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18 abril 2019 • En siete días concluyó el Señor la creación del universo, y con siete palabras ha querido finalizar la obra de la redención del mundo.

Angel David Martín Rubio

Meditación de las Siete Palabras

El Verbo se hizo carne (Jn 1, 14) y pronunció palabras de vida eterna. Escuchemos las últimas que dijo desde la cruz.

En siete días concluyó el Señor la creación del universo, y con siete palabras ha querido finalizar la obra de la redención del mundo.

1.     Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen (Lc 23, 34)

«Y Jesús decía…» No fue propiamente una palabra o una frase. Se trata de una oración repetida, de un estribillo. Podríamos decir que Jesús reza con aquella perseverancia que había enseñado a sus discípulos cuando «les propuso una parábola sobre la necesidad de que orasen siempre sin desalentarse» (Lc 18, 1).

Hasta entonces se habían oído otras palabras: «Quítanos a éste y suéltanos a Barrabás… ¡Crucifícale, crucifícale…» fueron los gritos de la plebe ante Pilato (Lc 23, 18-21). Mientras Jesús rezaba así, «los magistrados lo zaherían, diciendo: “A otros salvó; que se salve a sí mismo, si es el Cristo de Dios, el predilecto”. También se burlaron de Él los soldados, acercándose, ofreciéndole vinagre y diciendo: “Si Tú eres el rey de los judíos, sálvate a Ti mismo”» (Lc 23, 35-37).

Lo más desconcertante no es que Jesús pida perdón para sus verdugos. Él había dicho: «Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odian; bendecid a los que os maldicen; rogad por los que os calumnian (Lc 6, 27-28) ¿Cómo no iba a ponerlo en práctica? Nada está más en consonancia con la conducta de Cristo, que está muriendo por perdonar a los hombres.

La paradoja reside en que aquellos hombres, al mismo tiempo necesitan el perdón que Cristo pide para ellos al mismo tiempo que se proclama su ignorancia. ¿Acaso necesita perdón el que no sabe? ¿Acaso puede haber ante Dios una ignorancia culpable?

«A Éste, entregado según el designio determinado y la presciencia de Dios, vosotros, por manos de inicuos, lo hicisteis morir, crucificándolo» (Hch 2, 23), dirá san Pedro pocas semanas después a los varones israelitas presentes en Jerusalén por Pentecostés. Y en nada disimula la enormidad del crimen después de curar al paralítico: «Vosotros negasteis al Santo y Justo y pedisteis que se os diese en gracia un hombre homicida; y disteis muerte al autor de la vida» (Hch 3, 14-15). Para acabar concluyendo, sorprendentemente, pero «yo sé que por ignorancia obrasteis lo mismo que vuestros jefes (Hch 3, 17). Los evangelistas nos dan testimonio de la influencia de los sumos sacerdotes y los ancianos para decidir al pueblo, que tantas veces había mostrado su adhesión a Jesús, a servirles de instrumento para saciar su odio contra el Hijo de Dios. Y por todos ellos se pronunciaba aquella plegaria: no saben lo que hacen.

San Pablo nos ayuda a profundizado en el sentido de esta primera palabra de Cristo en la Cruz. «Predicamos Sabiduría de Dios en misterio, aquella que estaba escondida y que predestinó Dios antes de los siglos para gloria nuestra, aquella que ninguno de los príncipes de este siglo ha conocido, pues si la hubiesen conocido no habrían crucificado al Señor de la gloria» (1Cor 2, 7-8). Es decir, Satanás nunca habría inspirado la traición de Judas (Jn 13, 27), ni la condenación de Cristo, si hubiera podido conocer su divinidad y el valor de Redención que había de tener su muerte.

