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22 enero 2021 • Falleció en Cartagena (Murcia) el pasado 10 de enero a los 82 años

Moisés Domínguez Núñez

Ha sido un honor servir a las órdenes del comandante Castañeda, mi padre. DEP

Mi padre no tenía ni agua ni luz ni ninguna comodidad (como la entendemos nosotros) pero era feliz con sus animales y una naturaleza que desbordaba belleza. Eran autosuficientes en los campos de Almendral e Higuera la Real en Badajoz. La “Caseta del Rebellao” fue uno de sus hogares camperos.

Con la corcha del alcornoque hacían sillas, y utensilios como platos y hasta colmenas de las abejas. No había día que no trajera una “braza” de espárragos, más grande que él, a la caseta de camineros donde vivían. No sabía leer ni escribir pero sabía leer los surcos de la naturaleza como nadie. Poseía una inteligencia secular y primaria, que le servía para sobrevivir. No necesitaba más. Se movía por el cambio de las estaciones: la berrea anunciaba el otoño, las agua-nieves la llegada del invierno, la floración de la jara la primavera y la llegada de cigüeñas señalaba el próximo verano.

Por las mañanas se levantaba antes de clarear el día para ir al rebusco de las garbanzas recién plantadas, había que sobrevivir.

Para un niño de apenas 8 o 9 años sería toda una aventura meterse en las aguas de los regatos para recoger huevos de las pollas de agua. Menudas tortillas hacía mi abuela Concha con el botín requisado por mi padre. Le encantaba comerse los espárragos trigueros, que amargosean, revueltos con huevos, entonces de gallinetas hoy de gallinas de granja. No había color con los primeros.

También como buen zagal salía al campo con su rebaño de cabras, a las que ordeñaba para hacer un queso, que hoy es delicia mundial, pero que por aquel entonces servía para venderlo a los señoritos de los pueblos. Mi abuela lo guardaba con celo de guardameta y mi padre y su hermana Josefa, a escondidas, todas las noches le metían mano, ¡vaya lazarillos! Mi abuela siempre decía que aquel queso menguaba de forma extraña ¡El hambre que pasaron! Hasta mi abuela les racionaba el pan que hacía en un horno cercano pues, con buen criterio, les decía que el hambre se pasa mejor por las noches. Por las mañanas ordeñaba una de las cabras y sopaban el pan en ese líquido agridulce.

Mi padre me contó que muchas noches, en la humilde caseta de camineros donde vivía junto a sus padres y hermanos, oía aullar a los últimos lobos de Extremadura .Una de la veces perdió una cabrita lucera pues le seguían los lobos, le entró miedo y se pasó toda una noche subido a una encina, mientras sus padres y hermanos los buscaban en las estribaciones extremeñas de Sierra Morena. En otra ocasión andando de la Nava a Fregenal, anocheciendo, se encontró de frente con el temido “canis lupus”. Los locales le habían advertido que arrastrando una manta de rafia el lobo ibérico no se acercaba al humano. Así debió ser pues cruzaron las miradas como dos animales asustados y cada uno siguió su camino con el respeto debido.

Mi padre tenía un olfato animal, ese que todos tenemos pero que no desarrollamos por vivir como urbanitas. Podía seguir el rastro de los linces extremeños pues sabía que por allí debían de andar los conejos, base alimenticia de esta belleza ibérica y de su familia. Llegó a jugar con las crías de la raposa como si fueran perritos y siempre respetando su astucia. Conocía cada verruga u oquedad de las encinas y alcornoques donde se escondía la esquiva jineta, animal de hábitos nocturnos, así como de los gatos montunos, otra de las bellezas de la dehesa. Tejones, comadrejas y meloncillos (la única mangosta europea) merodeaban por los alrededores de la caseta de camineros

Conocía al dedillo el canto de todas las aves, la más apreciada para el puchero era el pájaro perdiz. Sabía hacer el canto de la patirroja con una simple hoja, increíble. Con el chasquido de los dientes imitaba a la perfección el canto de la codorniz. Al punto que se le acercaban como si fueran un perrito faldero. Conocía al dedillo el canto del búho chico, del otillo, de la lechuza. Con solo alzar la mirada distinguía el vuelo del buitre leonado, del negro, del águila culebrera, imperial ibérica o real. Que decir de las torcaces y zuritas, ni Paco «el Bajo» de “Los Santos Inocentes” le superaba. Avutardas, agua-nieves, y la bellísima grulla eran aves que se dejaban ver por aquellos lares. Un espectáculo. El bicho al que más temía, amén del lobo, era a la víbora hocicuda y la culebra bastarda, tenía que evitar que buscaran las ubres de las cabras para saciar su sed con su leche. Sin embargo al lagarto no le hacía ascos y era base de su dieta mediterránea.

Con juncos hacia jaulas para grillos y ¡cómo cantaban los condenados!

Tiempos que fueron y no vendrán pero que aún perduran en nuestra memoria gracias a él y que vistos con perspectivas me dan una envidia sana. Mi padre nos transmitió ese amor a la naturaleza y el respeto debido para con los animales.

 

La vida hay que exprimirla como un limón de paella. Hoy, viendo esta foto, me acuerdo de los que se fueron: NUESTROS inolvidables e imprescindibles

 

Gracias Papá por haberme enseñado tanto, ha sido un honor servir a tus órdenes.