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25 noviembre 2020 • Que fuera el obispo más longevo del mundo no debe oscurecer o anular otros datos de mayor relevancia del personaje.

Luis Gómez - pbro.

En la muerte de un obispo católico y español: Mons. Damián Iguacen Borau

Es normal, en nuestra sociedad, que el lector de las noticias diarias retenga lo más superficial o lo más llamativo. El exceso de información impide, lo que es querido por los propios medios informativos, profundizar en una reflexión acorde a la importancia del acontecimiento relatado. En este caso, el fallecimiento del obispo más longevo del mundo, 104 años, es dato suficiente para oscurecer o anular otros de mayor relevancia del personaje.

No voy a entretenerme en lo que hasta Wikipedia recoge y los esforzados copistas reproducen. Simplemente, deseo hacer honor al título de este artículo y compartir un par de detalles de vivencias mías. Sí, era don Damián obispo católico en una época en que no todos los miembros del “Colegio Episcopal” merecen ese tratamiento. Predicador de Cristo, como único Salvador, y de su Evangelio, humilde propagador de la Verdad, pastor preocupado por la salvación de las almas a él encomendadas. Jamás en su hablar o en sus escritos se encontrará nada que no sea fidelidad a la Fuentes de la Revelación, Sagradas Escrituras y Tradición, conforme al Magisterio eclesial.

Mientras fue obispo residencial en sus gestos e indumentaria, tiempo en el que siempre portó la sotana, no dejó de manifestar la sencillez de quien sabía que la labor a realizar era de obediencia a Cristo y no de creatividad propia. Su visión de la realidad estaba empapada de amor filial a la Iglesia. Recuerdo, en el último encuentro que tuve con él, ya octogenario, preguntarle por quien hubiese votado, si hubiera sido cardenal, en un Cónclave para elegir papa; sin pestañear y con rapidez me respondió “por el Cardenal Siri”.

Nunca ocultó su amor a una España católica, preocupado por el devenir de los acontecimientos. Testigo de la persecución sanguinaria a la que fue sometida la Iglesia en la España de 1931 a 1939, siendo seminarista participó de la Cruzada. En mi memoria quedó su respuesta a la pregunta, algo maliciosa, de un seminarista del seminario menor: “¿Monseñor usted hizo la Mili?” Inmediatamente, respondió “estuve en la guerra con Franco”. Mientras pudo, acudía a rezar en la tranquilidad y la paz del Valle de los Caídos. Precisamente, acompañándolo en un viaje al divisar a lo lejos, desde el coche, la cruz más grande del mundo, me preguntaba socarronamente para buscarme le lengua “¿quién está enterrado ahí?”.

Son muchas las anécdotas que podría plasmar en estas líneas, pero no es esa mi intención. Fuera de toda sensiblería, solamente apuntar aspectos que no aparecerán en los medios.

Finalizo con un extracto de sus sentidas y sinceras palabras, siendo obispo de Teruel, con motivo de la muerte de Franco:

“Pedimos para el que ha sido nuestro Jefe de Estado el descanso eterno, la luz perpetua, la paz inalterable. El descanso de Dios, después de una vida apretada de trabajos, de preocupaciones y responsabilidades tremendas. A la luz de Dios que le introduzca en la Verdad plena, a él, que tanto se esforzó por encontrar caminos nuevos para un pueblo que le confió  su destino. La paz de Dios, esa paz que el mundo no puede dar…Pidamos por nuestra amada España, la patria que él tanto amó y a la que él sirvió con total entrega y dedicación…”.

Solicitamos a Dios lo que él, buen obispo, deseó a tantos: la felicidad eterna y que interceda por la Iglesia y por la España católica, sumidas en tiempo de oscuridad.