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22 noviembre 2020 • Se ha aprovechado la reforma litúrgica para provocar una completa transformación del contenido de esta fiesta

Angel David Martín Rubio

Cristo, Rey de las Naciones y del Universo

Las fiestas litúrgicas son ante todo para tributar culto a Dios. Constituyen a través del Año Litúrgico, el homenaje de adoración, alabanza y acción de gracias a Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, que nos redimió y santificó y que es bendito en sus santos. Pero las fiestas encierran, además, no pocos beneficios y enseñanzas para los que participan en ellas, por eso «en el decurso de los siglos se fueron introduciendo una después de otra, según la necesidad o la utilidad del pueblo cristiano parecía pedirlo» (Pío XI, Quas Primas, nº 21).

La fiesta de Cristo Rey, instituida por el papa Pío XI en 1925, responde también a una necesidad y de ahí su doble carácter. Tiene una significación individual: nos habla de un Reino de verdad y de vida… reino en la inteligencia, voluntad, corazón de los hombres. Pero tiene, sobre todo, un carácter marcadamente social. Es decir, fue establecida como remedio a los males de la época: «Si mandamos que Cristo Rey sea honrado por todos los católicos del mundo, con ello proveeremos a las necesidades de los tiempos presentes, aportando un remedio eficacísimo a la peste que infesta la humana sociedad» (QP, nº 23).

I. ¿Cuáles son esos males a los que se refería Pío XI?

  • Alejamiento de Cristo: «Tan grande inundación de males se extiende por el mundo porque la mayor parte de los hombres se han alejado de Jesucristo y de su santa ley en la práctica de su vida, en la familia y en las cosas públicas» (QP, nº1).
  • Falta de verdadera paz que no puede existir «si no se observan fielmente en la vida pública y en la privada las enseñanzas, los preceptos y los ejemplos de Cristo» (Ubi arcano, nº 22).
  • Perturbación de la sociedad: «Alejado de hecho Jesucristo de las leyes y de la cosa pública, la autoridad aparece, sin más como derivada no de Dios, sino de los hombres; de modo que hasta el fundamento de ella vacila; quitada la causa primera, no hay razón para que uno deba mandar y otro obedecer. De esto se ha seguido una general perturbación de la sociedad, la cual ya no se apoya sobre sus fundamentos principales» (QP, nº 16).

Pío XI señala como raíz de donde proceden todos los males el laicismo y señala sus errores y los frutos que de él se derivan. Contra este pernicioso error, la Iglesia enarbola el verdadero significado de esta fiesta proclamando la siguiente verdad de fe: Cristo es Rey, por tres títulos, cada uno de ellos de sobra suficiente para conferirle un verdadero poder sobre los hombres. Es Rey por título de nacimiento, por ser el Hijo Verdadero de Dios Omnipotente, Creador de todas las cosas; es Rey por título de mérito, por ser el Hombre más excelente que ha existido ni existirá, y es Rey por título de conquista, por haber salvado con su doctrina y su sangre a la humanidad de la esclavitud del pecado y del infierno.

En el reconocimiento de esta realeza de Cristo y en la sumisión a su poder radica el remedio a los males y la fuente de no pocos bienes:

  • En la Iglesia: se recordará que «la Iglesia, habiendo sido establecida por Cristo como sociedad perfecta, exige por derecho propio, al cual no puede renunciar, plena libertad e independencia del Poder civil; y en el ejercicio de su divino ministerio de enseñar, regir y conducir a la felicidad eterna a todos aquellos que pertenecen al reino de Cristo, no puede depender del arbitrio de nadie» (QP, nº 31).
  • En la sociedad: «Será también advertencia para las naciones de que el deber de venerar públicamente a Cristo y de prestarle obediencia se refiere no sólo a los particulares, sino también a todos los magistrados y gobernantes; traerá a éstos el pensamiento del juicio final, en el cual Cristo, arrojado de la sociedad o solamente ignorado y despreciado, vengará acerbamente tantas injurias recibidas: como quiera que reclama su real dignidad que la sociedad entera se uniforme a los divinos mandamientos y a los principios cristianos, ya al establecer leyes, ya al administrar justicia, ya, finalmente, en la formación del alma de la juventud en la sana doctrina y en la santidad de las costumbres» (QP, nº 33).
  • En los individuos: «Es necesario, por tanto, que Él reine en la mente del hombre, la cual, con perfecta sumisión, debe prestar firme y constante asentimiento a las verdades reveladas a la doctrina de Cristo; que reine en el corazón, el cual, apreciando menos los apetitos naturales, debe amar a Dios sobre todas las cosas y a Él solo estar unido; que reine en el cuerpo y en los miembros, que, como instrumento, o, por decirlo con el apóstol Pablo, como “armas de justicia para Dios” (Rm 6,13), deben servir para la interna santificación del alma» (QP, nº 34).