La ignorancia de los que crucifican a Cristo es la ignorancia de Satanás. Por eso necesitan perdón. Por eso necesitamos perdón. Porque esta palabra tiene una dimensión universal que no se agota en los protagonistas de la escena del Calvario. Jesús pide perdón por todos los hombres, ya que el pecado de todos es la causa real de su crucifixión. Jesús estaba ofreciendo en la Cruz un sacrificio por los pecados de la humanidad y su oración al Padre tenía en mente a todos los hombres.. A todos los que no sabemos lo que hacemos y hemos necesitado la sangre de Cristo derramada para nuestra redención

2.     En verdad, te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso (Lc 23, 43).

«Al mismo tiempo crucificaron con Él a dos ladrones, uno a la derecha y otro a la izquierda» (Mt 27, 38). Hay algo de misterio en cómo los evangelistas nos presentan a los ladrones crucificados junto a Jesús. Hasta han guardado en silencio sus nombres después de darnos el de Barrabás, tal vez porque éste «era un preso famoso» (Mt 27, 16). Solo en los evangelios apócrifos leemos los nombres que han pasado a la literatura cristiana: Dimas y Gestas.

San Mateo y san Marcos nos dicen que «también los ladrones crucificados con Él, le decían las mismas injurias» (Mt 27, 44). San Lucas refiere que «uno de los malhechores suspendidos, blasfemaba de Él, diciendo: “¿No eres acaso Tú el Cristo? Sálvate a Ti mismo, y a nosotros”. Contestando el otro lo reprendía» (Lc 23, 39-40). Da la impresión de que uno de los ladrones fue tocado por la paciencia y bondad de Cristo, y en especial por su oración pidiendo perdón por los que le crucificaban. Pero también puede pensarse que los otros evangelistas usaron un plural genérico para indicar una categoría de personas, más bien que los individuos y, tal vez, desde el principio las blasfemias de Gestas fueron objeto de la reprensión de Dimas.

No podemos, por tanto, precisar cuándo se produjo la transformación de aquel ladrón en “bueno”. Acaso ya lo era cuando fue clavado en la cruz y por eso reconocemos en él al hombre que al mirar atrás, hacia lo que ha sido su vida llega a la conclusión de que él mismo la ha perdido, la ha frustrado. Dimas no busca culpables. No señala a sus padres, a la sociedad, al invasor romano, a unas estructuras radicalmente injustas… como responsables de haber arruinado su vida: «¿Ni aun temes tú a Dios, estando en pleno suplicio? Y nosotros, con justicia; porque recibimos lo merecido por lo que hemos hecho; pero Éste no hizo nada malo» (Lc 23, 40-41).

No hay que esperar a estar colgado de una cruz para tomar en la mano las riendas de nuestra vida. A nosotros se dirige la exhortación de san Pablo a los corintios: «no recibáis en vano la gracia de Dios, porque Él dice: “En el tiempo aceptable te escuché, y en el día de salud te socorrí”. He aquí ahora tiempo aceptable. He aquí ahora día de salud» (2Cor 6, 1-2). El Apóstol aplica la profecía de Isaías (49, 8) al actual período en que Dios nos brinda la misericordia. Y se refiere sobre todo a la conversión a la fe, a la que el cristiano debe cooperar, a fin de que la gracia de Dios produzca en él los frutos de renovación y santificación que está destinada a producir. Para más urgir su exhortación, les dice que no hay tiempo que perder, pues estamos «en el tiempo propicio, en el día de la salud» (2Cor 6, 2).

No siempre el demonio es el que nos tienta, pues nosotros mismos cuando estamos entregados al arbitrio de nuestras pasiones, somos nuestro más cruel tentador. Ningún pecador dice que quiere condenarse, y que está resuelto a seguir así hasta la muerte; pero al mismo tiempo comete la ceguera de  pecar sin remordimiento porque Dios es misericordioso, y funda la esperanza de convertirse después en el mismo ánimo de no convertirse al presente. En nuestra mano está, dice San Agustín, el hacernos amigos de Dios en el instante que queramos (Amicus Dei, si volo, nunc fio), pero solo mientras estamos «en el tiempo propicio, en el día de la salud» (Ibíd., v.2).

