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«La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas»
Epístola (Heb 9, 11-15)
Cristo ha venido como sumo sacerdote de los bienes definitivos. Su tienda es más grande y más perfecta: no hecha por manos de hombre, es decir, no de este mundo creado. 1No lleva sangre de machos cabríos, ni de becerros, sino la suya propia; y así ha entrado en el santuario una vez para siempre, consiguiendo la liberación eterna. Si la sangre de machos cabríos y de toros, y la ceniza de una becerra, santifican con su aspersión a los profanos, devolviéndoles la pureza externa, ¡cuánto más la sangre de Cristo, que, en virtud del Espíritu eterno, se ha ofrecido a Dios como sacrificio sin mancha, podrá purificar nuestra conciencia de las obras muertas, para que demos culto al Dios vivo! Por esa razón, es mediador de una alianza nueva: en ella ha habido una muerte que ha redimido de los pecados cometidos durante la primera alianza; y así los llamados pueden recibir la promesa de la herencia eterna.
Evangelio (Jn 8, 46-59)
En aquel tiempo, decía Jesús a las turbas de los judíos: «¿Quién de vosotros puede acusarme de pecado? Si digo la verdad, ¿por qué no me creéis? El que es de Dios escucha las palabras de Dios; por eso vosotros no escucháis, porque no sois de Dios». Le respondieron los judíos: «¿No decimos bien nosotros que eres samaritano y que tienes un demonio?». Contestó Jesús: «Yo no tengo demonio, sino que honro a mi Padre y vosotros me deshonráis a mí. Yo no busco mi gloria; hay quien la busca y juzga. En verdad, en verdad os digo: quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre». Los judíos le dijeron: «Ahora vemos claro que estás endemoniado; Abrahán murió, los profetas también, ¿y tú dices: “Quien guarde mi palabra no gustará la muerte para siempre”? ¿Eres tú más que nuestro padre Abrahán, que murió? También los profetas murieron, ¿por quién te tienes?». Jesús contestó: «Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada. El que me glorifica es mi Padre, de quien vosotros decís: “Es nuestro Dios”, aunque no lo conocéis. Yo sí lo conozco, y si dijera “No lo conozco” sería, como vosotros, un embustero; pero yo lo conozco y guardo su palabra. Abrahán, vuestro padre, saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría». Los judíos le dijeron: «No tienes todavía cincuenta años, ¿y has visto a Abrahán?». Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: antes de que Abrahán existiera, yo soy». Entonces cogieron piedras para tirárselas, pero Jesús se escondió y salió del templo.
James Tissot: «Los judíos cogen piedras para apedrear a Jesús»
Reflexión
I. El tema central de la liturgia en el tiempo que transcurre entre este domingo y la Vigilia Pascual («Tiempo de Pasión») es presentar la cruz de Jesucristo, así como su pasión y muerte, juntamente con la victoria alcanzada por el Redentor. Por esta perspectiva, el prefacio tiene el carácter de un himno triunfal: «has puesto la salvación del género humano en el árbol de la cruz, para que donde tuvo origen la muerte, de allí resurgiera la vida, y el que venció en un árbol fuera en un árbol vencido».
A partir de hoy, además del resto de signos que venimos observando desde Septuagésima, se suprime el salmo Iudica me, el Gloria en los salmos del Introito y del Lavabo y se cubren la cruz y las imágenes con un velo morado, gesto al que se atribuyen diversas interpretaciones simbólicas pero que, en todo caso, tiene el efecto de expresar una mayor austeridad de la liturgia en conformidad con el recuerdo de la pasión propio de este tiempo.
Todos estos temas se concretan en los textos de este domingo.
II. La lectura de la Carta a los Hebreos manifiesta que la mediación sacerdotal de Cristo es la única que puede lograr el perdón de los pecados y el acceso de los hombres a Dios, porque derramó su propia sangre para ratificar la Nueva Alianza (vv. 11-14), y así nos abrió con su cuerpo resucitado (el «Tabernáculo»: v. 11; cfr Jn 2,19-22) las puertas del cielo. La muerte de Cristo en la cruz fue un verdadero sacrificio de Alianza, como lo fue el del Sinaí[1].
Dos son las enseñanzas fundamentales de este pasaje:
No hay más sacrificio acepto a Dios que el de Cristo pero nosotros estamos incorporados a Él y esta unión ha de manifestarse en los propios sacrificios y vencimientos que ofrecemos a Dios y, sobre todo, en procurar tener las disposiciones que aparecen en el sacrificio de Cristo: obediencia y amor. Como enseña Pío XII «por el bautismo los cristianos, a título común, quedan hechos miembros del Cuerpo místico de Cristo sacerdote, y por el “carácter” que se imprime en sus almas son consagrados al culto divino, participando así, según su condición, del sacerdocio del mismo Cristo»[3].
Momento privilegiado de esta asociación al sacrificio de Cristo es la celebración eucarística:
«Aquella inmolación incruenta con la cual, por medio de las palabras de la consagración, el mismo Cristo se hace presente en estado de víctima sobre el altar, la realiza sólo el sacerdote, en cuanto representa la persona de Cristo, no en cuanto tiene la representación de todos los fieles.
Mas al poner el sacerdote sobre el altar la divina víctima, la ofrece a Dios Padre como una oblación a gloria de la Santísima Trinidad y para el bien de toda la Iglesia. En esta oblación, en sentido estricto, participan los fieles a su manera y bajo un doble aspecto; pues no sólo por manos del sacerdote, sino también en cierto modo juntamente con él, ofrecen el sacrificio; con la cual participación también la oblación del pueblo pertenece al culto litúrgico»[4].
III. Esperemos de la misericordia de Dios, que durante los santos días que vamos a comenzar nos unamos al sacrificio de Cristo en la propia vida y en las ceremonias litúrgicas para que así recibamos en plenitud todos sus frutos de gracia y santidad.
«Te rogamos, oh Dios omnipotente!, mires propicio a tu familia, para que con tu gracia sea dirigida en el cuerpo, y con tu protección guardada en el alma. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que contigo vive y reina en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos. Amén» (Misal Romano, oración colecta).
[1] Cfr. FACULTAD DE TEOLOGÍA. UNIVERSIDAD DE NAVARRA, Sagrada Biblia. Comentario, Pamplona: EUNSA, 2010, 1321.
[2] SAN. FULGENCIO DE RUSPE, Epistulae 14, 36, cit. por ibíd.
[3] PÍO XII, Mediator Dei, 108.
[4] Ibíd., 112-113.