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16 marzo 2019 • Rito Romano Tradicional

Marcial Flavius - presbyter

2º Domingo de Cuaresma: 17-marzo-2019

Evangelio

Mt 17, 1-9:

Seis días después, toma Jesús consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los lleva aparte, a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz.

En esto, se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él.

Tomando Pedro la palabra, dijo a Jesús: «Señor, bueno es estarnos aquí. Si quieres, haré aquí tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.».

Todavía estaba hablando, cuando una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle.»

Al oír esto los discípulos cayeron rostro en tierra llenos de miedo. Mas Jesús, acercándose a ellos, los tocó y dijo: «Levantaos, no tengáis miedo.» Ellos alzaron sus ojos y ya no vieron a nadie más que a Jesús solo.

Y cuando bajaban del monte, Jesús les ordenó: «No contéis a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos.»

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Reflexión

I. El pasaje del santo Evangelio que pone hoy la Liturgia de la Iglesia a nuestra consideración está lleno de esperanza y de consuelo (Mt 17, 1-9; cfr. par. Mc 9, 1-8; Lc 9, 28b-36). Es el misterio de la vida de Cristo que conocemos con el nombre de la Transfiguración. Los discípulos vieron, por un breve tiempo, un esplendor aún más intenso que la luz del sol: el de la gloria divina de Jesús.

Transfigurarse  es cambiar una figura por otra figura. En la Encarnación, al asumir el Verbo la naturaleza humana había tomado la manera de ser propia de nuestro cuerpo. No era la «gloria propia del Hijo único del Padre» (Jn 1, 14) sino esa «condición de esclavo» de la que nos habla san Pablo y en la que nos descubre la infinita paradoja de la humillación de Jesús que es de amorosa adoración a su Padre. Por eso, sin perjuicio de dejar perfectamente establecida su divinidad y su igualdad con el Padre, Jesús renuncia, en su aspecto exterior, a la igualdad con Dios, y abandona todas sus prerrogativas para no ser más que el Enviado que sólo repite las palabras que el Padre le ha dicho y las obras que le ha mandado hacer (Cfr. mons. STRAUBINGER, La Sagrada Biblia, in: Flp 2, 7).

Ahora, Jesús deja esa figura ordinaria como la nuestra y toma otra que es toda ella luz, blancura, esplendor… Una figura que no es de la tierra sino la que a Él le corresponde desde toda la eternidad. Y no por ello desaparece del horizonte el camino verdadero de la redención: su cruz y su muerte. De esto nos dice san Lucas que estaba hablando con Moisés y Elías (v. 31): la cruz como camino de la gloria de Jesús. Porque esta gloria que aparece unos momentos es la que va a tener desde la resurrección en su cuerpo glorioso. Y a ella llegará por el camino de la pasión y de la cruz.

II. ¿Por qué la Transfiguración es un consuelo y una esperanza para nosotros los cristianos?

Porque es un modelo, el modelo de nuestra transfiguración para siempre en el cielo. Nuestra esperanza radica en que este cuerpo mortal, que tantas veces nos pesa, reciba también en el momento de la resurrección de los muertos al final de los tiempos esa gloria que no es suya pero que la recibe porque toda nuestra persona (alma y cuerpo) ha sido configurada con Cristo.

Pero es esperanza. Entre tanto seguimos en el mismo camino de Jesús, el de la pasión y la cruz. Y para asegurar el cumplimiento de lo que esperamos tenemos que irnos transformando nosotros mismos, nuestra forma de ser tan terrena, tan alejada de la luz de Jesús e instalada en las tinieblas de nuestros propios pecados. Tenemos que modelarnos de acuerdo con Jesucristo, hacer nuestra su figura:

«Una transfiguración que sea dejar nuestras pasiones para poner en nosotros los afectos santos del Corazón de Jesús; dejar nuestra soberbia para poner su humildad; dejar nuestra pereza para poner su diligencia en el servicio de Dios, y dejar nuestra vanidad para poner en él sólo la gloria de Dios; dejar nuestra sensibilidad para poner la pureza de la luz de Cristo en nuestro corazón. Transfigurar el corazón» (José A. DE ALDAMA, Homilías. Ciclo  C, Granada: 1994, 81).

Para lograr esta transformación debemos:

  • Recurrir a la mortificación interior, que es el camino de la cruz en nuestra vida concreta. El mismo san Lucas trae estas palabras de Jesús pocos versículos más arriba de las que estamos glosando: «Si alguno quiere venir en pos de Mí, renúnciese a sí mismo, tome su cruz cada día, y sígame» (Lc 9, 23). Así se van quitando las huellas que los pecados dejan en nuestra alma y se van haciendo germinar las virtudes.
  • Dejar que sea Cristo el que haga esta obra mediante la fuerza de su gracia. Para ello, rezar y recibir los sacramentos.

III. Llamamos a los sacramentos señales sensibles y eficaces de la gracia, porque todos ellos significan, por medio de cosas sensibles, la gracia divina que producen en nuestras almas. Los sacramentos dan siempre la gracia con tal que se reciban con las necesarias disposiciones. (Catecismo Mayor, 527-539).

En este santo tiempo de Cuaresma conviene recordar que con las palabras del segundo mandamiento: Confesar los pecados mortales al menos una vez al año, la Iglesia obliga a todos los cristianos que han llegado al uso de razón, a acercarse por lo menos una vez al año al sacramento de la Penitencia para confesar los pecados mortales.

El tiempo más oportuno para satisfacer el precepto de la confesión anual es la Cuaresma, según el uso introducido y aprobado de toda la Iglesia. La Iglesia dice: al menos una vez al año, para darnos a entender su deseo de que nos acerquemos más a menudo a los santos sacramentos. Es utilísimo confesarse a menudo, sobre todo porque es difícil que se confiese bien y esté alejado del pecado mortal quien rara vez se confiesa (ibíd. 485-490).

Recordemos las palabras de San Pablo: «Hermanos, os exhortamos a no recibir en vano la gracia de Dios. Pues Él mismo dice: Al tiempo oportuno te oí, y en el día de la salvación te di auxilio. Llegado es ahora el tiempo favorable, llegado es ahora el día de la salvación». (2Cor 6, 2). Esta Cuaresma es un tiempo de gracia y una oportunidad de conversión que Dios nos ofrece y que no sabemos si volverá a repetirse. Vivamos este santo tiempo con la preocupación seria de esforzarnos para poner el alma en camino seguro de salvación.

Y para ello, nada mejor que poner en práctica la invitación que hemos leído en el Evangelio: «Éste es mi Hijo el Elegido: escuchadle a Él» (Lc 9, 35). Escuchar la voz del Hijo de Dios que nos llama al arrepentimiento y a la confesión de nuestros pecados para llegar un día a la gloria de la vida eterna.