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21 noviembre 2020 • Algunos temas que de origen mitológico/teológico conciernen directamente a la democracia contemporánea

Manuel Fernández Espinosa

Los conceptos teológicos subrepticios y secularizados en la política moderna

El gran politólogo alemán Carl Schmitt sostenía que todos los conceptos políticos modernos son la secularización de conceptos teológicos o mitológicos. Ernst H. Kantorowicz también lo demostró en el campo de la historia, con su obra «Los dos cuerpos del Rey. Un estudio de teología política medieval».

Veamos a vuelapluma algunos temas que de origen mitológico/teológico conciernen directamente a la democracia contemporánea, después de operada la secularización del concepto sacral en su origen. Entenderemos por secularización aquí el proceso por el cual nociones, creencias, dogmas (y hasta herejías) se transforman en nociones y creencias mundanas, despojadas de su dimensión religiosa.

Las democracias modernas se basan en el quimérico «pacto social» o «contrato social» que lleva a los individuos del «estado de naturaleza» a la «sociedad civil»: estos conceptos los emplearon Thomas Hobbes, John Locke y Jean Jacques Rousseau. A grandes rasgos, en lo que coinciden los tres es que ese «estado de naturaleza» vendría a ser el supuesto estado anterior a la sociedad. Difieren en cuanto a la bondad o maldad de la humanidad en ese hipotético estado de naturaleza. Rousseau es un optimista antropológico y piensa que la sociedad es la que ha corrompido al hombre -que -en estado de naturaleza- sería «inmaculado». Rousseau omite el pecado original y se sitúa próximo a la herejía adamita (herejía del siglo II d. C. que rebrotaría con los valdenses y los anabaptistas: el adamismo es también el precedente herético del nudismo). En los antípodas tenemos a Hobbes que piensa que, en estado de naturaleza, todo hombre es un lobo para el hombre. Dirimir esa discrepancia no interesa ahora.

El hecho es que el «estado de naturaleza» es una secularización más de un concepto teológico (el estado paradisíaco) o, si se quiere, mitológico (la Edad de Oro). Y -en mi opinión- como todo concepto secularizado viene a ser a la postre una degradación. Pero mi opinión ahora no importa.

Lo que importa es pararse a considerar que nuestras democracias -laicistas y descreídas- se montan sobre la depauperación de un concepto teológico/mitológico: nuestras democracias occidentales, las mismas que se jactan de haber superado el «estadio religioso» y el «estadio filosófico» (utilizo terminología positivista que ha sido asumida, inconscientemente casi siempre, pues por supuesto hay que dudar que ningún político nuestro sepa en profundidad quién es Comte), las mismas que se ríen autosuficientes ante las concepciones religiosas del origen de la humanidad, esas mismas, son las que operan con una premisa que está extraída de una concepción mítica y religiosa del origen de la sociedad. Demuestran por lo tanto que nos venden mercancía averiada.

Toda la filosofía política de la modernidad podría interpretarse como un despropósito, como una contradicción… Pero sus contradicciones, sus disparates no son más que derivaciones de un «pecado original»… Y no es el de la «manzana» en el Edén, es el del olvido de miles de años de pensamiento filosófico y teológico. Que, por eso mismo, no interesa que se conozcan en profundidad: de ahí la insidiosa y contumaz destrucción o depauperación de las Humanidades (Filosofía, Historia, Religión, Lengua y Literatura…).

¿Cómo se llegó a la democracia moderna? El papel del calvinismo ha sido estudiado por Max Weber en su clásica obra sobre las bases calvinistas del capitalismo (ahí la prosperidad económica como signo de predestinación); pero no ha sido lo suficientemente subrayado que el calvinismo también sentó las bases de la democracia, pues cuando suprimió el clero, extendiendo el sacerdocio a todos los miembros de la iglesia, afirmó el sacerdocio universal: a partir de ese momento, todo creyente es sacerdote; y poco después, todo ciudadano será soberano, al menos en la teoría. Pero Ginebra era una república teocrática, donde la Inquisición calvinista imponía (incluso con más rigor que la Inquisición española) la confesionalidad: no se lo podemos preguntar a Miguel Servet, pues la Inquisición calvinista de Ginebra lo quemó en la hoguera. Pero así fue como empezó la democracia: en una teocracia calvinista. Calvino en Ginebra. Siglos después: Jean-Jacques Rousseau, ginebrino. Paradójico, pero así es: la democracia moderna es el derivado secularizado de un estado teocrático.

Por otro lado, el mismo concepto de «progreso» proviene del pensamiento cristiano, en concreto de Leibniz que (aunque conservador en política) sostuvo que «hay un progreso perpetuo y libre del universo entero (…) que siempre está avanzando hacia más”, aunque serían Condorcet y Turgot en la Ilustración del siglo XVIII los que lo secularizarían completamente. El progresismo contemporáneo, pese a su deficitaria solidez en ideas (hoy en día es un pastiche de disparates y lugares comunes), participa «velis nolis» de un concepto lineal del tiempo que es propio de la mentalidad judeo-cristiana. En el marxismo eso adquiere proporciones incluso apocalípticas: la «lucha final» con el triunfo del proletariado es la batalla entre el bien (el proletariado) y el mal (el capitalismo): el concepto de Mesías se seculariza y colectiviza, es el proletariado el que traerá el «Paraíso» a la tierra.

La mayor parte de los conceptos políticos no son otra cosa que la secularización de conceptos teológicos (eclesiológicos, esjatológicos, etcétera). Y podríamos seguir.