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20 octubre 2018 • Forma Extraordinaria

Marcial Flavius - presbyter

22º Domingo después de Pentecostés: 21-octubre-2018

Rito Romano Tradicional

Evangelio

Mt 22, 15-21: Entonces los Fariseos se retiraron a tratar entre sí , cómo podrían sorprenderle en lo que hablase. Y para esto le enviaron sus discípulos con algunos herodianos, que le dijeron: Maestro, sabemos que
eres veraz, y que enseñas el camino de Dios conforme a la pura verdad, sin respeto á nadie, porque no miras a la calidad de las personas. Esto supuesto, dinos que te parece de esto: ¿es o no es lícito pagar tributo al César?

A lo cual Jesús , conociendo su malicia respondió: ¿Por qué me tentáis, hipócritas? Enseñadme la moneda con que se paga el tributo. Y ellos le mostraron un denario. Y Jesús les dijo: ¿De quién es esta imagen y esta inscripción? Respóndenle: del César. Entonces les replicó: pues dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios. Con cuya respuesta quedaron admirados, y dejándole, se fueron.

Antonio_Arias: «La moneda del César» (Museo del Prado)

Reflexión

La cuestión que le plantean a Jesús los fariseos y herodianos y que leemos en el Evangelio de este Domingo (Mt 22, 15-21), demuestra que aquellos veían la implicación moral de la política. Por eso le preguntaron si pagar tributo al César era licito (es decir, moral, no simplemente legal). Se habían unido dos tendencias político-religiosas que contendían entre sí para comprometer a Cristo, por eso rehusó definirse en los términos en que ellos pretendían que lo hiciese. Si de la respuesta de Jesús se hubiera podido deducir que el emperador de Roma ejercía legítimamente su soberanía sobre los judíos, lo hubiesen tachado de traidor a su nación y a la Ley. Si lo hubiese negado, le habrían acusado de sedicioso, como hicieron calumniosamente ante el Tribunal de Pilato.

I. «Dad al César lo que es del César, y a Dios lo que es de Dios». San Pablo explicitará esta doctrina:

«Que todos se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios y las que hay han sido constituidas por Dios. De modo que quien se opone a la autoridad resiste a la disposición de Dios; y los que le resisten atraen la condena sobre sí….» (Cfr. Rom 13, 1-7).

La “disposición-ordenación de Dios” a la que alude el texto citado indica una jerarquización armónica con vistas a un objetivo concreto, como ocurre cuando se forman las tropas para la batalla. Y se interpreta en el sentido de que Dios es el autor del hombre creado para vivir en sociedad y por lo mismo autor de la sociedad y de la autoridad. Dios ha dispuesto que la comunidad social sea regida por personas investidas de una autoridad que viene de Dios en cuanto que realiza aquel ordenamiento querido por Él. De ahí que San Pablo apela a la conciencia; más que a una obligación penal, alude al deber moral de sumisión al poder civil. Una doctrina similar encontramos en otros lugares del NT (cfr. 1Tim 2, 1-2; Tit. 3, 1; 1 Pe. 2, 13-14).

Por tanto, la voluntad de Dios es la fuente y la verdadera grandeza de toda autoridad entre los hombres:

«Al querer Dios que los hombres vivan en sociedad, por lo mismo quiso también que al frente hubiese un poder encargado de reducir las múltiples voluntades a la unidad del fin social. Da también a los acontecimientos que su providencia dirige, y hasta a los hombres en los orígenes de las sociedades, una gran amplitud para determinar la forma en que se debe ejercer el poder civil y su modo de transmisión. Pero, una vez investidos regularmente, los depositarios soberanos del poder sólo dependen de Dios en la esfera de las atribuciones legítimas, porque de él solo les viene el poder y no de sus pueblos, que no se le podrían otorgar porque ellos tampoco le poseen. Mientras cumplan las condiciones del pacto social, o no conviertan en ruina de la sociedad el poder que recibieron para su bien, el derecho que tienen a la obediencia es el mismo de Dios: ya recauden los tributos necesarios a su gobierno, ya restrinjan con las leyes que dan ellos en el comercio ordinario de la vida la libertad que permite el derecho natural, ya también publiquen edictos que lanzan al soldado en defensa de la patria a una muerte segura. En todos estos casos, es el mismo Dios quien manda por ellos y quiere ser obedecido: desde este mundo pone la espada en sus manos para castigo de los rebeldes; El mismo castigará eternamente en el otro a los que no se hayan corregido» (Prospero GUERANGUER, El Año Litúrgico, vol.5, Burgos: Aldecoa, 1956, 125).

