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2 mayo 2021 • La manifestación de nuestra unión con Cristo es el fruto

Angel David Martín Rubio

“En esto conoceremos que somos de la verdad”

I. Las palabras de Jesús en el Evangelio de este domingo (V Pascua, B: Jn 15, 1-8), nos recuerdan que somos cristianos por la vinculación que existe entre Jesucristo y cada uno de nosotros y que esa unión es el fundamento de los frutos de santidad que estamos llamados a producir.

«Yo soy la vid y vosotros los sarmientos» (v. 5). No estamos solamente ante una comparación o una parábola, una simple metáfora o recurso literario: se trata de una realidad de orden sobrenatural. Cristo se compara con una vid, en la cual por el Bautismo quedan injertados los hombres, para formar a manera de un árbol, cuyo tronco es Jesucristo y las ramas son los fieles. Por la gracia santificante quedamos unidos Jesucristo y hechos miembros suyos. Es lo que se quiere significar con la expresión «Cuerpo Místico de Cristo» para referirse a la Iglesia a partir de la doctrina explicitada por san Pablo en sus cartas.

II. La manifestación de nuestra unión con Cristo es el fruto: «Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante» (Jn 15, 5).

Están unidos en Cristo los fieles que se encuentran en gracia. Estar en gracia de Dios quiere decir tener la conciencia pura y limpia de todo pecado mortal. Quien pierde la gracia por el pecado mortal, queda separado de Jesucristo; condenado a secarse, como el sarmiento separado de la vid: «porque sin mí no podéis hacer nada» (ibíd.). Nosotros (los sarmientos) necesitamos estar unidos a Cristo (la vid) por medio de la gracia (la savia de la vid), para poder obrar santamente, puesto que sólo la gracia da a nuestras obras un valor sobrenatural. Y esta verdad ilustra en gran manera la verdadera dimensión del pecado: « Al que no permanece en mí lo tiran fuera, como el sarmiento, y se seca; luego los recogen y los echan al fuego, y arden» (v. 6).

«No podéis hacer nada: A explicar este gran misterio dedica especialmente S. Pablo su admirable Epístola a los Gálatas, a quienes llama “insensatos” (Gal 3, 1) porque querían, como judaizantes salvarse por el solo cumplimiento de la Ley, sin aplicarse los méritos del Redentor mediante la fe en Él (cfr. el discurso de Pablo a Pedro en Gal 2, 11-21). La Alianza a base de la Ley dada a Moisés no podía salvar. Sólo podía hacerlo la Promesa del Mesías hecha a Abrahán; pues el hombre que se somete a la Ley, queda obligado a cumplir toda la Ley, y como nadie es capaz de hacerlo, perece. En cambio Cristo vino para salvar gratuitamente, por la donación de sus propios méritos, que se aplican a los que creen en esa Redención gratuita, los cuales reciben, mediante esa fe (Ef 2, 8 s.), el Espíritu Santo, que es el Espíritu del mismo Jesús (Gal 4, 6), y nos hace hijos del Padre como Él (Jn 1, 12), prodigándonos su gracia y sus dones que nos capacitan para cumplir el Evangelio, y derramando en nuestros corazones la caridad (Rm 5, 5) que es la plenitud de esa Ley (Rm 13, 10; Gal 5, 14)» (Juan STRAUBINGER, La Sagrada Biblia, in: Jn 15, 6; cfr. in Jn 15, 4).

III. Si Jesús en el Evangelio nos dice que solamente unido a Él puede vivir el cristiano en la gracia y en el amor y producir frutos de santidad, en la 2ª lectura (1Jn 3, 18-24), san Juan nos enseña que esas buenas obras no han ser simplemente de deseo o de palabra sino que tienen que realizarse efectivamente, ponerse en práctica: «Hijos míos, no amemos de palabra y de boca, sino de verdad y con obras. En esto conoceremos que somos de la verdad y tranquilizaremos nuestro corazón ante Él» (v. 18).

Esa confrontación de la realidad de nuestras obras con los frutos de santidad que Dios espera de nuestra condición de hijos suyos es la obra de la conciencia. Se trata de un juicio del entendimiento práctico que consiste en aplicar los principios de la moral a algún hecho concreto que hemos realizado o vamos a realizar. El oficio propio de la conciencia es juzgar el acto concreto que vamos a realizar pero también le pertenece juzgar acerca del acto ya realizado por eso decimos que «nos da testimonio» (con su aprobación o remordimiento) de la bondad o maldad del acto realizado.

El dictamen de la conciencia tiene que hacerse a la luz de los principios de la ley divina y natural, para comprobar si nuestros actos se ajustan o no a aquellos principios. Por tanto la conciencia ni es autónoma ni la propia conciencia es el supremo e independiente árbitro del bien del mal.

Puesto que el bien de nuestra vida aquí en la tierra y la salvación eterna de nuestra alma en el Cielo dependen de que nuestras acciones se ajusten a la ley de Dios, es de capital importancia la recta y cristiana educación de la conciencia. Recordamos tres medios que pueden ayudarnos a ello:

El estudio de nuestros deberes y obligaciones. Importancia y necesidad de una cultura religiosa a la altura de nuestro nivel formativo humano.

La práctica de la virtud. Nada hay que aleje más de la rectitud moral como la recaída en el pecado o el dejarse llevar por las pasiones. «Hay que vivir como se piensa para no acabar pensando como se vive»… También debemos pedir en la oración la gracia de cumplir la ley de Dios, de crecer en una virtud…

La confesión frecuente. El examen de conciencia y los consejos del confesor que resuelven nuestras dudas ante situaciones concretas.

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Permanezcamos unidos a Dios por la gracia santificante para que demos frutos de vida eterna. Pidamos con frecuencia a nuestra Madre la Virgen, que tan dócil fue a la obra del Espíritu Santo, que nos enseñe a tener una conciencia delicada, que no nos acostumbremos al peso del pecado y que sepamos reaccionar al ver que en nuestra vida hay cosas que no están de acuerdo con la santidad de Dios y la perfección que Él espera de nosotros sus hijos.