II. En nuestros días continúan los males señalados, se han extendido y se han agravado. Sin embargo, lejos de reafirmar su carácter y de aprovechar la fiesta litúrgica para vigorizar en los fieles la verdadera naturaleza del reinado de Cristo, la Iglesia conciliar ha aprovechado la reforma litúrgica para provocar una completa transformación de su contenido. Nos referimos a tres de los aspectos más notables.

  • Cambio de fecha: Desde su institución, la fiesta de Cristo Rey se celebraba el último domingo del mes de octubre, antes de Todos los Santos, por expreso deseo de Pío XI de vincular ambas fiestas: «Nos pareció también el último domingo de octubre mucho más acomodado para esta festividad que todos los demás, porque en él casi finaliza el año litúrgico; pues así sucederá que los misterios de la vida de Cristo, conmemorados en el transcurso del año, terminen y reciban coronamiento en esta solemnidad de Cristo Rey, y antes de celebrar la gloria de Todos los Santos, se celebrará y se exaltará la gloria de aquel que triunfa en todos los santos y elegidos» (QP, nº 31). En el calendario reformado, el último domingo del año litúrgico (Domingo XXXIV del tiempo ordinario) se celebra una Solemnidad bajo la denominación de “Jesucristo Rey del Universo” en la que se destaca, de manera predominante, la dimensión escatológica de la realeza de Cristo.Con razón se dirá que ambos acentos no son excluyentes y que, tampoco Pío XI se olvidaba de la realidad ultraterrena del Reino de Cristo al acentuar sus consecuencias temporales. Pero no es menos cierto que si la fiesta tenía por objeto, además de la Gloria de Cristo Rey, «condenar y reparar de alguna manera esta pública apostasía, producida, con tanto daño de la sociedad, por el laicismo» (QA nº 25), tendremos que convenir en que era mucho más apropiado insistir en que, a diferencia del reino escatológico que nos vendrá dado, es en este mundo donde los creyentes tienen que luchar por el reconocimiento de los derechos de Cristo y esforzarse por cumplir sus deberes sociales [1].
  • Cambio de nombre: La fiesta de “Cristo Rey” ha pasado a ser la de “Jesucristo, Rey del Universo”, cambio en apariencia secundario pero cuyo verdadero significado podemos captar al comprobar cómo en la oración colecta se ha eliminado la mención a Cristo como rey de las naciones o de los pueblos (el reino que «sufre violencia» -Mt 11, 12- y que los cristianos tienen que esforzarse para implantar y defender, con la gracia de Dios) para dejar paso al reino que se establecerá inevitablemente al final de la historia, con la Parusía [2].
  • Supresión de textos: Las más significativas fueron las llevadas a cabo en el himno de Vísperas Te saeculorum Principem, donde se eliminó la alusión a la rebeldía de los hombres ante el reinado de Cristo

La turbamulta impía vocifera:

“No queremos que reine Jesucristo”;

Pero en cambio nosotros te aclamamos,

Y Rey del universo te decimos (traducción del original latino).

También fueron suprimidas las estrofas que proclamaban a Nuestro Señor como Rey de la familia, del Estado, y de la Ciudad terrenal

Que con honores públicos te ensalcen

Los que tienen poder sobre la tierra;

Que el maestro y el juez te rindan culto,

Y que el arte y la ley no te desmientan.

Que las insignias de los reyes todos

Te sean para siempre dedicadas,

Y que estén sometidos a tu cetro

Los ciudadanos todos de la patria (traducción del original latino).

A la vista de lo expuesto, el contenido de ambas fiestas (la de Pío XI y la del Misal reformado) no parece meramente acumulable ni pueden ser vistas como un mero traslado cronológico. Celebrar una u otra fiesta implica asumir el espíritu propio de cada una de ellas, las afirmaciones respectivas y las negaciones, aunque éstas se produzcan por la vía de la mera supresión o del acento escatológico.

Una vez más se comprueba la certeza del adagio legem credendi, lex statuat suplicandi y cómo Pío XI se sirvió de la Liturgia para expresar unos contenidos de fe y que, años después, los reformadores posconciliares hicieron lo mismo para subrayar otros postulados en los que, en nombre de la libertad religiosa y de la autonomía de las realidades temporales, se prohíbe vincular el Estado a la religión católica [3]. En este contexto, la nueva fiesta no invita a incidir en el orden político y social actual ni en la responsabilidad de la Iglesia para que las naciones den culto al verdadero Dios y edifiquen a esa luz sus ordenamientos jurídicos [4].

III. El Reino de Jesucristo, aunque iniciado en el tiempo, se perfeccionará y se manifestará plenamente sólo con su Segundo Advenimiento.