«Jesús, acuérdate de mí, cuando vengas en tu reino» (Lc, 22. 42). ¡Oh poder de Jesús! exclama aquí San Juan Crisóstomo, un ladrón es ya Profeta y predica desde la Cruz; este ladrón roba el reino del Cielo y ni en la Cruz se olvida de su oficio. Ve al Señor en los tormentos y lo adora en la gloria. Lo mira condenado y lo invoca como a Rey; mientras que lo observa en la Cruz está meditando en el Cielo (Cfr. Sermón 120 de tempore). «En verdad, te digo, hoy estarás conmigo en el Paraíso». Hay algo de urgencia en la respuesta de Cristo. Aquel Hoy fue tiempo de gracia, tiempo propicio.  Como el buen ladrón en el Calvario: «Ojalá escuchéis hoy su voz, no endurezcáis el corazón» (Sal 94[95], 7-8).

3.    Mujer, he ahí a tu hijo… He ahí a tu madre (Jn 19, 26-27)

La presencia de la Virgen al pie de la cruz de Jesús no significa únicamente la dramática expresión de las aflicciones padecidas por una madre en el lugar del suplicio de su hijo.

La fe de María no vacila, aunque humanamente todo parece fallar ante la cruz. Ella creyó contra toda apariencia (Rm. 4, 18), así como Abrahán, el padre de los que creen, no dudó de la promesa de una descendencia numerosa, ni aun cuando Dios le mandaba matar al único hijo de su vejez que debía darle esa descendencia. Su fe la sostiene  y, del mismo modo que el Padre celestial requirió su consentimiento antes de enviar al Verbo Eterno a esta tierra, fueron requeridas la obediencia y abnegación de María para la inmolación del Redentor. Ahora reitera su Fiat (hágase en mí según tu palabra), y consiente en el sacrificio de su hijo estableciéndose una unión inefable entre la ofrenda del Verbo encarnado y la de María. El Fiat de Nazaret hizo descender a Dios a su seno purísimo; el del Calvario le vuelve a poner en su regazo pero ya muerto, inmolado por la salvación del mundo… Por eso la imagen de la Piedad ¾inmortalizada por los más sublimes artistas¾ o los brazos abiertos y vacíos de las imágenes de la Dolorosa que esperan para recibir al Hijo, son un símbolo expresivo de la misión para la que fue predestinada y preservada del pecado original. De ahí que podemos decir que la Virgen María cooperó con Jesucristo, en una manera del todo peculiar, a la redención del género humano.

Esta activa participación de la Virgen en el sacrificio de la Cruz, la subraya el evangelista san Juan: «Junto a la cruz de Jesús estaba de pie su madre» (Jn 19, 25). Está erguida, en pie, en una actitud similar a la de Cristo en la cruz y a la del sacerdote al ofrecer el Santo Sacrificio del Altar.

«Jesús, viendo a su madre y, junto a ella al discípulo que amaba, dijo a su madre: “Mujer, he ahí a tu hijo”. Después dijo al discípulo: “He ahí a tu madre. Y desde este momento el discípulo la recibió consigo».  (Jn 19, 26-27). Al pronunciar estas palabras, Cristo proclamaba solemnemente la maternidad espiritual de María, que ya era madre nuestra desde el primer momento en que concibió en sus virginales entrañas al Redentor del mundo. En virtud de este título, María hará extensivo a nosotros el amor que siente a su Hijo. Por habernos rescatado, Él es nuestro Señor; por haber cooperado tan generosamente a nuestro rescate, ella es nuestra Señora.

Junto a la Cruz de Jesús, la Virgen nos recibió a todos, en la persona de San Juan, como hijos suyos. Desde entonces, por la intercesión ante su Hijo, Ella nos alcanza y nos distribuye todas las gracias, con ruegos que jamás pueden quedar defraudados. No dejemos de poner ante su mirada benévola esas necesidades, quizá pequeñas, pero que nos quitan la paz en el momento presente: una enfermedad, conflictos familiares, apuros económicos, una incomprensión de los demás un examen, un puesto de trabajo que nos es preciso… Y sobre todo aquellas que se refieren al alma y que nos deben inquietar más aún: la lejanía de Dios de un pariente o de un amigo, la gracia para superar una situación difícil o adelantar en una virtud, el aprender a rezar mejor…

«Quiero estar contigo, de pie, junto a la cruz…»  Que María, la Madre dolorosa, acoja hoy nuestra súplica y nos admita en su compañía junto a la cruz de Cristo. Que nos mantengamos ardientes en el amor de su Hijo, firmes en la fe, y constantes y solícitos en nuestra compasión por todos los que sufren.

