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«La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas»
CARTA ENCÍCLICA CASTI CONNUBII DEL PAPA PÍO XI SOBRE EL MATRIMONIO CRISTIANO
Primera parte: Escuchar y descargar los números 1-29 en este enlace
Segunda parte: Escuchar y descargar los números 30-50 en este enlace
Para que de tal renovación del matrimonio se recojan los frutos anhelados, en todos los lugares del mundo y en todos los tiempos, es necesario primeramente iluminar las inteligencias de los hombres con la genuina doctrina de Cristo sobre el matrimonio; es necesario, además, que los cónyuges cristianos, robustecidas sus flacas voluntades con la gracia interior de Dios, se conduzcan en todos sus pensamientos y en todas sus obras en consonancia con la purísima ley de Cristo, a fin de obtener para sí y para sus familias la verdadera paz y felicidad.
Por eso, Venerables Hermanos, Nos hemos determinado a dirigir la palabra primeramente a vosotros, y por medio de vosotros a toda la Iglesia católica, más aún, a todo el género humano, para hablaros acerca de la naturaleza del matrimonio cristiano, de su dignidad y de las utilidades y beneficios que de él se derivan para la familia y la misma sociedad humana, de los errores contrarios a este importantísimo capítulo de la doctrina evangélica, de los vicios que se oponen a la vida conyugal y, últimamente, de los principales remedios que es preciso poner en práctica, siguiendo así las huellas de Nuestro Predecesor León XIII, de s. m., cuya encíclica Arcanum[2], publicada hace ya cincuenta años, sobre el matrimonio cristiano, hacemos Nuestra por esta Nuestra Encíclica y la confirmamos, exponiendo algunos puntos con mayor amplitud, por requerirlo así las circunstancias y exigencias de nuestro tiempo, y declaramos que aquélla no sólo no ha caído en desuso sino que conserva pleno todavía su vigor.
Mas aunque el matrimonio sea de institución divina por su misma naturaleza, con todo, la voluntad humana tiene también en él su parte, y por cierto nobilísima, porque todo matrimonio, en cuanto que es unión conyugal entre un determinado hombre y una determinada mujer, no se realiza sin el libre consentimiento de ambos esposos, y este acto libre de la voluntad, por el cual una y otra parte entrega y acepta el derecho propio del matrimonio[5], es tan necesario para la constitución del verdadero matrimonio, que ninguna potestad humana lo puede suplir[6]. Es cierto que esta libertad no da más atribuciones a los cónyuges que la de determinarse o no a contraer matrimonio y a contraerlo precisamente con tal o cual persona, pero está totalmente fuera de los límites de la libertad del hombre la naturaleza del matrimonio, de tal suerte que si alguien ha contraído ya matrimonio se halla sujeto a sus leyes y propiedades esenciales. Y así el Angélico Doctor, tratando de la fidelidad y de la prole, dice: “Estas nacen en el matrimonio en virtud del mismo pacto conyugal, de tal manera que si se llegase a expresar en el consentimiento, causa del matrimonio, algo que les fuera contrario, no habría verdadero matrimonio”[7].
Por obra, pues, del matrimonio, se juntan y se funden las almas aun antes y más estrechamente que los cuerpos, y esto no con un afecto pasajero de los sentidos o del espíritu, sino con una determinación firme y deliberada de las voluntades; y de esta unión de las almas surge, porque así Dios lo ha establecido, un vínculo sagrado e inviolable.
De donde se desprende que la autoridad tiene el derecho y, por lo tanto, el deber de reprimir las uniones torpes que se oponen a la razón y a la naturaleza, impedirlas y castigarlas, y, como quiera que se trata de un asunto que fluye de la naturaleza misma del hombre, no es menor la certidumbre con que consta lo que claramente advirtió Nuestro Predecesor, de s. m., León XIII[8]: No hay duda de que, al elegir el género de vida, está en el arbitrio y voluntad propia una de estas dos cosas: o seguir el consejo de guardar virginidad dado por Jesucristo, u obligarse con el vínculo matrimonial. Ninguna ley humana puede privar a un hombre del derecho natural y originario de casarse, ni circunscribir en manera alguna la razón principal de las nupcias, establecida por Dios desde el principio: “Creced y multiplicaos”[9].
