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8 diciembre 2018 • Rito Romano Tradicional

Marcial Flavius - presbyter

2º Domingo de Adviento: 9-diciembre-2018

Evangelio

Mt 11, 2-10: Juan, que en la cárcel había oído hablar de las obras de Cristo, envió a sus discípulos a decirle: “¿Eres tú el que ha de venir, o debemos esperar a otro?” Jesús les respondió: “Id y contad a Juan lo que oís y veis: los ciegos ven y los cojos andan, los leprosos quedan limpios y los sordos oyen, los muertos resucitan y se anuncia a los pobres la Buena Nueva ¡y dichoso aquel que no halle escándalo en mí!” Cuando éstos se marchaban, se puso Jesús a hablar de Juan a la gente: “¿Qué salisteis a ver en el desierto? ¿Una caña agitada por el viento? ¿Qué salisteis a ver, si no? ¿Un hombre elegantemente vestido? Mirad, los que visten con elegancia están en los palacios de los reyes. Entonces ¿a qué salisteis? ¿A ver un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta. Este es de quien está escrito: He aquí que yo envío mi mensajero delante de ti, que preparará tu camino por delante de ti.

Reflexión

I. La encarnación del Hijo de Dios para salvarnos fue preparada durante siglos. Ritos y sacrificios, figuras y símbolos del Antiguo Testamento anuncian al Salvador, el Mesías prometido por Dios.

Al  mismo  Adán  que  acababa  de  pecar,  Dios  le  promete  la  redención  y  el  Redentor  (Gen.  3  15.);  más  tarde  declara  a Abraham  (Gen. 22  16-18.),  a  Isaac  y a  Jacob  (Gen. 28 12-14.),  que  saldrá  de su  descendencia. Con este fin escoge al pueblo hebreo y le da un gobierno y una religión, a fin de conservar por él la verdadera fe  y  la  esperanza  del  Redentor;  y  hace  que  el  Redentor  sea  figurado  en  el  Antiguo  Testamento. Finalmente, anuncia por los profetas todo lo que se refiere al nacimiento, doctrina,  vida,  costumbres,  pasión,  muerte  y  resurrección  del  Redentor,  de  modo  que  no  existe  diferencia  entre  los  vaticinios de los profetas y la predicación de los apóstoles, ni entre la fe de los antiguos patriarcas y la nuestra (cfr. Catecismo romano, I, 2, 4).

Incluso en algunos pueblos paganos había una espera aún confusa, de esta venida de un salvador.

La liturgia del tiempo de Adviento nos recuerda aquella larga espera de la humanidad y hoy nos presenta a San Juan Bautista, una de las referencias más importantes en ese camino de preparación para la venida de Cristo. Es llamado Precursor porque Dios le envió para anunciar a los judíos la venida de Jesucristo y para prepararlos a que lo recibiesen: «Voz del que grita en el desierto: preparad el camino del Señor, enderezad sus sendas» (Lc 3,4). Precediendo a Jesús, a quien señaló como el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo (Jn 1,29), da testimonio de él mediante su predicación, su bautismo de conversión y finalmente con su martirio.

El mensaje de S.Juan Bautista y de toda la Liturgia de este domingo puede resumirse en una palabra: Esperanza. «Todas las cosas que han sido escritas lo fueron para nuestra enseñanza, para que tengamos esperanza por la paciencia y la consolación de las Escrituras» (Epístola: Rom 15, 4-13). Confiamos, pues, en alcanzar las promesas de salvación anunciadas por los Profetas y cumplidas en Jesucristo: «Los ciegos ven, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados…» (Evangelio: Mt 11, 2-10). En vez de larga respuesta, Jesús muestra a los enviados los prodigios que estaba obrando cuando ellos llegaron, y les prueba de este modo que Él es el Mesías, en quien se han cumplido las profecías

II. ¿Qué es la esperanza? La esperanza, junto con la fe y la caridad, recibe el nombre de virtud teologal porque las tres tienen a Dios por objeto inmediato y principal y Él mismo nos las infunde.

Y puede definirse como «una virtud sobrenatural, infundida por Dios en nuestra alma, y con la cual deseamos y esperamos la vida eterna que Dios ha prometido a los que le sirven y los medios necesarios para alcanzarla» (Catecismo Mayor).

La esperanza actual es necesaria con necesidad de medio para la salvación a todos los adultos con uso de razón. Porque la gloria eterna se da a todos los adultos no como pura herencia gratuita (como a los niños bautizados), sino también como recompensa de sus buenas obras, cuyo ejercicio supone la esperanza de la vida eterna.

Por tanto, son necesarios para los adultos algunos actos de virtud de la esperanza. Podemos indicar los siguientes (cfr. Antonio ROYO MARÍN, Teología moral para seglares, vol. 1, Madrid: BAC, 307-312):

  1. Al principio de la vida moral, o sea, cuando se llega al perfecto uso de razón y el cristiano se da cuenta de que tiene obligación de salvarse.
  2. En el artículo de la muerte.
  3. Frecuentemente durante la vida. Pero basta la esperanza implícita (v.gr., en el hecho de orar, de asistir a misa, etc.).
  4. Cuando surge alguna tentación (v.gr., de desesperación) que no pueda vencerse sin un acto de esperanza (o sea, siempre que haya obligación de pedir el auxilio divino).
  5. Cuando hay que cumplir algún precepto que no pueda cumplirse sin la esperanza (v.gr., de confesar los pecados; si el pecador no esperara el perdón de Dios, sería inútil y sacrílega su confesión).

III. «Yo soy la Madre del amor hermoso…en mí está toda la esperanza de vida y de virtud» (Eclo 24, 24), son palabras de la Escritura que la Liturgia de la Iglesia apropia a la Virgen María.

Ella es también en esta virtud el modelo más sublime que se puede imaginar, ya que Cristo nuestro Señor— que era el mismo Dios— no tuvo ni pudo tener la virtud de la esperanza, por la misma razón que no tuvo ni pudo tener la virtud de la fe. «Si fue grande la fe de María, no menos grande debió de ser su esperanza. En efecto, la esperanza brota de la fe. Donde hay fe, hay esperanza. Cuanto más grande es la fe, tanto más grande es la esperanza. Quien cree con firmeza en las promesas de un Dios infinitamente bueno, poderoso y fiel, espera también con firme esperanza el objeto de sus promesas» (G. ROSCHINI, La Madre de Dios según la fe y la teología, vol.2, Madrid: 1955, 128-129)

Hemos de pedir a Dios con frecuencia esta hermosa virtud de la esperanza, la cual nos impulsara siempre a ejecutar nuestras acciones sólo con el ánimo de agradar a Dios y sin desesperar en las tribulaciones, viendo toda nuestra vida a la luz de la eternidad y de la recompensa que esperamos alcanzar en el Cielo.

La devoción a la Virgen es la mayor garantía para obtener los medios necesarios y la felicidad eterna a la que hemos sido destinados. Pidámosle que sepamos esperar, llenos de fe, a su Hijo Jesucristo, el Mesías anunciado por los Profetas y por San Juan Bautista.