4.     ¡Dios mío, Dios mío! ¿Por qué me has abandonado? (Mt 27, 46; Mc 15, 34)

La cuarta palabra de Jesús fue pronunciada hacia las tres de la tarde (Mt 27, 46), cuando la escena del Calvario ha cambiado radicalmente a consecuencia de un fenómeno extraordinario que mencionan los evangelistas. Jesús había sido clavado en la cruz antes del mediodía y «desde la hora sexta, hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora nona» (Mt 27, 45). Hacia el siglo VI se extendió la creencia de que habría sido un milagroso eclipse de sol y por ello se empezaron a incorporar figuraciones del sol y la luna en las escenas del Calvario. Otros pensaron que Dios suspendió los efectos luminosos de la luz del sol o que produjo una acumulación especialmente densa de nubes que interrumpió los rayos de sol sobre la tierra. Algunos prefieren hablar de una aglomeración de polvo en el aire tan grande que produjo algo parecido a una niebla oscura. Qué bien razonaba quien dijo al considerar semejante mutación: «o el autor de la naturaleza padece o la máquina del universo bien pronto va a destruirse» (Pseudo Dionisio)

Lo cierto es que el griterío de los que pasaban y los denuestos de los sacerdotes que habían ido hasta el Calvario a contemplar su victoria, se fueron diluyendo, muchos estaban aterrorizados por las tinieblas que cubrían el lugar como si se hubiera echado la noche antes de tiempo. De repente, Jesús se levantó en la cruz, llenó de aires sus pulmones y gritó con alta voz: «¡Elí, Elí, ¿lama sabactani?”, esto es: “¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?”».

Se trata del segundo versículo del salmo 21, pronunciado en alta voz aunque es muy probable que todo el salmo pasara por su mente y que lo fue repitiendo de la misma manera que nosotros podemos usar un salmo o una oración litúrgica para expresar nuestros sentimientos. Se trata de una profecía mesiánica que los evangelistas ven cumplida ahora. San Agustín dice que «la Pasión de Cristo aparece luminosa como en un Evangelio en este salmo que más parece una historia que un vaticinio».

El hecho de que Cristo usara estas palabras indica que hizo suyas estas expresiones para manifestar que sufrió agudamente el sentimiento de abandono. Pero no podemos pensar ni en un reproche ni en una queja sino en una llamada confiada al Padre.

Las palabras del salmo 21 muestran que el Cordero de Dios toma sobre sí todos nuestros pecados.  En esto radica el sumo sacrificio de Cristo: en que, para poder reparar la culpa, fue necesario que la tomase sobre Sí, como si Él hubiese cometido contra su Padre, a quien amaba infinitamente, todos los delitos pasados y futuros de la humanidad. En esa aceptación,  en esa repugnancia indecible que sufrió estuvo el fondo de la Pasión Redentora.

Si meditamos esto, creeremos mejor en el amor con que somos amados y comprenderemos algo de la Pasión del alma de Cristo y de su sudor de sangre en Getsemaní, cuando vio que todo se perdería para aquellos que se empeñasen en rechazar su ofrecimiento de salvación y perdón. Porque si a tanto precio nos adquiere en la Cruz, es “para que le permitamos ser nuestro amigo”.

5.     Tengo sed (Jn 19, 28)

De los relatos evangélicos se deduce que las últimas cuatro palabras de Jesús en la cruz fueron pronunciadas en rápida sucesión y poco antes de su muerte. «Jesús, sabiendo que todo estaba acabado, para que tuviese cumplimiento la Escritura, dijo: “Tengo sed”» (Jn 19, 28). Dos pasajes de los salmos se referían a la sed de Cristo: «Por comida me ofrecieron hiel; y para mi sed me dieron a beber vinagre» (Sal 68[69], 22) y también el salmo 21 alude a la presente situación: «Mi garganta se ha secado como una teja; mi lengua se pega a mi paladar, me has reducido al polvo de la muerte» (v. 16).

