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11 septiembre 2021 • Rito Romano Tradicional

Marcial Flavius - presbyter

XVI Domingo después de Pentecostés: 12-septiembre-2021

Epístola (Ef 3, 13-21)

Así pues, os pido que no os desaniméis ante lo que sufro por vosotros, pues redunda en gloria vuestra. Por eso doblo las rodillas ante el Padre, de quien toma nombre toda paternidad en el cielo y en la tierra, pidiéndole que os conceda, según la riqueza de su gloria, ser robustecidos por medio de su Espíritu en vuestro hombre interior; que Cristo habite por la fe en vuestros corazones; que el amor sea vuestra raíz y vuestro cimiento; de modo que así, con todos los santos, logréis abarcar lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo, comprendiendo el amor de Cristo, que trasciende todo conocimiento. Así llegaréis a vuestra plenitud, según la plenitud total de Dios. Al que puede hacer mucho más sin comparación de lo que pedimos o concebimos, con ese poder que actúa entre nosotros; a él la gloria en la Iglesia y en Cristo Jesús por todas las generaciones de los siglos de los siglos. Amén.

Evangelio (Lc 14, 1-11)

Un sábado, entró él en casa de uno de los principales fariseos para comer y ellos lo estaban espiando. Había allí, delante de él, un hombre enfermo de hidropesía, y tomando la palabra, dijo a los maestros de la ley y a los fariseos: «¿Es lícito curar los sábados, o no?». Ellos se quedaron callados. Jesús, tocando al enfermo, lo curó y lo despidió. Y a ellos les dijo: «¿A quién de vosotros se le cae al pozo el asno o el buey y no lo saca enseguida en día de sábado?». Y no pudieron replicar a esto. Notando que los convidados escogían los primeros puestos, les decía una parábola: «Cuando te conviden a una boda, no te sientes en el puesto principal, no sea que hayan convidado a otro de más categoría que tú; y venga el que os convidó a ti y al otro, y te diga: “Cédele el puesto a este”. Entonces, avergonzado, irás a ocupar el último puesto. Al revés, cuando te conviden, vete a sentarte en el último puesto, para que, cuando venga el que te convidó, te diga: “Amigo, sube más arriba”. Entonces quedarás muy bien ante todos los comensales. Porque todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido».

Ernst Zimmerman: «Cristo y los fariseos»

Reflexión

Al considerar el Evangelio de este domingo (Lc 14, 1. 7-14) debemos recordar que en la Sagrada Escritura la idea de banquete se asocia, entre otras cosas, a la esperanza del cielo. La alegría y la saciedad que producen la buena comida y el vino del convite evocan el gozo sin límites de la gloria celestial.

A semejanza de tantos otros lugares del Evangelio, hoy se nos habla del fin del hombre, que es la unión definitiva con Dios y la participación en su gloria, al tiempo que se nos indica cómo llegar a ese Cielo prometido, recomendándonos hoy la virtud de la humildad.

Observemos cómo en la parábola que expone Jesucristo, el dueño de casa no sólo es el que invita al banquete y abre las puertas de la sala, sino también quien dispone el lugar que corresponde a cada uno. La salvación no es algo que podamos alcanzar por nosotros mismos sino que es preciso contar ineludiblemente con el auxilio de la gracia de Dios [, pues, “la gracia y la gloria son del mismo género, porque la gracia no es otra cosa que el comienzo de la gloria en nosotros… y la gracia que poseemos contiene en germen todo lo que es necesario para la gloria”, Santo Tomás de Aquino]. No podemos llegar al cielo con nuestras solas fuerzas humanas. No podemos, por ejemplo, sin la gracia, conocer a Dios con la luz de la fe, amarlo sobre todas las cosas, perseverar por largo tiempo en la vida virtuosa o rechazar todas las tentaciones, y evitar los pecados o arrepentimos de ellos después de haberlos cometido. [“Mirad que lo puede todo y que nosotras no podemos nada, sino que Él nos hace poder”, Santa Teresa].

Veamos la necesidad de la humildad ante Dios y en nuestra relación con los demás.

1. ¿Por qué es necesaria la humildad para recibir los dones divinos? Porque el verdaderamente humilde sabe que es insignificante delante de Dios, reconociendo que sólo Él es grande, y que en comparación a la suya todas las grandezas humanas son como polvo y ceniza.

Así se va despojando al alma de sus imaginadas perfecciones, y al vaciarse ésta de sí misma, prepara el terreno para recibir el influjo bienhechor del amor divino que nos salva: “Cuanto más grande seas, más humilde debes ser, y así obtendrás el favor del Señor” (Cfr. Eclo 3, 17-20).

2. La humildad frente a Dios debe llevarnos también a vivir esta virtud en nuestro trato con los demás. Si todos hemos recibido de lo alto nuestra vida natural y sobrenatural, tenemos un Padre común, y así nace la necesidad de ser humildes con el prójimo.

Ni siquiera la convicción de que somos moralmente superiores a otra persona, debido a la comparación de nuestra conducta y la suya, puede alimentar el orgullo, ya que «no hay pecado ni crimen cometido por otro hombre que yo no sea capaz de cometer por razón de mi fragilidad; y si aún no lo he cometido, es porque Dios, en su misericordia, no lo ha permitido y me ha preservado en el bien» (San Agustín).

Es difícil, para nuestra naturaleza orgullosa, aceptar esta virtud, pero podemos ayudarnos para ello mirando el ejemplo de Jesucristo que siendo Dios «tomó la condición de esclavo y se humilló hasta la muerte», como escribe San Pablo a los filipenses. Nadie como Él supo humillarse y nadie tampoco como Él fue «ensalzado» de modo más eminente. Aprendamos de Cristo sobre todo cada vez que asistimos al Santo Sacrificio de la Misa en el que nos dejó un memorial de su Pasión y se ofrece sobre el Altar como alimento para ser comido y bebido por los indignos pecadores, dejándonos la suprema lección de la humildad hasta el fin.

Elaborado a partir de: Alfredo SÁENZ, Palabra y Vida. Homilías Dominicales y festivas. Ciclo C, Buenos Aires: Gladius, 1994, 252-255.