro hasta que despunte el día y el lucero amanezca en vuestros corazones.

Evangelio (Mt 17, 1-9)

1Seis días más tarde, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y subió con ellos aparte a un monte alto. 2Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. 3De repente se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él. 4Pedro, entonces, tomó la palabra y dijo a Jesús: «Señor, ¡qué bueno es que estemos aquí! Si quieres, haré tres tiendas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». 5Todavía estaba hablando cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y una voz desde la nube decía: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo». 6Al oírlo, los discípulos cayeron de bruces, llenos de espanto. 7Jesús se acercó y, tocándolos, les dijo: «Levantaos, no temáis». 8Al alzar los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús, solo. 9Cuando bajaban del monte, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos». 

Sagrada Biblia. Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española. Editorial BAC

Reflexión

I. A lo largo del año, la Liturgia de la Iglesia celebra los diversos misterios de la vida de Cristo porque desde la Encarnación a la Ascensión, Jesús se muestra como modelo para nosotros y para que se nos apliquen las gracias propias de cada uno de esos misterios. Al conocerle más, aumenta nuestro amor a la persona de Jesucristo y, al mostrar lo que hizo por nuestra salvación, se nos impulsa a la imitación de sus virtudes.

Por eso, este domingo hacemos conmemoración de la “Transfiguración del Señor” una fiesta que se venía celebrando desde muy antiguo en las iglesias de Oriente y Occidente y que un papa español, Calixto III, extendió en 1457 a toda la Cristiandad para conmemorar la victoria obtenida en Belgrado sobre los turcos que unos años antes habían conquistado Constantinopla, la capital del Imperio oriental, poniendo en gravísimo peligro a la Europa cristiana.

II. Vamos a ver qué fue la transfiguración de Jesús y qué aplicación tiene este misterio a nuestra propia vida cristiana.

1. La Transfiguración. Hemos leído en el Evangelio (Mt 17, 1-9) que Jesús «se transfiguró […] y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz» (v. 2).

“Transfigurarse” es cambiar una figura por otra figura. En la Encarnación, el Hijo, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, asumió una naturaleza humana completa y perfecta. Tomó la manera de ser propia de nuestro cuerpo. Ahora, Jesús deja esa figura ordinaria como la nuestra y toma otra que es toda ella luz, blancura, esplendor… Por un instante, se manifiesta como Hijo de Dios.

Esta gloria que aparece unos momentos es la que Jesús va a tener desde la Resurrección. Y a ella llegará por el camino de la Pasión y de la Cruz. Inmediatamente antes de la Transfiguración, Jesús anuncia su Pasión, Muerte y Resurrección (Mt 16, 21); sobre el monte, san Lucas nos dice que estaba hablando con Moisés y Elías acerca de su pasión: «hablaban de su éxodo, [es decir, de su muerte] que Él iba a consumar en Jerusalén» (Lc 9, 31) y, al bajar, Jesús les mandó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre resucite de entre los muertos» (Mt 17, 9).

2. La transfiguración y nuestra vida cristiana. Los apóstoles Pedro, Santiago y Juan pueden contemplar la gloria de Jesús y ser testigos de esta manifestación (Epístola) para arrancar del corazón de los discípulos el escándalo de la cruz y manifestar que, en el cuerpo de la Iglesia entera, se cumplirá lo que, de modo maravilloso, se realizaba ahora en su Cabeza. Por eso, la Transfiguración de Jesús es un consuelo y una esperanza para nosotros los cristianos.

Los que hemos sido incorporados a Cristo por el bautismo, tenemos que irnos transformando, identificarnos con Él, hacer nuestra su figura. «Esta es la voluntad de Dios: vuestra santificación» (1Tes 4, 3), He aquí el fin de la redención y la misión de la Iglesia. Ser santo «significa poseer la adopción divina, participar de la vida divina de Cristo, pasar de la gracia a la transfiguración» (Pius PARSCH, El Año Litúrgico, Barcelona: Herder, 1964, 174).

Y para esta transformación podemos recordar dos medios:

  • Vivir la penitencia, la mortificación interior, que es el camino de la cruz en nuestra vida concreta. «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz cada día y me siga» (Lc 9, 23). El sacrificio tiene que estar presente en la vida del cristiano, como lo estuvo en la vida de Cristo. No hay santidad sin renuncia y sin un cierto combate espiritual que muchas veces se va a manifestar en la capacidad de hacer frente a las contrariedades de cada día y de poner orden en el caos interior que a veces tenemos.
  • Dejar que sea Cristo el que haga esta obra mediante la fuerza de su gracia. Nos tenemos que dejar guiar por la gracia que el Señor nos otorga en la vida espiritual, y que se manifiesta en la vida de oración y en la vida sacramental de su Iglesia, especialmente la Eucaristía y el Sacramento de la confesión. Todos los sacramentos tienden a ese fin de nuestra santificación: «Desde ahora nosotros participamos en la Resurrección del Señor por el Espíritu Santo que actúa en los sacramentos del Cuerpo de Cristo» (CATIC 556).

III. Acudimos a la intercesión de la Virgen María para renovar con frecuencia el deseo de conocer y amar cada día más a Cristo mientras le contemplamos en la fe y le recibimos en la gracia para así poder vivir unidos a Él por toda la eternidad en la gloria del Cielo.