El primer significado de esta sed tiene un peso físico, material: Jesús tiene sed, que era uno de los tormentos más atroces de los crucificados. Pero ya conocía la sed desde la Encarnación. Como aquel mediodía junto al Pozo de Jacob cuando «fatigado del viaje, se sentó así junto al pozo… Vino una mujer de Samaria a sacar agua. Jesús le dijo: “Dame de beber”» (Jn 4, 6-7).

Pero el sentir cristiano ha visto en esta ardiente sed de Cristo más que la simple sed fisiológica; reconociendo ésta, ve en ella otra sed más trascendente. Una sed espiritual de padecer por la salud del género humano; sed espiritual de que se salven todos los hombres; sed que lo devora y que ve no puede saciarla, porque conocía lo que harían muchos para inutilizar el fruto de su pasión, olvidándose de ella, y correspondiendo con ingratitudes a sus sacrificios, por la salvación de las almas. Dios, dice el Apóstol, «quiere que todos los hombres sean salvos y lleguen al conocimiento de la verdad» (1Tim 2, 4); y esta sed no puede saciarse hasta que esto se verifique. Por eso, cuando Jesús dice Tengo sed nos revela que nuestra salvación, es la sed que le angustia sobre la Cruz.

«Señor; pregunta León de Ostia, decidme: ¿de qué tenéis sed? nada decís de los dolores infinitos que padecéis en la cruz, ¿y os quejáis de la sed? Mi sed, le hace decir san Agustín, es el deseo de vuestra salvación [sitis mea salus vestra. (In Psalm: XXXIII)]. ¡Oh almas! dice Jesús, esta sed no es otra cosa que la grande ansia que tengo de vuestra salvación». (San Alfonso María de Ligorio, Reloj de la Pasión, XIII, 4).

Y, además, Jesús sigue teniendo sed, como nos recordará el día del Juicio: «Porque tuve hambre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; era forastero y me acogisteis; estaba desnudo, y me vestisteis; estaba enfermo, y me visitasteis; estaba preso, y vinisteis a verme”» (Mt 25, 35-36).

Las obras de misericordia son hechos prácticos. No en vano Él dejará en la Última Cena, como característica de los suyos, el amor de unos a otros (Jn 13,35). Y es la prueba clara del amor a Dios, hasta llamar san Juan «mentiroso» al que dice que ama a Dios y no ama al prójimo con hechos (1Jn 4, 20-21). Y Santiago escribe «La religión pura y sin mancha delante de Dios Padre es ésta: visitar a los huérfanos y a las viudas en sus tribulaciones y preservarse de la corrupción de este siglo» (St 1, 27). Y el oráculo de Isaías proclama que de ningún provecho son los ayunos y otras buenas obras si les falta la recta intención, si su raíz es la hipocresía, y si son acompañados de dureza contra los pobres y deudores:

«El ayuno que Yo amo consiste en esto: soltar las ataduras injustas,  desatar las ligaduras de la opresión,  dejar libre al oprimido y romper todo yugo partir tu pan con el hambriento, acoger en tu casa a los pobres sin hogar, cubrir al que veas desnudo, y tratar misericordiosamente al que es de tu carne» (Is 58, 6-7)

Este amor al prójimo no es filantropía; ha de ser caridad. Porque exige que, al beneficiar al prójimo necesitado, se vea en el prójimo a Jesucristo: «a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40. 45). Es amor de caridad. Por eso tiene premio de cielo lo que se hace al prójimo por amor de Dios. Y habrá de apartarse para ir al fuego eterno el que no quiso saciar la sed de Cristo. La sed por la salvación de los hombres y la sed del más pequeño de sus hermanos.

6.     Está cumplido (Jn 19, 30)

Cuando Jesús pronuncia esta palabra Todas las profecías sobre la pasión quedaban cumplidas. Está consumado el plan de Dios para redimir al hombre.

Entonces es cuando renueva el ofrecimiento que hizo al Eterno Padre a su entrada en el mundo de todo su ser por el rescate del linaje humano.

