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2 noviembre 2020 • Rito Romano Tradicional

Marcial Flavius - presbyter

Conmemoración de todos los fieles difuntos: 2-noviembre-2020

1ª Misa

EPÍSTOLA (1Cor 15, 51-57): Mirad, os voy a declarar un misterio: No todos moriremos, pero todos seremos transformados. En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, cuando suene la última trompeta; porque sonará, y los muertos resucitarán incorruptibles, y nosotros seremos transformados. Porque es preciso que esto que es corruptible se vista de incorrupción, y que esto que es mortal se vista de inmortalidad. Y cuando esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: «La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?». El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la ley ¡Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo!

EVANGELIO (Jn 5, 25-29): En verdad, en verdad os digo: llega la hora, y ya está aquí, en que los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que hayan oído vivirán. Porque, igual que el Padre tiene vida en sí mismo, así ha dado también al Hijo tener vida en sí mismo. Y le ha dado potestad de juzgar, porque es el Hijo del hombre. No os sorprenda esto, porque viene la hora en que los que están en el sepulcro oirán su voz: los que hayan hecho el bien saldrán a una resurrección de vida; los que hayan hecho el mal, a una resurrección de juicio.

2ª Misa

2 Mac 12, 43-46: [42: Por su parte, el noble Judas arengó a la tropa a conservarse sin pecado, después de ver con sus propios ojos las consecuencias de los pecados de los que habían caído en la batalla.] Luego recogió dos mil dracmas de plata entre sus hombres y las envió a Jerusalén para que ofreciesen un sacrificio de expiación. Obró con gran rectitud y nobleza, pensando en la resurrección. Si no hubiera esperado la resurrección de los caídos, habría sido inútil y ridículo rezar por los muertos. Pero, considerando que a los que habían muerto piadosamente les estaba reservado un magnífico premio, la idea era piadosa y santa. Por eso, encargó un sacrificio de expiación por los muertos, para que fueran liberados del pecado.

Jn 6, 37-40: Todo lo que me da el Padre vendrá a mí, y al que venga a mí no lo echaré afuera, porque he bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado. Esta es la voluntad del que me ha enviado: que no pierda nada de lo que me dio, sino que lo resucite en el último día. Esta es la voluntad de mi Padre: que todo el que ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día»

3ª Misa

Ap 14, 13: Oí una voz del cielo, que decía: «Escribe: ¡Bienaventurados los muertos, los que mueren en el Señor! Sí —dice el Espíritu—, que descansen de sus fatigas, porque sus obras los acompañan».

Jn 6, 51-55: Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo». Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede este darnos a comer su carne?». Entonces Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida

Santa Teresa de Jesús intercediendo por las benditas ánimas del purgatorio

Reflexión

 1. Leemos en una de las Epístolas de las Misas del 2 de noviembre, como Judas Macabeo, pensando en la futura resurrección de los soldados caídos en un combate, ordenó que fueran ofrecidos sacrificios para alcanzarles la purificación del pecado cometido (2Mac 12, 43-46). Se trataba de una culpa que necesitaba perdón de Dios; pero ese perdón podía ser obtenido en la otra vida a base de las expiaciones ofrecidas en la tierra. Se trataba, de un pecado leve (por ignorancia de la ley o por conciencia errónea) o, al menos, de un pecado grave del que se arrepintieron antes de morir.

La tradición cristiana ha considerado este texto como demostrativo de la existencia del Purgatorio. “Todo este pasaje es el testimonio más explícito de la existencia de un purgatorio para los que mueren en gracia de Dios, pero no tienen suficientemente pura el alma, y de la eficacia de los sacrificios y de las oraciones ofrecidas por su salvación» (Schuster-Holzammer). Es, además, un testimonio de la fe en la inmortalidad y la resurrección: “Si no hubiera esperado la resurrección de los caídos, habría sido inútil y ridículo rezar por los muertos”.

La Iglesia llama Purgatorio a la purificación final de los elegidos que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación y sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo.

Es una idea piadosa y santa rezar, por los difuntos para que sean liberados del pecado«. Sostenidos por esta verdad revelada por Dios, los sacerdotes ofrecemos la Misa en sufragio del alma de los difuntos: “para que sean liberados del pecado”. Esto forma parte de uno de los fines por los que se ofrece a Dios el Santo Sacrificio la Misa (el fin propiciatorio): “para aplacarle, para darle alguna satisfacción de nuestros pecados y para ofrecerle sufragios por las almas del purgatorio”(Catecismo Mayor).

La comunión de los santos se extiende también al cielo y al purgatorio, porque la caridad une las tres Iglesias: triunfante, purgante y militante; los santos ruegan a Dios por nosotros y por las almas del purgatorio, y nosotros damos honor y gloria a los santos, y podemos aliviar a las almas del purgatorio aplicándoles en sufragio misas, limosnas, indulgencias y otras buenas obras. (Ibíd.).

2. “Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera”. Con estas palabras responde Jesús a propósito de dos casos semejantes que sucedieron entonces, matando Pilato de repente a ciertos galileos y cayéndose la torre de Siloé sobre 18 hombres (cfr. Lc 13, 1-9).

“Que es decir: cuando viereis morir algunos de repente y con muerte desastrosa, no os aseguréis vanamente, diciendo que esto les sucedió por ser grandes pecadores; porque os digo de verdad que cualquier pecador, aunque no sea tan grande, si no hace penitencia, es digno de este castigo y vendrá a perecer como éstos perecieron” (padre Lapuente, Meditaciones).

En el momento de la muerte se aprecia la vida tal cual es. Se acaba la vida de los sentidos y se encuentra el hombre más cerca de Dios. Pero entonces será tarde. Hoy en cambio, la consideración de la verdad de la muerte puede influir en los actos de nuestra vida. La Epístola de la 3ª Misa subraya este aspecto:

En aquellos días: escuché una voz que me ordenaba desde el cielo: «Escribe: ¡Felices los muertos que mueren en el Señor! Sí –dice el Espíritu– de ahora en adelante, ellos pueden descansar de sus fatigas, porque sus obras los acompañan» (Apoc. 14, 13).

Vivir en gracia santificante es lo único que interesa en la hora de la muerte. El resto de las cosas  de este mundo debemos considerarlas como medio y no como fin. Usemos de ellas en cuanto llevan a Dios y rompamos con aquellas que nos alejan de Él. Examinemos si nuestras manos están llenas de obras hechas por amor al Señor, o si, por el contrario, una cierta dureza de corazón o el egoísmo de pensar excesivamente en nosotros mismos está impidiendo que demos a Dios todo lo que espera de cada uno.

Ante la muerte, lejos de ahogarnos en preguntas que no tienen respuesta, pedimos a Dios que aprovechemos cada día más de nuestra vida como una ocasión de gracia para poner en práctica la invitación de Jesús a la conversión, para abrirnos al mensaje de esperanza que se encierra en la Cruz de Cristo.

A la Virgen María, a su intercesión y a sus méritos, nos acogemos: que preparare nuestras almas para recibir al Señor que llega en los acontecimientos de nuestra vida y en el encuentro definitivo, el día que cerremos nuestros ojos a este mundo con la esperanza de contemplar a Dios por toda la eternidad.