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17 enero 2021 • Seguir a Cristo, entonces igual que y ahora, significa entregar nuestra propia vida.

Angel David Martín Rubio

Llamados a estar con Él

Durante las fiestas de Navidad, hemos considerado principalmente los misterios de la vida oculta del Señor. A partir de este domingo, y hasta que comience el tiempo de Cuaresma, vamos a contemplar su «vida pública». Hablamos de «vida oculta» para referirnos al tiempo que Jesús vivió en el hogar de Nazaret mientras que su «vida pública» se inicia con el bautismo y las tentaciones en el desierto. A partir de entonces, el Señor comienza a predicar la llegada del reino de Dios y las disposiciones que exige; a llamar a sus discípulos y a confirmar su enseñanza con los milagros que hacía.

I. La vocación de los primeros discípulos. El Evangelio (II Domingo del Tiempo Ordinario, ciclo B: Jn 1, 35-42) nos presenta a san Juan Bautista que fijándose en Jesús que pasaba le llamó «el Cordero de Dios». Palabras misteriosas pero que resonaron sin duda en el corazón de unos hombres que estaban familiarizados con las Sagradas Escrituras. Que conocían el significado del cordero pascual cuya sangre había sido derramada la noche en que los judíos fueron liberados de la esclavitud de Egipto. Y también el cordero pascual que cada año se sacrificaba en el Templo en recuerdo de dicha liberación y de la Alianza que Dios había hecho con su pueblo. Poco después, varios de aquellos que iban a ser los primeros discípulos de Jesús escucharán su invitación a seguirle: «Venid y veréis», dice a Andrés y a su hermano; y a Simón lo llama con un nuevo nombre que indica la misión que habría de cumplir un día en su Iglesia: «tú te llamarás Cefas (que se traduce: Pedro)».

En la vida pública de Jesús, la invitación a seguirle implicaba acompañarle en su ministerio, escuchar su doctrina, seguir su misma forma de vida… para nosotros los bautizados, los cristianos, el seguimiento se debe traducir en vivir según la vida de Cristo. Seguir a Cristo, entonces igual que ahora, significa entregar el corazón, lo más íntimo y profundo de nuestro ser, nuestra propia 00vida.

II. La vocación de los cristianos. Dios Padre quiso expresamente llamarnos a la vida (nadie ha nacido por azar), creó directamente nuestra alma única e irrepetible, y nos hizo participar de su vida mediante el Bautismo. Nos ha designado un cometido propio, y nos ha preparado un lugar en el Cielo, donde nos espera como un padre aguarda a su hijo. Todo creyente, cada uno de nosotros, ha sido llamado desde la eternidad a la más alta vocación: la condición de hijos de Dios, la filiación divina. «Esta vocación a la vida eterna es sobrenatural. Depende enteramente de la iniciativa gratuita de Dios, porque sólo él puede revelarse y darse a sí mismo» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1998). Es Dios quien nos hace gratuitamente la oferta de salvación. Él llama y a nosotros toca responder, como Samuel (1ª lectura: 1 Sam 3, 3b-10. 19): «Habla, Señor, que tu siervo escucha».

Pero esta nueva vida tiene lugar por Cristo, y en Él. Es decir que no hay sino un Hijo de Dios, y nosotros somos hijos de Dios por una inserción vital en Jesús; no tenemos una filiación propia, sino que estamos sumergidos en su plenitud (Mons. STRAUBINGER, La Sagrada Biblia, in Ef 1, 5). Como dice san Pablo (2ª Lectura: 1Cor 6, 13c-15a. 17-20) «¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? […] ¿Acaso no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que habita en vosotros?». El Apóstol está hablando de cómo el cristiano se hace uno mismo con Cristo, incorporado como miembro suyo por el Bautismo y destinado a permanecer unido a Él, a vivir su misma vida. «El que se une al Señor es un espíritu con él» por participar de la divina naturaleza mediante la gracia. A propósito de este versículo dice santo Tomás: «De la naturaleza del amor es transformar al amante en el amado; por consiguiente, si amamos lo vil y caduco nos hacemos viles e inestables… Si amamos a Dios nos hacemos divinos» (Los diez mandamientos, Prólogo).

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Hagamos el propósito de conocer nuestra vocación cristiana, de ser fieles a ella y de aceptar las consecuencias que esa fidelidad nos impone. Sin duda que de ello dependerán cosas grandes y pequeñas mientras vivimos en este mundo, pero sobre todo la felicidad de ser hijos de Dios y la esperanza de estar por toda la eternidad con ese Padre que «nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo» (Ef 1, 4).