Hállase, por lo tanto, constituido el sagrado consorcio del legítimo matrimonio por la voluntad divina a la vez que por la humana: de Dios provienen la institución, los fines, las leyes, los bienes del matrimonio; del hombre, con la ayuda y cooperación de Dios, depende la existencia de cualquier matrimonio particular —por la generosa donación de la propia persona a otra, por toda la vida—, con los deberes y con los bienes establecidos por Dios.
LOS BIENES DEL MATRIMONIO CRISTIANO
En general
Los hijos
Lo cual también bellamente deduce San Agustín de las palabras del apóstol San Pablo a Timoteo[14], cuando dice: «Que se celebre el matrimonio con el fin de engendrar, lo testifica así el Apóstol: “Quiero —dice— que los jóvenes se casen”. Y como se le preguntara: “¿Con qué fin?, añade en seguida: Para que procreen hijos, para que sean madres de familia”»[15].
Cuán grande sea este beneficio de Dios y bien del matrimonio se deduce de la dignidad y altísimo fin del hombre. Porque el hombre, en virtud de la preeminencia de su naturaleza racional, supera a todas las restantes criaturas visibles. Dios, además, quiere que sean engendrados los hombres no solamente para que vivan y llenen la tierra, sino muy principalmente para que sean adoradores suyos, le conozcan y le amen, y finalmente le gocen para siempre en el cielo; fin que, por la admirable elevación del hombre, hecha por Dios al orden sobrenatural, supera a cuanto el ojo vio y el oído oyó y pudo entrar en el corazón del hombre[16]. De donde fácilmente aparece cuán grande don de la divina bondad y cuán egregio fruto del matrimonio sean los hijos, que vienen a este mundo por la virtud omnipotente de Dios, con la cooperación de los esposos.
Considerando estas cosas la madre cristiana entenderá, sin duda, que de ella, en un sentido más profundo y consolador, dijo nuestro Redentor: “La mujer…, una vez que ha dado a luz al infante, ya no se acuerda de su angustia, por su gozo de haber dado un hombre al mundo”[18], y superando todas las angustias, cuidados y cargas maternales, mucho más justa y santamente que aquella matrona romana, la madre de los Gracos, se gloriará en el Señor de la floridísima corona de sus hijos. Y ambos esposos, recibiendo de la mano de Dios estos hijos con buen ánimo y gratitud, los considerarán como un tesoro que Dios les ha encomendado, no para que lo empleen exclusivamente en utilidad propia o de la sociedad humana, sino para que lo restituyan al Señor, con provecho, en el día de la cuenta final.
Todo lo cual, porque ya en otra ocasión tratamos copiosamente de la cristiana educación[19] de la juventud, encerraremos en las citadas palabras de San Agustín: “En orden a la prole se requiere que se la reciba con amor y se la eduque religiosamente”[20], y lo mismo dice con frase enérgica el Código de derecho canónico: “El fin primario del matrimonio es la procreación y educación de la prole”[21].
Por último, no se debe omitir que, por ser de tanta dignidad y de tan capital importancia esta doble función encomendada a los padres para el bien de los hijos, todo honesto ejercicio de la facultad dada por Dios en orden a la procreación de nuevas vidas, por prescripción del mismo Creador y de la ley natural, es derecho y prerrogativa exclusivos del matrimonio y debe absolutamente encerrarse en el santuario de la vida conyugal.
