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17 enero 2019 • Recordamos aquellos arrestos del cabo Queija de la Vega al dar el paso al frente y alistarse en La Legión

Emilio Domínguez Díaz

Legión, muerte y la primera bala

El cabo Baltasar Queija de la Vega, fue el primer muerto legionario un 7 de enero de 1921 y, con él, se inició esa mística asociación del coqueteo de los «legías» con su novia, la Muerte.

Nuestro primer héroe legionario había nacido un 21 de mayo de 1902 en la onubense Minas de Riotinto y, tras un desencuentro amoroso con su novia, como tantos otros entre los que hemos engrosado las Banderas de La Legión, decidió embarcarse rumbo a África hasta, posteriormente, enrolarse en la II Bandera tres semanas después de que los primeros legionarios hubiesen comenzado a conformar la I Bandera el 20 de septiembre de 1920.

El 9 de octubre de aquel año, el cabo quedó filiado con sus escasos 18 años y toda una previsible aventura, no exenta de riesgo y peligros, por delante. Las nuevas amistades en la sexta compañía de la II Bandera también añadían un plus de emociones fuertes. Prometían.

Como decía, la nueva etapa vital ponía a su disposición el dudoso entretenimiento y camaradería que un par de centenares de antiguos convictos de la Cárcel de Barcelona podía ofrecer a la bisoñez e ingenuidad de unos recién llegados a servir y, si era preciso, morir por la Patria.

El atractivo marketing del reclamo fundacional del general Millán-Astray no tenía parangón en lo referente a sueldo, ropa, heroicidad, vida o muerte. Su madera y carácter de liderazgo, tampoco.

Y aquellos presos, la mayoría por su participación años atrás en las revueltas anarquistas de la Ciudad Condal, bien que lo sabían. Su condición humana oscilaba entre la elección de vida en La Legión o muerte en la prisión.

Para los críticos contemporáneos, comisionados de «expertos» sobre la Ley de Memoria Histórica y, ¿por qué no?, su ignorancia, un poco de verdad histórica nunca viene mal, como la oferta del héroe de Filipinas y Marruecos y las opciones de supervivencia que su nueva unidad proponía a miles de quintos condenados a una muerte segura ante las evasivas o negativas de otros miles de señoritos pudientes a la hora de defender su nación. Éstos, haciendo uso de su posición social, trapicheaban con quien hiciese falta para escaquearse de la obligatoria conscripción y la caja de reclutas. África, en ese primer tercio del siglo XX, no era un lugar muy atractivo para aquellas generaciones de jóvenes españoles que habían iniciado el siglo en cuestión.

Esta noche, 98 años después, recordamos aquellos arrestos del cabo Queija de la Vega al dar el paso al frente y alistarse en La Legión, no muy diferentes a los que, arrogante, tuvo con Millán-Astray: «Ojalá que la primera bala perdida sea para mí, mi teniente coronel.»

Y así fue. El certero proyectil de un cabileño hizo realidad aquella premonición casi poética que tanto había impresionado al entonces teniente coronel.

El cabo, al mando de su escuadra, realizaba un servicio de aguada en las inmediaciones del Zoco el Arbaa de Beni-Hassan y, en la retirada hacia el campamento, fue herido de gravedad. Luego, acosado por los asaltantes, recibió múltiples heridas que, no obstante, no impidieron que soltase su arma ante el empuje del enemigo.

La reacción de sus hombres no se hizo esperar y, tras el preceptivo fuego de respuesta, acudieron al socorro del cabo Queija al que, aferrado a su fusil, le hallaron unos versos que, sin duda, acababa de recitar a su nueva novia, la Muerte: “Somos los extranjeros legionarios, el Tercio de hombres voluntarios, que por España vienen a luchar.»