«Dice al entrar en el mundo: “Sacrificio y oblación no los quisiste, pero un cuerpo me has preparado. Holocaustos y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: He aquí que vengo ¾así está escrito de Mí en el rollo del Libro¾ para hacer, oh Dios, tu voluntad» (Heb 10, 5-7)

El Apóstol ve en esta oración la de Cristo que motiva su presencia en la tierra por el deseo de cumplir la voluntad de su Padre. Para ello se ofreció Él como víctima y sufrió todo lo que de Él estaba escrito en el rollo del libro, esto es, en la Escritura. La primera oración del Verbo encarnado está tomada del Salterio, como también lo será la última («en tus manos encomiendo mi espíritu»: Sal. 30, 6; Lc. 23, 46). «No quiso Jesús entregar su alma en las manos del Padre antes de haber declarado que estaba ya cumplido todo cuanto las Sagradas Escrituras habían predicho de Él, y así toda la misión que el Padre le había confiado». (Pío XI, Ad Catholici Sacerdotii).

Pero no fueron solo los profetas del Antiguo Testamento quienes hablaron de esto. El mismo Jesús había anunciado por tres veces a sus Apóstoles el misterio de su Pasión, Muerte y Resurrección. Pero ellos no entendieron ninguna de estas palabras porque en el mismo pueblo judío había sufrido el concepto del Mesías lamentables deformaciones. Una lectura parcial de las promesas hizo que tomara cuerpo la idea y la esperanza de un Mesías que sería un capitán invicto, que llevaría sus huestes a la conquista del mundo, y a Israel a la hegemonía sobre todos los pueblos.

Por esto Jesús sólo reivindica para sí el título de Mesías en las ocasiones en que no fomenta equivocados. Pero, cuando ha realizado ya su obra de evangelización y ha puesto los cimientos de su reino espiritual, deja todo reparo y se presenta claramente como Mesías.  La noche antes de morir, al solemne conjuro del Sumo Sacerdote que le exige, en el nombre de Dios vivo que diga si es el Cristo Hijo de Dios, responde Jesús: «Tú lo has dicho. Y Yo os digo: desde este momento veréis al Hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y viniendo sobre las nubes del cielo» (Mt 26, 64). Y cuando se halla en medio de sus apóstoles y discípulos después de la Resurrección «Les dijo: “Esto es aquello que Yo os decía, cuando estaba todavía con vosotros, que es necesario que todo lo que está escrito acerca de Mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos se cumpla”. Entonces les abrió la inteligencia para que comprendiesen las Escrituras» (Lc 24, 44-45).

Así, Jesús presenta sus sufrimientos y humillaciones, no sólo compatibles con su carácter de Mesías, sino como una condición esencial de la mesianidad, porque así estaba profetizado desde antiguo. Y por eso pudo decir desde la cruz todo está cumplido. Ha cumplido perfecta y completamente aquello para lo que había venido a este mundo. Pudiendo salvarnos con una sola gota de su Sangre, Jesús prefirió entregarnos su vida entera de santidad, su Pasión y muerte, y quiso dar, con la lanzada,  hasta las gotas de Sangre que le quedaban después de muerto.

No podemos dejar de preguntarnos el por qué y la única respuesta posible es el amor. Para que sepamos y creamos la inmensidad sin límites de ese amor: «nadie puede tener amor más grande que el dar la vida» (Jn 15, 13). Así se nos descubre el más íntimo secreto del Corazón de un Dios amante y si tocamos el fondo mismo de esta Sabiduría, quedaremos para siempre fijados en el amor.

7.     Padre, en tus manos entrego mi espíritu (Lc 23, 46)

De nuevo, Cristo pronuncia una palabra tomada de un salmo mesiánico (Sal 31[30], 6), una oración de David que parece prefigurar los sufrimientos de Cristo moribundo.

