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12 enero 2017 • La vivencia del "extra Ecclesiam nulla salus"nos urge el sentido y la necesidad de orar por la Iglesia

Pbro. Dr. Raul Sanchez Abelenda (1929-1996)

«Lex orandi, lex credendi»

No por conocido pierde actualidad este adagio dogmático-moral cuya formulación data de comienzos del siglo V en los escritos eclesiásticos[1] Y bien estampó S. Teresa de Avila que el progreso de la vida ascética en un todo va a la medida con el progreso en la vida de oración. La santidad se arraiga y consolida, fructifica y se dilata en la verdad y la caridad de Dios y a Dios se accede por la oración. A través de la oración se ejerce la virtud moral por excelencia, la religión, que iluminada por la fe, espoleada por la esperanza y nutrida por la caridad, nos asimila a Dios conforme a las exigencias de la participación real de su Divina Naturaleza en nuestra naturaleza creada, sobrenaturalizada por la Gracia[2]. Toda exteriorización farisaica y todo pelagianismo endógeno quedan, así, excluidos y curados de raíz.

La vivencia —y no la mera y periférica aseveración polémica— del «extra Ecclesiam nulla salus», cimiento y condición sine qua non del genuino ecumenismo que por naturaleza es soteriológico, nos urge, en aras de la virtud de la religión, el sentido y la necesidad de orar por la Iglesia. Aquí se da una reciprocidad causal por cierto vinculante: no sólo la Iglesia reza por nosotros —y en este orden no hay .solución de continuidad ontológica entre la Esposa y el Esposo, entre el Cuerpo Místico y su Cabeza— sino que también nos confiere la aptitud y la capacidad de orar por ella, por sus necesidades vitales. Pero, en este orden, con una variante: somos nosotros, miembros de la Iglesia, los que oramos por ella, poniendo en juego nuestra fidelidad filial, que es de la misma naturaleza que nuestra libre aceptación de Dios. Mal se puede orar a Dios, ser religiosos con El, si se rechaza o tergiversa en un ápice su Revelación, lo que El mismo nos ha revelado de Sí mismo para nuestro bien, en suma su Voluntad salvífica con todo lo que implica y todo lo que nos exige, la mutua correspondencia entre su Gracia y nuestra libertad.

El rechazo de la Revelación y de la Gracia no lo mengua a Dios en Sí mismo, pero sí desgarra a su Iglesia, hasta desnaturalizarla, en la medida en que se pretende tener conciencia de seguir integrándola.

La herejía, el cisma, el naturalismo religioso, el ecumenismo igualitario e intramundano, mutilan y destruyen la realidad del principio «extra Ecclesiam nulla salus».

Para creer así en la verdad de la Iglesia, que por encima de cualquier otra entidad legítima es sustancialmente el Cuerpo Místico de Cristo y Su esposa, urge y es necesario —porque «lex credendi, lex orandi»— rezar[3] por las intenciones clásicas de los Romanos Pontífices: 1°) Por la extirpación de las herejías, 2°) Por la propagación de la fe, 3°) Por la conversión de los pecadores y 4° Por la paz entre los príncipes cristianos. Esta sencillez gradual de prioridades es significativa: sin la incolumidad de la Iglesia en la integridad de su fe y todo lo que ésta conlleva —»Ecclesia est constituta supra fidem et sacramenta fidei», dice S. Tomás (S. Th. III, 64, 2 ad 3)—, no puede propagarse esta fe ni ser instrumento de conversión del pecador a la vida de la Gracia, ni, por añadidura —la añadidura histórica, como la hubo y debe haber, de la cristiandad—, concitar y afianzar la paz entre las repúblicas que reconocen el vasallaje de Cristo-Rey.