De lo dicho hasta ahora es fácil deducir que para que los mandatos del gobernante, y en general toda ley obliguen y sean verdaderamente ley, ante todo debe conformarse con las prescripciones y prohibiciones de Dios. Por esta razón no puede existir en el mundo una ley contra Dios o su Iglesia.

Y quien pretenda reglamentar la vida moral de un país en contra de Dios, merece la oposición y el desprecio: «llamar con el nombre sagrado de ley a esas lucubraciones tiránicas es una profanación indigna de un cristiano y de todo hombre libre» (ibíd.).

II.- ¿Cuáles son, pues, los límites de la obediencia a la autoridad pública? «Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hch 5, 29). Esto dijeron los Apóstoles ante el Sanedrín, que los conminaba a cesar su predicación. Pedro, Santiago y Juan resistieron a las autoridades religioso-políticas judías con esta palabra.

¿Criterio? La caridad y la prudencia.

No se puede obedecer contra la caridad: en donde se ve pecado, aun el más mínimo, hay que detenerse, porque «el que se salte uno solo de los preceptos menos importantes y se lo enseñe así a los hombres será el menos importante en el reino de los cielos. Pero el que los cumpla y enseñe será grande en el reino de los cielos» (Mt 5, 19). El punto exacto es cuando los mandatos de los hombres interfieren con los mandatos divinos, cuando la autoridad humana se desconecta de la autoridad de Dios, de la cual dimana. En ese caso: no hacer lo que está mal mandado (cfr. Leonardo CASTELLANI, R. P. Leonardo Castellani, El Evangelio de Jesucristo, Madrid: Ediciones Cristiandad, 2011, 313-319).

Pero también la prudencia. Tampoco se puede obedecer una cosa absurda; porque “si un ciego guía a otro ciego, los dos se van al hoyo”. Hay que tener en cuenta las circunstancias concretas históricas de la Iglesia y de la sociedad en la que nos movemos, sin confundir los tiempos, ni el sentido de la historia… Ser conscientes de la dirección de los acontecimientos: del proceso revolucionario y de la crisis de la Iglesia y no organizar nuestra vida política o religiosa sin tener en cuenta estas circunstancias.

«Todo esto es claro en teoría, pero es enredado y espinoso en la práctica; y más hoy día. Las naciones occidentales, perdida la religiosidad, se van convirtiendo de más en más en las Fieras de la Escritura. El Estado moderno se vuelve de más en más tirano. El Estado es una consecuencia del pecado original, no es una creación directa de Dios, es la “creación más grande de la razón práctica” del hombre, enseña Santo Tomás. En el Paraíso terrenal, si Adán no hubiera caído, hubiese habido gobierno, por cierto; pero no gobierno estatal, sino familiar y paterno. Eso no se puede obtener ya con perfección. Entre los extremos del gobierno tiránico y el gobierno paterno, oscilan todos los regímenes políticos humanos, después del Pecado. (…)
Los hombres hoy día prefieren tener encima a tiranuelos irresponsables, agitados y pasajeros, que los opriman en nombre de “la libertad”. Las condiciones han cambiado, los hombres ya no pueden fiarse tanto unos de otros como para poner a la cabeza del bien público a una familia permanente e inamovible, con poderes absolutos. Por tanto se ha vuelto más fácil el advenimiento de la Fiera, que es el otro extremo del eje político, el polo opuesto al Padre. Los grandes imperios paganos que precedieron a Cristo: Asiria, Persia, Grecia Macedónica y Roma, fueron pintados por el profeta Daniel en figura de cuatro fieras; y con mucha razón.
En la actual economía del mundo, el rechazo de Cristo lleva necesariamente al otro extremo de la ordenación política; es decir, al Estado pagano duro e implacable. De la cuarta fiera, el Imperio Romano, que Daniel describe como una mezcla de las otras tres y la más poderosa y temible de todas, profetizó el Vidente que surgirá después de muchos siglos y diversos avatares, la Bestia del Mar o sea el Anticristo: un poder pequeño que se hará grande, un poder muerto que resucitará, un poder inicuo que a causa de la apostasía del mundo llegará a enseñorearse de todo el mundo; afortunadamente, por muy poco tiempo.
Entretanto tenemos que ir viviendo y tendiendo al gobierno paternal en lo político y a la obediencia noble y caballeresca; aunque sean ideales hoy día casi inasequibles, por lo menos en este pobre país sin esqueleto; quiero decir, sin “estructuración política”; sin “Instituciones” (Ibid., 317-318).

Todo en nuestra vida es del Señor, y nada puede quedar al margen de Él, menos aún nuestra vida social. Pidamos a Nuestra Señora que nos alcance la gracia de vivir siempre y en todo lugar como verdaderos hijos de Dios.