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3 octubre 2018 • Era un monarca formado en el humanismo renacentista

Manuel Fernández Espinosa

Contra la invención de un Felipe II “esoterista”

En 1998 Juan García Atienza (Valencia, 1930-Madrid, 2011) publicaba “La cara oculta de Felipe II”, un libro que se convertiría en una de las fuentes de lo que, de vez en cuando, podemos encontrarnos en una revista de historia o de temas paranormales, también en algún programa de televisión como el popular “Cuarto Milenio”. Por lo que parecería que, hasta que se atendió a esta faceta, la misma había pasado desapercibida y esa “cara oculta” de Felipe II era el presunto esoterismo del Rey Prudente.

García Atienza dejó a su muerte toda una abultada biblioteca de su autoría sobre temas digamos que “heterodoxos”, tocando asuntos como el de los templarios, el de los sefarditas, el de la brujería, etcétera, que tantos adictos tiene entre gente a medias informada. Su atención a las “extravagancias” astrológicas, alquimistas… En una palabra: al supuesto “ocultismo” de Felipe II se convierte así en reclamo sensacionalista (y hasta escandaloso), pero el tal asunto sólo puede ser señuelo para los que ignoran las claves de la cultura del Renacimiento, pues conociéndolas el pretencioso hallazgo de un rey católico con achaques de esotérico se disiparía.

Sin embargo, no sólo es el resbaladizo mundo de las revistas de quiosco el que ha acogido ésta imagen, Juan Bubello, de la Universidad de Buenos Aires, también ha llegado a escribir sobre un “círculo esotérico” de El Escorial, que incluye al arquitecto Juan de Herrera y a los alquimistas como el italiano Giovanni Vincenzo Forte, el mañego Diego de Santiago y el irlandés Richard Stanihurst. Así las cosas, tampoco debieran olvidarse –una vez puestos a hacer “cábalas”- del polímata Benito Arias Montano, a quien Felipe II encargó la Biblia Regia (la Políglota de Amberes) y del que Ben Reckers parece que estableció vínculos con la “Familia Charitatis”, grupo clandestino de doctos protestantes y católicos.

Pero todo esto, como vengo diciendo, no puede comprenderse si no se atiende al contexto cultural. Si no se tiene claro que los paradigmas científicos cambian de una época a otra (como lo explicó Thomas Kuhn en su libro “La estructura de las revoluciones científicas”) correremos el riesgo de desatinar, pues lo que hoy en día puede ser tenido como algo relacionado con la “magia” o la “superstición” era, siglos atrás, parte de la filosofía, de la medicina, de la química, de la astronomía, de la ciencia de aquella época.

Felipe II fue un rey ahormado en el humanismo renacentista, hasta diríamos que platónico, pero en modo alguno un rey que tuviera una faceta ocultista. Sus aproximaciones a esos mundos que hoy se nos pintan como “ocultistas” no es reprobable desde el punto de vista de la recta doctrina católica, pues nunca hubo en él intención de lesionar los dogmas católicos: ¿Que pudo mandar que se hicieran experimentos alquímicos? Pues, bueno: había que pagar las facturas. ¿Que John Dee le hizo una carta astral? Eso parece, pero todos los príncipes –hasta los de la Iglesia- tenían sus propios astrólogos –pues el problema no era la astrología como tal, sino hasta qué punto creer que esos diagramas criptográficos conculcaban o ponían en tela de juicio el libre albedrío.

Biblioteca del Monasterio del Escorial

Felipe II fue muy platonizante. Veamos un caso: la formación en 1585 de la «Junta de Noche» por Felipe II supone una plasmación de platonismo político filipino. Al margen de las circunstancias en que fue creada (la enfermedad y decaimiento de nuestro Rey Prudente), en el nombre que se adoptó para ella no sólo se expresa la hora nocturna a la que la Junta tenía sus reuniones, sino que en su nombre también resuena el «Consejo Nocturno» del que Platón nos habla en «Las Leyes». Se trataba, según Platón, del órgano más poderoso del gobierno de la sociedad platónica diseñada en la etapa de senectud del filósofo ateniense.

Era la noche –in silentio noctis– cuando se convocaba el sínodo de máximo poder en el sistema polisinodial de la Monarquía Hispánica, la que regía un bloque geopolítico que hemos perdido para ser hoy peleles de bloques geopolíticos bastardos que nos destruyeron en su día. El consejo secreto estaba formado por los hombres de la más estrecha confianza de Felipe: Juan de Idiáquez y Olazábal, Juan de Zúñiga y Requeséns, el portugués Cristóbal de Moura y el vasco Mateo Vázquez de Leca que hacía de secretario. Es imposible no relacionar la “Junta de Noche” filipina con el “Consejo Nocturno” platónico –bien mirado, son dos formas para decir lo mismo, aunque en la Junta de Felipe II no se tomara a pie juntillas las disposiciones trazadas por Platón.

Felipe II no era un monarca oscurantista y fanático, como nos lo han pintado sus enemigos, tampoco un “iniciado” en misterios ocultistas. Era un monarca formado en el humanismo renacentista, el hecho es que poseía una de las bibliotecas más ricas de Europa y no la tenía para lucir las paredes. Muchas de las obras de Platón habían sido traducidas en Florencia, entre los años 1397 y 1400, bajo la dirección del erudito constantinopolitano Crisolaras, así «El Estado» (hoy la conocemos como «República») y «Las Leyes». Esa labor de traducción del griego al latín la continuaron, tras Cristolaras, Leonardo Bruni y otros como Ambrosius Traversarius. Según el inventario de la biblioteca filipina, el rey Felipe tenía «en un cuerpo» las obras de Platón y las llevó al Escorial, para tenerlas bien cerca. Cuando el Rey Prudente tuvo que escoger un maestro áulico, acudió a Sebastián Fox Morcillo, filósofo platónico español, aunque no pudo desempeñarse por fallecer antes de cubrir la plaza. Tampoco es casualidad que Felipe II impulsara la filosofía lulista, implantándola en las principales universidades hispánicas, apoyando a su vez la canonización de Raimundo Lulio. Lo que se trasluce de su reinado y gobierno es una voluntad de perfeccionar el ejercicio del poder, tal vez burocratizándolo excesivamente, pero siempre atento a todos los ingenios tecnológicos y novedades que pudieran servir a consolidar el poder imperial, pues lo que estaba en juego era la Cristiandad que él defendía contra todos sus enemigos.