El punto 1° tiene por eco el «Ut inimicos sanctae Ecclesiae humillare digneris…». No hay peor enemigo que el enemigo endógeno, instrumento de temores de muerte. Los puntos 2° y 3° suplican: «Ut omnes errantes ad unitatem Ecclesiae revocare, et infideles universos ad Evangelii lumen perducere digneris …». El punto 4° ruega: «Ut regibus et principibus christianis pacem et veram concordiam donare regineris…», y su consecuencia lógica: «Ut cuncto populo christiano pacem et unitatem largiri digneris …».

¿Han desaparecido, no son necesarias, no son «importantes», son de «perfil bajo» como ahora suele decirse, son trasnochadas o pueriles estas intenciones de nuestra plegaria por la Iglesia? Como se cree se reza y como se reza se cree: «Ut Ecclesiam tuam sanctam regere et conservare digneris …»[4].

II

En relación con lo expuesto es oportuno tener presente las razones y motivos que señala el célebre «Exorcismus in Satanam et Anngelos Apostaticos», promulgado por mandato del Papa León XIII con fecha 18 de mayo de 1890 (cuya traducción española se registra en otras páginas de esta entrega). El texto original de este documento (pues ediciones posteriores del Rituale Romanum, v. gr. la edición típica del año 1952, pp. 873-878, lo traen mutilado), en su Plegaria a S. Miguel Arcángel marca con fuerza que nuestra lucha con el Demonio es «cuerpo a cuerpo» y cuya soberbia, en su afán de borrar todo lo que es cristiano, lo impele, incluso transfigurado en ángel de luz, a poner su trono de perfidia y abominación en la misma Cátedra Romana («ubi sedes beatissimi Petri et Cathedra veritatis ad lucem Kontlum constituta est»): faena abominable y tiránica del enemigo del género humano, dragón inmenso y serpiente antigua (Apoc, XII), «homicida desde el principio», que realiza mediante los hombres depravados en su inteligencia y corrompidos en su corazón, mentirosos, impíos y blasfemos, con su plétora de vicios, merced al influjo letal del espíritu de las tinieblas que bien sabe que «herido el pastor, se dispersa el rebaño que él devora». Por eso nos urge el mencionado S. Pontífice a orar para evitarle a la Iglesia tanto daño.

Colofón

En este tenor oraba S. Teresa de Avila para pedir remedio en las necesidades de la Iglesia:

«Padre Santo, que estáis en los cielos, no sois Vos desagradecido, para que piense yo dejaréis de hacer lo que os suplicamos, a honra de vuestro Hijo. No por nosotros, Señor, que no lo merecemos, sino por la sangre de vuestro Hijo y sus merecimientos, y de su Madre gloriosa, y de tantos mártires y santos como han muerto por Vos. ¡Oh Padre Eterno! Mirad que no son de olvidar tantos azotes e injurias y tan gravísimos tormentos. Pues, Criador mío, ¿cómo pueden sufrir unas entrañas tan amorosas como las vuestras que lo que se hizo con tan ardiente amor de vuestro Hijo sea tenido en tan poco? Estáse ardiendo el mundo, quieren tornar a sentenciar a Cristo: quieren poner su Iglesia por el suelo: deshechos los templos, perdidas tantas almas, los Sacramentos quitados. Pues, ¿qué es esto, mi Señor y mi Dios? O dad fin al mundo, o poned remedio en tan gravísimos males, que no hay corazón que los sufra, aún de los que somos ruines. Suplicóos, pues, Padre Eterno, que no lo sufráis ya Vos, atajad este fuego, Señor, que si queréis, podéis; algún medio ha de haber, Señor mío; póngale vuestra Majestad.

«Habed lástima de tantas almas como se pierden, y favoreced vuestra Iglesia. No permitáis ya más daños en la cristiandad. Señor: dad ya luz a estas tinieblas. Ya, Señor; ya, Señor, haced que sosiegue este mar; no ande siempre en tanta tempestad esta nave de la Iglesia, y salvadnos, Señor mío, que perecemos» (Del «Camino de perfección»).