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23 enero 2021 • La llamada de Jesús mira en primer lugar a la conversión del corazón. Y esto tiene aplicación tanto a la vida individual como a la social

Angel David Martín Rubio

Vocación y conversión

Michel Corneille el Joven (1642–1708) Vocación de san Pedro y san Andrés (Museo de Bellas Artes de Rennes)

En el Evangelio del pasado Domingo (Jn 1, 35-42) leíamos el encuentro entre Cristo y sus primeros discípulos. Aquella vocación nos enseñaba que seguir a Cristo significa entregarle lo más íntimo y profundo de nuestro ser, nuestra misma vida. Hoy (III Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo B), las lecturas de la Misa insisten en el mismo tema y ponen el acento en nuestra respuesta a esa llamada que es iniciativa de Dios.

La 1ª Lectura (Jon 3, 1-5. 10) nos refiere cómo los habitantes de la ciudad asiria de Nínive escucharon la predicación del profeta Jonás: «creyeron en Dios» y «se convirtieron de su mala conducta». Y esa misma a la fe y a la conversión la escuchamos de labios de Jesús en el Evangelio (Mc 1, 14-20): «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio». La llamada a la conversión es, por tanto, una parte esencial del anuncio del Reino.

I. La conversión «primera y fundamental» es el Bautismo por el que se renuncia al mal, se alcanza el perdón de los pecados y comienza la vida nueva de los hijos de Dios. El Bautismo nos introduce en el Reino de Dios y, mientras vivimos en la tierra, nos hace participar de sus bienes: revelación, perdón, sacramentos, filiación divina… Ahora bien, el principal de estos bienes -que es la posesión de Dios en el Cielo- está aún por venir y esperamos alcanzarlo en la vida eterna («Venid vosotros, benditos de mi Padre; heredad el reino preparado para vosotros desde la creación del mundo»: Mt 25, 34).

Por eso la conversión es siempre necesaria para aceptar la oferta divina y para mantenernos en esa aceptación porque todos corremos el peligro de dejarnos llevar por los criterios del mundo que son opuestos a los de Dios. San Ambrosio habla de «dos conversiones» en la Iglesia: «existen el agua y las lágrimas: el agua del Bautismo y las lágrimas de la Penitencia» (Ep. 41,12).

Esta conversión es una respuesta del hombre movido por la gracia que dice «» a las exigencias que tiene el amor misericordioso de Dios. De ahí que la vocación cristiana sea inseparable de la conversión, del cambio de vida, como nos señala el Evangelio en el ejemplo de los Apóstoles que dejan su familia y sus ocupaciones para irse con Jesús. «Jesús les dijo: “Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres”. Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron […] A continuación los llamó, dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros y se marcharon en pos de Él». «Ir detrás de él» (seguirle) es el término rabínico para expresar el discipulado y ser discípulo de Jesús implica, en ocasiones, dejar «redes», ocupaciones, relaciones…

«No basta con la renuncia inicial a nuestra conducta de pecadores, que, mediante los sacramentos, nos sitúa en estado de gracia. Hay que estar continuamente enderezando el rumbo, porque las cosas de aquí tiran de nosotros y, si nos dejamos llevar, nos desvían de la ruta que conduce a Dios» (Salvador MUÑOZ IGLESIAS, Año litúrgico. Ciclo B, Madrid: Editorial de Espiritualidad, 2005, 163).

II. La llamada de Jesús mira en primer lugar a la conversión del corazón, a la penitencia interior. Y ese es el único camino para que nuestra vida también cambie en sus manifestaciones exteriores: volver a Dios con todo nuestro corazón implica la ruptura con el pecado, la aversión hacia el mal, el dolor por las malas acciones que hemos cometido… Cuando falta esta conversión, las exigencias morales de la Ley de Dios se convierten en un yugo, en una obligación ante las cuales el hombre se rebela.

Y esto tiene aplicación tanto a la vida individual como a la social. «El hombre es un ser social por naturaleza» enseñaba ya Aristóteles en el s. IV a. C. y la sociedad es indispensable para la realización de la llamada del hombre a la santidad. Por tanto, la conversión interior necesariamente ha de manifestarse en cambios sociales que estén realmente al servicio de la persona y de su vocación sobrenatural.

«La prioridad reconocida a la conversión del corazón no elimina en modo alguno, sino al contrario, impone la obligación de introducir en las instituciones y condiciones de vida, cuando inducen al pecado, las mejoras convenientes para que aquellas se conformen a las normas de la justicia y favorezcan el bien en lugar de oponerse a él» (Catecismo de la Iglesia Católica nº 1888).

En este sentido, la misión de la Iglesia en relación con cualquier comunidad política es predicar que no solo los actos y comportamientos individuales de los ciudadanos, sino que la legislación y la misma estructura constitucional han de estar eficazmente subordinadas al orden moral. No basta con exhortar para que ciudadanos y gobernantes en sus decisiones y actos electivos se sometan a la norma moral sin recordar, al mismo tiempo, que se requiere que sea moral el sistema mismo. Es decir, que esté constituido de tal forma que no sea legítimo dentro de él atentar contra la citada ley moral.

III. «Se ha cumplido el tiempo», decía Jesús al llamar a la conversión. Y los evangelistas subrayan la disponibilidad de los primeros llamados: «Inmediatamente dejaron las redes […] dejaron a su padre Zebedeo en la barca con los jornaleros». Con estas palabras la llamada a los discípulos se lee en un contexto escatológico (cfr. Mt 13,47-49) que resulta aún más explícito en la reflexión del Apóstol en la Epístola (1Cor 7, 29-31): «el momento es apremiante […] «La representación de este mundo se termina». El tiempo apremia (v. 29) porque es corto: el griego original de san Pablo -precisa monseñor Straubinger- usa una expresión náutica que significa «cargar las velas»; para señalar que no podemos contar con largo tiempo, que estamos próximos a zarpar, lo cual es doblemente cierto, por la brevedad e incertidumbre de nuestra vida y por el eventual retorno del Señor en cualquier momento (cfr. Juan STRAUBINGER, La Sagrada Biblia, in 1Cor 7, 29). No se puede vivir desoyendo las invitaciones apremiantes a la conversión y aplazando continuamente las decisiones que implica. La apariencia de este mundo pasa (v. 31) es, pues, de muy escaso valor todo lo temporal, y debemos vivir sin apegarnos a las cosas. O mejor dicho sopesando todas las cosas de cara a la eternidad como propone san Ignacio en el «Principio y Fundamento»:

«El hombre es criado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima; y las otras cosas sobre la haz de la tierra son criadas para el hombre, y para que le ayuden en la prosecución del fin para que es criado. De donde se sigue, que el hombre tanto ha de usar dellas, quanto le ayudan para su fin, y tanto debe quitarse dellas, quanto para ello le impiden. Por lo qual es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío, y no le está prohibido; en tal manera, que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás; solamente deseando y eligiendo lo que más nos conduce para el fin que somos criados» (Ejercicios Espirituales nº 23).

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El Señor, como a los Apóstoles, nos ha invitado a seguirle, a cada uno en unas peculiares circunstancias, y hemos de examinar cómo estamos correspondiendo a esa llamada o si hay cosas en nuestra vida que nos impiden dar una respuesta rápida y generosa («Señor, enséñame tus caminos», Salmo responsorial). También acudimos a la Virgen María; le pedimos fortaleza para ser fieles a nuestra vocación y, al igual que aquellos primeros llamados, dar testimonio de nuestra fe con una vida entregada al Dios que nos ha amado primero (cfr. 1Jn 4,10).