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18 mayo 2016 • Continuamos la publicación de una serie de artículos sobre los Reyes de España

José Alberto Cepas Palanca

Crónicas reales (3): Carlos I

tiziano_carlos_v_en_mulbergCarlos I de España y V del Sacro Imperio Romano Germánico, “el Emperador” (1500 – 1558), También llamado popularmente “el César”.

Reinó junto con su madre — esta última de forma solamente nominal— en todos los reinos y territorios de España con el nombre de Carlos I. Hijo de Felipe I el Hermoso y de Juana I la Loca. Nació en Prinsenhof, Gante, en el palacio Casa del Príncipe, Condado de Gante, Países Bajos, perteneciente al ducado de Borgoña. Falleció en el Monasterio de Yuste, Cuacos de Yuste (Cáceres). Está enterrado en la Cripta Real del Monasterio del Escorial.

Carlos era feo, cualidad que se acentuaría con los años. Como herencia genética de los Habsburgo y de la Casa de Borgoña recibirá de los primeros, el labio inferior prominente y, de los segundos, el prognatismo del maxilar inferior que le impedirá cerrar totalmente la boca, afeada, además, por una dentadura desastrosa. No hablaba nada de castellano durante bastante tiempo, incluso cuando fue jurado rey por las Cortes de Castilla. No dio pruebas de una inteligencia precoz. De carácter poco expansivo, reflexivo, tímido sobre todo, no anunciaba lo que sería en el futuro. Débil de constitución, acabó siendo un consumado jinete y un cazador insuperable. Aprendió a tocar la espineta (instrumento de teclado de cuerda percutida) y el órgano. Le gustaba la música y las voces musicales. Su educación dejaba mucho que desear. El único idioma que conocía era el francés. Ignoraba por completo el flamenco, el italiano y el latín, lengua diplomática de la época. No obstante, cuando los necesitó, los aprendió. Carlos fue un joven de desarrollo tardío. Una vez emperador, se le retrató:

“El Emperador es de mediana estatura, ni grande ni pequeño. Tiene la piel blanca, más bien pálida que coloreada, siendo bien proporcionado de cuerpo. Las piernas fuertes, los brazos proporcionados, la nariz un poco aguileña, los ojos pequeños. Ninguna parte de su cuerpo es criticable, sino es el mentón y sobre todo la mandíbula inferior que es larga y prolongada, que no parece natural sino postiza; de lo que resulta que cuando cierra la boca no puede juntar los dientes de arriba con los de abajo, pues hay entre ellos el espacio del grosor de un diente. Así, al hablar o acabar un discurso, hay palabras que balbucea y que a menudo no se le entienden. Se adiestra con algunos señores de su Corte en los torneos y en los juegos de cañas. Su temperamento es melancólico, sanguíneo, y su naturaleza es acorde con su complexión. Extremadamente religioso, muy justo y exento de vicios. Las voluptuosidades juveniles, no ejercen imperio sobre él, y no se da a ninguno de estos pasatiempos. Va raramente de caza y su único placer es ocuparse de los asuntos de Estado”.

Poseía una fría y clara inteligencia. Amaba la soledad, parco en palabras y corto en razones, prefiriendo madurar sus decisiones. Casó con su prima hermana Isabel de Portugal, hija de Manuel I el Afortunado y de María, su segunda esposa y segunda hija de los Reyes Católicos, a la que le fue siempre fiel.

La conquista y colonización del Nuevo Mundo trajo oro, tan necesario en sus empresas bélicas, en detrimento del trabajo constante y pacífico, que quedó ignorado y aun fue despreciado. En España solo quedaban briznas de ese oro, el resto quedaba en los campos de batalla europeos y en los bolsillos de los banqueros. Tuvo dos frentes bélicos que le ocuparon casi toda su vida: Francisco I de Francia y la guerra contra el Turco. Desde niño, Carlos demostró una seriedad imperturbable, siendo, ante todo, un político y un militar. Heredó de su abuelo materno, Fernando II de Aragón, el espíritu y la astucia para la política; de su bisabuelo, Carlos el Temerario, el valor caballeresco; de su abuelo paterno, Maximiliano, el gusto por las Bellas Artes y el talento para la música; de éste, y de su madre Juana, una melancólica tristeza y el gusto por lo macabro. Su capacidad política le llevaba a ceder cuando no podía castigar, esperando el momento de fortaleza propia para beneficiarse de la debilidad del contrario. Carlos encarnó con grandiosidad la idea imperial. Su estatura moral excedía en mucho a la física, y su temperamento era una rara mezcla de sensualidad y ascetismo, alternando los placeres desordenados de la mesa con la fatiga de la guerra y las mortificaciones del penitente.

La opinión que tenía de los pueblos que gobernaba quedó patente en una frase: “Un buen ejército debe tener la cabeza italiana, el corazón alemán y el brazo castellano”. Aunque no se educó en España, murió siendo un español de corazón. El país que lo recibió con recelo al principio, ganó sus simpatías poco a poco.

Ninguno de los pueblos que gobernó secundó con más valor sus aspiraciones de gloria y sus proyectos de belicosidad defensiva contra turcos y franceses que el español. Las lejanas empresas del Emperador costaron sangre y caudales a España; a cambio recibió los timbres de inmortalidad, haciendo que su nombre se pronunciara con respeto en los confines del Orbe. Carlos fue el soberano más poderoso del siglo que le vio nacer. Los detalles últimos de su vida sirven para explicar el fin de su existencia política.

Las múltiples enfermedades, la intemperancia invencible y los ardores crecientes de su fe le condujeron del trono a la soledad y, rápidamente, de la soledad a la tumba. A sus habituales enfermedades, se añadieron unos temblores que le dejaban helado de pies a cabeza. De poco servían las tisanas, los baños de vinagre y aguas de rosas que le recetaban los médicos. De la misma eficacia resultaban los amuletos con los que se cubría para alejar la enfermedad, a los cuales la credulidad de los tiempos daba un poder curativo. No podía comer y, a veces, perdía el conocimiento. Perfectamente lúcido hasta el último momento, pidió que le trajeran el crucifijo que tenía su esposa al morir, y ya no se separó de él. Hacia las dos de la mañana, se acercó el fin. En la mano diestra, el crucifico de su esposa, y en la otra, sostenida por un mayordomo, un cirio. Al poco, murmuró: “Ya es tiempo”. Era el 21 de septiembre cuando entregó su alma a Dios.

Bibliografía

MANUEL RÍOS MAZCARELLE. Diccionario de los Reyes de España.

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Entradas anteriores de la serie:

[1] Isabel y Fernando

[2] Juana la Loca y Felipe el Hermoso