Por segunda vez, Jesús «clamó con gran voz» desde la cruz (Mt 27, 46; Lc 23, 46). Había pronunciado su cuarta palabra con voz fuerte y ahora gritó de nuevo. Esta circunstancia tuvo que llamar la atención tan poderosamente que los evangelistas nos han consignado este detalle. Y no porque no se hubieran escuchado gritos aquel día sobre el Calvario, sino por el momento en que se produce este último clamor de Cristo. La muerte por crucifixión era un proceso lento de agotamiento que terminaba con un desplome de las fuerzas físicas. El grito de Jesús indica que, aun cuando moría, obraba con libertad, que tenía el completo dominio de cuanto le estaba ocurriendo. Esto mismo lo subraya san Juan cuando escribe que «inclinando la cabeza, entregó el espíritu» (Jn 19, 30). Era la prueba de lo que Él mismo había dicho: «Yo pongo mi vida para volver a tomarla. Nadie me la puede quitar, sino que Yo mismo la pongo. Tengo el poder de ponerla, y tengo el poder de recobrarla. Tal es el mandamiento que recibí de  mi padre» (Jn 10,17-18). Es decir que la obediencia que en este caso prestó Jesús a la voluntad salvífica del Padre, nada quita al carácter libre de su oblación y su propia voluntad coincidió absolutamente con el designio misericordioso del Padre.

Este grande clamor es aquella voz poderosa que llama las cosas que no existen como las que existen, y en cuya virtud se obra una nueva creación. El Salvador elevado sobre la Cruz como en un altar, atrae hacia sí a todos los hombres (Jn 12, 32). La escritura de nuestra condenación está cancelada por lo mismo que está clavada en la Cruz, como enseña el Apóstol (Col 2, 14), y desde entonces, habiendo sido sepultados con Cristo en el bautismo, así mismo somos resucitados con Él por la fe en el poder de Dios que le resucitó de entre los muertos (Col 2, 12).

La última palabra de Cristo en la cruz fue también la última de san Esteban, primer mártir: «oraba diciendo: “Señor Jesús, recibe mi espíritu”. Y puesto de rodillas, clamó a gran voz: “Señor, no les imputes este pecado”. Dicho esto se durmió» (Hch 7, 59-60). Se durmió en el Señor (Vg), expresión que aún suele usarse para anunciar el fallecimiento de los cristianos. Y desde entonces, los seguidores de Cristo han encontrado fortaleza y consuelo en el momento de la muerte, al repetir estas palabras que Él hablo desde el Calvario. Y la muerte puede mirarse con los sentimientos de confianza que agradan a ese Padre que todo lo dispone como conviene a nuestro mayor bien (Rom 8, 28).

En el momento de la muerte se aprecia la vida tal cual es. Se acaba la vida de los sentidos y se encuentra el hombre más cerca de Dios. Pero entonces será tarde. Hoy en cambio, la consideración de la verdad de la muerte puede influir en los actos de nuestra vida. Vivir en gracia santificante es lo único que interesa en la hora de la muerte. El resto de las cosas  de este mundo debemos considerarlas como medio y no como fin. Usemos de ellas en cuanto llevan a Dios y rompamos con aquellas que nos alejan de Él. Examinemos si nuestras manos están llenas de obras hechas por amor al Señor, o si, por el contrario, una cierta dureza de corazón o el egoísmo de pensar excesivamente en nosotros mismos está impidiendo que demos a Dios todo lo que espera de cada uno.

A la Virgen María, a su intercesión y a sus méritos, nos acogemos: que preparare nuestras almas para recibir al Señor que llega en los acontecimientos de nuestra vida y en el encuentro definitivo, para que así, el día en que cerremos nuestros ojos a este mundo lo hagamos con la esperanza de contemplar a Dios por toda la eternidad.

Textos consultados

  • La Santa Biblia, versión de Mons. Juan Straubinger.
  • Ralph GORMAN, Las últimas horas de Jesús, Santander: Sal Terrae, 1961
  • Blas de OSTOLAZA, El alma al pie de la cruz, meditando las siete palabras que en ella dixo el Salvador del mundo, Isla de León: 1811
  • Lorenzo TURRADO, Biblia Comentada. Texto de la Nácar-Colunga, vol. 6, Hechos de los Apóstoles y Epístolas paulinas, Madrid: BAC, 1965.
  • Manuel de TUYÁ, Biblia Comentada. Texto de la Nácar-Colunga, vol. 5, Evangelios, Madrid: BAC, 1964.