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18 octubre 2020 • Por no ser de este mundo, el reino de Cristo ejerce la suprema autoridad y es superior a todos los de la tierra

Angel David Martín Rubio

«El César también es de Dios»

En el Evangelio de este Domingo (Forma ordinaria: 29º del Tiempo Ordinario, Ciclo A: Mt 22, 15-21) escuchamos una pregunta dirigida a Jesús: «Dinos, pues, qué opinas: ¿es lícito pagar impuesto al César o no?» (v. 17)

Los fariseos y herodianos mantenían posiciones contrarias al respecto y, al someterle a esa cuestión, trataban de tenderle una trampa. El César era el emperador de Roma, el representante de un poder político extranjero y pagano. Pagar impuestos era considerado por algunos como una colaboración ilícita con el poder romano que dominaba al pueblo elegido. Si el Maestro lo admitía, los fariseos le podrían considerar como cómplice de los romanos y desacreditarlo ante una buena parte del pueblo; sí se oponía, los herodianos, aliados del poder establecido, tendrían motivo para denunciarle a la autoridad romana. Como explica san Jerónimo:

«Hacía poco que Judea había quedado sometida a los romanos por César Augusto, cuando tuvo lugar el censo de todo el mundo, y se establecieron los tributos. Por eso había en el pueblo mucho deseo de insurreccionarse. Decían unos que los romanos cuidaban de la seguridad y de la tranquilidad de todos, por cuya razón se les debía pagar el tributo; pero los fariseos, que se atribuían toda justicia, apoyaban, por el contrario, que el pueblo de Dios (que ya pagaba los diezmos, daba las primicias, y todo lo demás que estaba prescrito en la ley) no debía estar sujeto a leyes humanas. Pero César Augusto había colocado a Herodes, hijo de Antipatro, extranjero y prosélito, como rey de los judíos; el cual debía ordenar los tributos y obedecer al Imperio Romano. Por lo tanto, los fariseos envían a sus discípulos con los herodianos, esto es, o con los soldados de Herodes o con aquellos a quienes daban el apodo irónico de herodianos y trataban como no afectos al culto divino, porque pagaban sus tributos a los romanos».

Jesús no cae en la trampa de una pregunta insidiosamente planteada. En esta Su respuesta no se limita al sí o al no: «Dad al César lo que es del César», es decir: lo que le corresponde, pero nada más que lo que le corresponde, porque ni el Estado ni los poderes políticos tienen una potestad y un dominio absolutos: «dad a Dios lo que es de Dios».

Siguiendo esta enseñanza, los cristianos hemos de ser ciudadanos que cumplen con exactitud sus deberes para con la sociedad, para con el Estado, para con la empresa en la que trabajamos…: no deben existir colaboradores más leales en la promoción del bien común. Y esta fidelidad nace de nuestra conciencia, del mandato de Jesucristo por eso tampoco podemos olvidar que hay que dar a Dios lo que a Él le pertenece. Como afirmó Vázquez de Mella glosando estas mismas palabras de Jesús: «el César también es de Dios y no tiene más atribuciones y derechos que los que por ley divina se le conceden». Y concluía, en el mismo artículo, desvaneciendo las falsas interpretaciones de la respuesta a Pilato «mi reino no es de este mundo» (Jn 18, 36):

«Pues es claro; si fuera de este mundo, sería temporal como los otros y, por lo tanto, igual y no superior a ellos. Por no ser de este mundo ejerce la suprema autoridad y es superior a todos los de la tierra, que aunque lo nieguen no se libran de su poder» (Tradición Vasca, Bilbao, 26-marzo-1910)

La primera lectura nos habla de cómo Dios elige sus instrumentos de salvación donde quiere. Para sacar a su pueblo del destierro se valdrá de Ciro, un rey pagano (Is 45, 1. 4-6). Por tanto, también se sirve el Señor de la autoridad política para hacer el bien, pues nada queda fuera de su dominio paternal. En cambio, en otros muchos lugares, como por boca del profeta Isaías, clama contra «los que establecen decretos inicuos, y publican prescripciones vejatorias» (Is 10, 1). Cuando se abusa del poder imponiendo cosas contrarias a los derechos de Dios y de su Iglesia, los cristianos deben responder con valentía como los Apóstoles: «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29); y poner fin a esa situación sirviéndose de todos los medios lícitos que estén a su alcance. Así lo ha hecho desde sus orígenes la Iglesia, llegando a sufrir por ello la persecución y la muerte, como nos demuestra la historia de los mártires a lo largo de veinte siglos.

Como una orientación práctica para la conducta de los cristianos en este terreno, recordamos los «valores no negociables» enunciados por Benedicto XVI y continuamente negados y traicionados en su doctrina y en su práctica por los partidos que vienen siendo respaldados sistemáticamente con su voto por millones de bautizados:

«El respeto y la defensa de la vida humana, desde su concepción hasta su fin natural; la familia fundada en el matrimonio entre hombre y mujer; la libertad de educación de los hijos y la promoción del bien común en todas sus formas. Estos valores no son negociables. Así pues, los políticos y los legisladores católicos, conscientes de su grave responsabilidad social, deben sentirse particularmente interpelados por su conciencia, rectamente formada, para presentar y apoyar leyes inspiradas en los valores fundados en la naturaleza humana» (Sacramentum Caritatis, 83).

Dicho sea esto sin olvidar que resulta contradictorio dar por bueno un sistema que lleva jurídicamente a efectos inadmisibles y no es posible en conciencia instalarse tranquilamente en él, sin hacer lo necesario por enderezarlo y por desligarse de responsabilidades que no se pueden compartir.

Todo en nuestra vida es del Señor, y nada puede quedar al margen de Él, menos aún nuestra vida social. Que Nuestra Señora nos alcance la gracia de vivir siempre y en todo lugar como verdaderos hijos de Dios.