La llamada para que a nuestro alrededor el espíritu de Cristo impregne todas las realidades terrenas, no puede desdibujar del horizonte del cristiano –y menos aún en los tiempos que vivimos- la realidad de la esperanza en la segunda venida de Cristo en poder y majestad, la venida gloriosa que llenará los corazones y secará toda lágrima de infelicidad.

De lo contrario la proclamación del reino de Cristo en contraste con la realidad que nos rodea acabaría por conducirnos al desánimo y al abandono o a la fuga en pos de realidades consoladoras. Plantear la profesión de fe en la realeza de Cristo en términos de “restauración” de la Cristiandad destruida choca con una constatación que se impone con evidencia. Estamos muy lejos, después de veinte siglos de cristianismo, de ver algún lugar en el cual el Reino de Cristo sea efectivo, y ni siquiera se vislumbra en el futuro una semejante realización, sino más bien lo contrario.

Las profecías bíblicas señalan un crecimiento de la iniquidad que culminará con la apostasía. Terminantemente se nos enseña no sólo que el mundo no mejorará poco a poco, sino que, por el contrario, irá obrando el misterio de iniquidad. Vivimos tiempos malos, y vendrán aún peores. «El Reino no se realizará, por tanto, mediante un triunfo histórico de la Iglesia (cf. Ap 13, 8) en forma de un proceso creciente, sino por una victoria de Dios sobre el último desencadenamiento del mal (cf. Ap 20, 7-10) que hará descender desde el Cielo a su Esposa (cf. Ap 21, 2-4). El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio final (cf. Ap 20, 12) después de la última sacudida cósmica de este mundo que pasa (cf. 2 P 3, 12-13)» (CATIC, 677).

No se trata de cruzarse de brazos en una espera estéril de la Venida del Señor, sino de ser dóciles instrumentos que no esperan la realización del Reino Mesiánico (y menos aún en medio de mundo que pasa), sino la vuelta del Señor para que establezca este Reino. «Así como aquel día del Señor en que tomó carne humana, fue muy deseado de todos los justos de la ley antigua desde el principio del mundo, porque en aquel misterio tenían puesta toda la esperanza de su libertad, así también después de la muerte del Hijo de Dios y su Ascensión al cielo, deseemos nosotros con vehementísimo anhelo el otro día del Señor “esperando el premio eterno, y la gloriosa venida del gran Dios”» (Catecismo Romano).

Ser conscientes de esta verdad, es lo que permite al cristiano darle la verdadera orientación a sus afanes por el reinado de Cristo, sin soñar con una reflorecimiento de la Cristiandad, que nunca llega, ni con utópicas civilizaciones del amor, que nadie ha conocido, pero sin dejar por ello de confesar la fe en toda su integridad y de sostener los derechos de Dios en la vida social. Diríamos que es la forma concreta en la que tenemos que vivir la doctrina intemporal de la realeza de Cristo los cristianos del siglo XXI.

El padre Leonardo Castellani pone una pregunta en la boca de los cristianos que viven desde estas convicciones: «¿Qué podemos hacer nosotros, si todo esto depende de una serie de destrucciones sucesivas y forma parte de una destrucción que avanza». Y responde:

«Conserva las cosas que han quedado, las cuales son perecederas», le manda decir Jesucristo al Ángel de la Iglesia de Sardes, la quinta Iglesia del Apocalipsis; lo cual quiere decir «atente a la tradición».

«Tenemos que luchar hasta el último reducto por todas las cosas buenas que han quedado, prescindiendo de si esas cosas serán todas “integradas de nuevo en Cristo”, como decía San Pío X, por nuestras propias fuerzas o por la fuerza incontrolable de la Segunda Venida de Cristo.

“La Verdad es eterna, y ha de prevalecer, sea que yo la haga prevalecer o no”

Por eso debemos oponernos a la ley del divorcio, debemos oponernos a la nueva esclavitud y a la guerra social, y debemos oponernos a la filosofía idealista, y eso sin saber si vamos a vencer o no.

“Dios no nos dice que venzamos, Dios nos pide que no seamos vencidos”». [5]

Cada vez que decimos «venga a nosotros tu reino», pedimos, entre otras cosas «que sólo Dios viva y reine en nosotros, para que en adelante no tenga lugar la muerte, sino que quede sumergida en la victoria de Cristo Señor nuestro, y que Su Majestad deshaga y destruya todo el principado, poder, y fuerzas de los enemigos y sujete a su imperio todas las cosas» (Catecismo Romano).

