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20 octubre 2017 • Nos sumamos al homenaje póstumo que rinde nuestro colaborador al teniente Fernando Pérez y pedimos a Dios por su eterno descanso y el consuelo de sus familiares

Emilio Domínguez Díaz

Las puertas del Cielo

¡Lástima, mi capitán! Se le olvidó cerrar las puertas de ese cielo del que siempre disfrutamos cuando lo surcábamos con nuestras naves plateadas. Y tuvo que ser en ese primer día del triste y verdadero otoño, en ese día en el que el agua regeneradora tristemente sirvió para regar mis cenizas y borrar mi presencia en este mundo. Ahora, no soy Ave Fénix que retorne a la realidad. ¡Lástima, mi capitán!
Como teniente, mi capitán, me pongo a su entera disposición y acato las órdenes allá donde el infausto Destino nos ordena formar dentro de esa compañía de héroes en el batallón de la corte celestial. Es cuestión de estrellas, en uno u otro sentido, de fortuna o rango. De 6 puntas en esta ocasión, mi capitán. Siempre me servirán de guía. Siempre a sus órdenes.
El pasado 12 de octubre me enteré de su inesperado adiós. No daba crédito a la tragedia en un día de celebraciones para todo aquel que se considera buen español, «pata negra», como cuando pugnábamos en el F-5 por ser el mejor «fighter» simulando nuestros vuelos o pilotando nuestros cazas. No me lo podía creer.
Reconozco que aquel Día de la Hispanidad alguna lágrima se me escapó y, silenciosa, raptó mi ira para convencerme de la satisfacción e importancia del deber cumplido. Mi compromiso profesional y el amor a España lograron, a regañadientes, convencerme aunque, durante varias noches, la vigilia me mantuvo inquieto, en estado de alerta. La impotencia, ya en frío, se tornó en orgullo, mayor si cabe, por haberle visto marchar en un día tan señalado para la Patria que nos había visto nacer.
¡Qué pena, mi Capitán! En los últimos segundos de ese su último vuelo, casi a las puertas de la pista, de su casa, de su familia. ¡Qué pena, mi Capitán!
Y el infortunio también llamó a mi puerta días más tarde. De nuevo, disfrazado de tragedia.
Entonces esa tragedia vestida de fatalidad se infiltró en nuestra fiesta aérea; concretamente, en el Ala-12. Apareció sin entrada otra vez, pero con licencia para sacarme de una fiesta particular, la de mi vida; una vida que, a mi temprana edad, parecía tan prometedora en función de todas aquellas metas que ya había logrado.
Ejemplar, como alumno y militar, con una amplia carrera de éxitos a mis espaldas; con dedicación, entrega y sufrimiento por aquellas competiciones ganadas, aquellas calificaciones obtenidas, aquellos premios reconocidos, aquellas amistades logradas.
Intenté mantener la altitud por esa máxima de que nadie jamás se ha estrellado contra el cielo. También me esforcé por recordar el consejo de un pájaro que murió pero su imagen y su vuelo se desvanecieron ante lo imprevisible. Una micra de segundo. Me fue imposible. No pude conquistar una tentadora e inquietante Presencia.
Ella estaba allí, también como invitada inesperada, con su afilada guadaña impidiendo mi proyección a un cielo que, con las puertas abiertas de par en par, me daba la bienvenida con honores de héroe; esos mismos, mi Capitán, que usted había recibido días atrás.
TENIENTE FERNANDO PÉREZ, ¡PRESENTE!