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29 agosto 2021 • DOMINGO XXII DEL TIEMPO ORDINARIO, CICLO B

Angel David Martín Rubio

La religiosidad auténtica

I. La escena que sirve de ocasión para la enseñanza que da Jesús en el Evangelio de este Domingo (Mc 7, 1-8. 14-15. 21-23) es la llegada de un grupo de fariseos y escribas venidos de Jerusalén que, con sus preguntas, tratan de ponerle en un compromiso. No atreviéndose a atacarle de frente, hacen la acusación directamente a los discípulos, pero viéndose bien cómo se la quería así hacer recaer sobre Él: «¿Por qué no caminan tus discípulos según las tradiciones de los mayores y comen el pan con manos impuras?» (v. 5).

Como el evangelista san Marcos escribía para los cristianos de Roma procedentes del paganismo, hubo de explicar en diferentes pasajes ciertas costumbres de los judíos para una mejor comprensión de las palabras del Señor. Así refiere cómo llevaban a cabo una serie de prácticas rituales que no tenían su fundamento en la Ley de Dios sino en las interpretaciones jurídicas de la Ley, dadas por diversos maestros o rabinos. Se suponía que esta Ley oral se dio para mejor mantener la escrita. Pero las prescripciones rabínicas a este propósito llegaron incluso a desvirtuar el mismo sentido de la Ley de Dios.

Jesucristo no responde a la pregunta de los fariseos sino que va al fondo de la cuestión planteada. Ellos critican a los discípulos por no cumplir con una práctica externa pero el Señor les cita un texto del profeta Isaías: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío, porque la doctrina que enseñan son preceptos humanos» (v. 6; cfr. Is 29, 13). Es decir, ponían la religiosidad y el culto en lo externo, en el formulismo, en los «labios», mientras que el espíritu, el «corazón», que debe informar, para que sea auténtico, el culto externo, está lejos de Dios.

La respuesta de Jesús nos advierte de que la religión puede perder su verdadero significado cuando se deja de vivir a la escucha de la voluntad de Dios para poner en práctica su voluntad y se reduce a la práctica de costumbres secundarias.

II. Para evitar este peligro, la Liturgia de la Palabra de este Domingo nos hace una doble invitación:

  • A poner en práctica los mandamientos de la Ley de Dios: «observaréis los preceptos del Señor, vuestro Dios, que yo os mando hoy» (1ª Lect. Dt 4, 1-2. 6-8).

Dios, nuestro Creador y Redentor, eligió a Israel como su pueblo y le reveló su Ley, preparando así la venida de Cristo. La Ley de Moisés contiene muchas verdades naturalmente accesibles a la razón y sus prescripciones morales están resumidas en los Diez mandamientos.

Los Diez mandamientos, el Decálogo establecen los fundamentos de la vocación del hombre, formado a imagen de Dios. Es una luz ofrecida a la conciencia de todo hombre para manifestarle la voluntad de Dios, para protegerle contra el mal y señalar el camino que conduce a la salvación.

  • A reconocer que la trascendencia de la fe cristiana y del Evangelio radica, fundamentalmente, en la transformación interior del hombre según el modelo y la gracia santificadora del Corazón de Jesucristo.

La Ley evangélica lleva a plenitud los mandamientos de la Ley, revela toda su verdad divina y humana. No añade preceptos exteriores nuevos, pero llega a reformar la raíz de los actos, el corazón, donde el hombre elige entre lo puro y lo impuro (Mc 7, 14-15), donde se forman la fe, la esperanza y la caridad, y con ellas las otras virtudes. El Evangelio conduce así la Ley a su plenitud mediante la imitación de la perfección del Padre celestial: «Sed, pues, vosotros perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5, 48).

Toda la Ley evangélica está contenida en el «mandamiento nuevo» de Jesús (Jn 13, 34): amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado (cfr. Jn 15, 12) (CATIC, 1970).

O como dice Santiago en su Epístola (2ª Lect. Sant 1, 16b-18. 21b-22. 27)

La religiosidad auténtica e intachable a los ojos de Dios Padre es esta: atender a huérfanos y viudas en su aflicción y mantenerse incontaminado del mundo (v. 27).

Este texto guarda una estrecha relación con el Evangelio que hemos leído:

Los judíos tenían tendencia a descuidar los deberes esenciales de la religión y a preocuparse demasiado de la parte exterior de la religión. Los profetas habían predicado con frecuencia que lo que agradaba a Dios no era la multiplicidad de los sacrificios, sino la práctica de la misericordia y de la justicia. También Jesucristo reaccionó fuerte contra la religión exterior e hipócrita de los fariseos.

La religión pura e inmaculada ante Dios Padre (v.27), es decir, la religión verdadera, no es la que se preocupa únicamente de las prácticas exteriores, sino la que ejerce la caridad y la que preserva al hombre del mundo corrompido.

Santiago enseña que es necesario practicar la caridad fraterna de una manera positiva, socorriendo misericordiosamente a los desvalidos. Cita como ejemplo a los huérfanos y a las viudas, de los que se habla con frecuencia en el Antiguo Testamento. Jesucristo ha inculcado con su ejemplo y sus palabras la caridad para con los necesitados. Por eso mismo, la comunidad primitiva de Jerusalén
organizó desde el primer momento la obra de ayuda a las viudas, que después se extendió a toda la Judea y hasta las iglesias de la gentilidad. San Pablo practicó esta virtud organizando colectas para socorrer a los pobres de  Jerusalén.

Esta obra de caridad hecha por amor de Dios es un verdadero culto a la  divinidad, constituye la más auténtica religión. Por eso dice muy bien la epístola a los Hebreos: «De la beneficencia y de la mutua asistencia no os  olvidéis, que en tales sacrificios se complace Dios».

La religión auténtica exige, además, el conservarse sin mancha en este mundo. Es necesario luchar contra las tentaciones, las atracciones pecaminosas de este mundo, para mantenerse puro. Porque la pureza de vida conservada por amor de Dios es un verdadero acto de culto. Mundo, en nuestro texto, se toma en sentido antropológico, no cosmológico, y designa a los hombres considerados bajo el imperio del mal, o bien el reino del pecado con sus doctrinas y sus  ejemplos malos, de los cuales hay que preservarse (José SALGUERO, Biblia comentada, vol. 8, Epístolas católicas. Apocalipsis, Madrid: BAC, 1965, 46).

*

Hagamos hoy un examen de conciencia sobre la autenticidad de nuestra vida cristiana, analizando si lo que aparece exteriormente corresponde a nuestra realidad interior. Las dos cosas son necesarias: la rectitud exterior y la justicia interior. Pero la rectitud exterior debe ser el fiel reflejo de nuestra vida interior, de la identificación interior con Cristo. Nuestra Madre Santa María, que estuvo llena de gracia desde el momento de su concepción, nos enseñará a ser fuertes si acudimos a Ella cuando la necesitamos para mantener el corazón limpio y lleno de amor a Dios.