«Preparémonos a su venida y apresuremos su venida. Podemos ser soldados de un gran Rey; nuestras pobres efímeras vidas pueden unirse a algo grande, algo triunfal, algo absoluto. Arranquemos de ellas el egoísmo, la molicie, la mezquindad de nuestros pequeños caprichos, ambiciones y fines particulares. […]. El que pueda enseñar, que enseñe, y el que pueda quebrantar la iniquidad, que la golpee y que la persiga, aunque sea con riesgo de la vida. Y para eso, purifiquemos cada uno de faltas y de errores nuestra vida. Acudamos a la Inmaculada Madre de Dios, Reina de los ángeles y de los hombres, para que se digne elegirnos para militar con Cristo, no solamente ofreciendo todas nuestras personas al trabajo, como decía el capitán Ignacio de Loyola, sino también para distinguirnos y señalarnos en esa misma campaña del Reino de Dios contra las fuerzas del Mal, campaña que es el eje de la historia del mundo — sabiendo que nuestro Rey es invencible, que su Reino no tendrá fin, que su triunfo y venida no está lejos y que su recompensa supera todas las vanidades de este mundo, y más todavía, todo cuanto el ojo vio, el oído oyó y la mente humana pudo soñar de hermoso y de glorioso» [6]. 

Acudimos, una vez más, a Nuestra Señora la Inmaculada Virgen María. Que Ella apresure lo que pedimos cada día en el padre nuestro: «adveniat regnum tuum — venga a nosotros tu reino». Que Cristo reine sobre nuestras almas, sobre nuestras familias, sobre nuestra Patria —en la que prometió reinar con más veneración que en otras partes— y sobre todos los hombres reunidos en su Santa Iglesia.


[1] Las referencias a la realeza de Cristo en otras fiestas litúrgicas (como el Domingo de Ramos) han sido, también, drásticamente podadas en el Misa reformado. Cfr. Ignacio BARREIRO, “La realeza de Cristo en la liturgia y en el dogma. Un caso de efecto inducido”, en Bernard DUMONT – Miguel AYUSO – Danilo CASTELLANO, Iglesia y política (Cambiar de paradigma), Madrid: Fundación Elías de Tejada, 2003, págs. 130-132.

[2] En el Gradual de la Misa ordenada por Pío XI (Sal 71, 8 y 11), el salmista habla de un reinado que se extiende por las regiones citadas en los vv. 8 y 10 y que representan el mundo entonces conocido, para indicar que toda la tierra reconocerá el imperio del Mesías. «Después el fin, cuando Él entregue el reino al Dios y Padre, cuando haya derribado todo principado y toda potestad y todo poder. Porque es necesario que Él reine “hasta que ponga a todos los enemigos bajo sus pies”. El último enemigo destruido será la muerte» (I Cor 15, 24-26). Después de haber triunfado completamente de todos sus enemigos, Jesucristo cambiará esta manera de reinar en otra más sublime y espiritual (Mons. Straubinger, in v. 25.

[3] Es decir, hicieron un uso perverso del mismo principio explicitado por Pío XI en QA nº 20: «Porque para instruir al pueblo en las cosas de la fe y atraerle por medio de ellas a los íntimos goces del espíritu, mucho más eficacia tienen las fiestas anuales de los sagrados misterios que cualesquiera enseñanzas, por autorizadas que sean, del eclesiástico magisterio».

[4] Aunque no entramos a fondo en la cuestión, tampoco deja de ser problemática la mención al “Universo” susceptible de una interpretación en la línea “cósmica” sugerida por Teilhard y elogiada por Benedicto XVI (Homilía de Vísperas en la Catedral de Aosta, 24 de julio de 2009): «Nosotros mismos, con todo nuestro ser, debemos ser adoración, sacrificio, restituir nuestro mundo a Dios y transformar así el mundo. La función del sacerdocio es consagrar el mundo para que se transforme en hostia viva, para que el mundo se convierta en liturgia: que la liturgia no sea algo paralelo a la realidad del mundo, sino que el mundo mismo se transforme en hostia viva, que se convierta en liturgia. Es la gran visión que después tuvo también Teilhard de Chardin: al final tendremos una auténtica liturgia cósmica, en la que el cosmos se convierta en hostia viva». La cuestión no es secundaria porque la realeza de Cristo tiene como corolario la «recapitulación de todas las cosas en Cristo» de que habla San Pablo. Ya Garrigou Lagrange advirtió que la nouvelle théologie se propone, entre otras reinterpretaciones de contenidos de la fe, la de la integración universal final, el Cristo cósmico y la convergencia de todas las religiones hacia un centro cósmico universal.

[5] Estas ideas del padre Castellani son sistematizadas y explicitadas por el padre Juan Carlos Ceriani en su trabajo: El Reverendo Padre Leandro Castellani “Un profeta de los últimos tiempos”

[6] Leonardo CASTELLANI, “Cristo Rey”, en Cristo, ¿vuelve o no vuelve?, Buenos Aires: Vórtice, 2004, págs. 159-160.