La fidelidad conyugal
9. El segundo de los bienes del matrimonio, enumerados, como dijimos, por San Agustín, es la fidelidad, que consiste en la mutua lealtad de los cónyuges en el cumplimiento del contrato matrimonial, de tal modo que lo que en este contrato, sancionado por la ley divina, compete a una de las partes, ni a ella le sea negado ni a ningún otro permitido; ni al cónyuge mismo se conceda lo que jamás puede concederse, por ser contrario a las divinas leyes y del todo disconforme con la fidelidad del matrimonio.
Tal fidelidad exige, por lo tanto, y en primer lugar, la absoluta unidad del matrimonio, ya prefigurada por el mismo Creador en el de nuestros primeros padres, cuando quiso que no se instituyera sino entre un hombre y una mujer. Y aunque después Dios, supremo legislador, mitigó un tanto esta primitiva ley por algún tiempo, la ley evangélica, sin que quede lugar a duda ninguna, restituyó íntegramente aquella primera y perfecta unidad y derogó toda excepción, como lo demuestran sin sombra de duda las palabras de Cristo y la doctrina y práctica constante de la Iglesia. Con razón, pues, el santo Concilio de Trento declaró lo siguiente: que por razón de este vínculo tan sólo dos puedan unirse, lo enseñó claramente Cristo nuestro Señor cuando dijo: “Por lo tanto, ya no son dos, sino una sola carne”[22].
Mas no solamente plugo a Cristo nuestro Señor condenar toda forma de lo que suelen llamar poligamia y poliandria simultánea o sucesiva, o cualquier otro acto deshonesto externo, sino también los mismos pensamientos y deseos voluntarios de todas estas cosas, a fin de guardar inviolado en absoluto el sagrado santuario de la familia: “Pero yo os digo que todo el que mira a una mujer para codiciarla ya adulteró en su corazón”[23]. Las cuales palabras de Cristo nuestro Señor ni siquiera con el consentimiento mutuo de las partes pueden anularse, pues manifiestan una ley natural y divina que la voluntad de los hombres jamás puede quebrantar ni desviar[24].
Más aún, hasta las mutuas relaciones de familiaridad entre los cónyuges deben estar adornadas con la nota de castidad, para que el beneficio de la fidelidad resplandezca con el decoro debido, de suerte que los cónyuges se conduzcan en todas las cosas conforme a la ley de Dios y de la naturaleza y procuren cumplir la voluntad sapientísima y santísima del Creador, con entera y sumisa reverencia a la divina obra.
Esta que llama, con mucha propiedad, San Agustín, fidelidad en la castidad, florece más fácil y mucho más agradable y noblemente, considerado otro motivo importantísimo, a saber: el amor conyugal, que penetra todos los deberes de la vida de los esposos y tiene cierto principado de nobleza en el matrimonio cristiano: «Pide, además, la fidelidad del matrimonio que el varón y la mujer estén unidos por cierto amor santo, puro, singular; que no se amen como adúlteros, sino como Cristo amó a la Iglesia, pues esta ley dio el Apóstol cuando dijo: “Maridos, amad a vuestras mujeres como Cristo amó a la Iglesia”[25], y cierto que El la amó con aquella su infinita caridad, no para utilidad suya, sino proponiéndose tan sólo la utilidad de la Esposa»[26]. Amor, decimos, que no se funda solamente en el apetito carnal, fugaz y perecedero, ni en palabras regaladas, sino en el afecto íntimo del alma y que se comprueba con las obras, puesto que, como suele decirse, obras son amores y no buenas razones[27].
Todo lo cual no sólo comprende el auxilio mutuo en la sociedad doméstica, sino que es necesario que se extienda también y aun que se ordene sobre todo a la ayuda recíproca de los cónyuges en orden a la formación y perfección, mayor cada día, del hombre interior, de tal manera que por su mutua unión de vida crezcan más y más también cada día en la virtud y sobre todo en la verdadera caridad para con Dios y para con el prójimo, de la cual, en último término, “depende toda la ley y los profetas”[28]. Todos, en efecto, de cualquier condición que sean y cualquiera que sea el género honesto de vida que lleven, pueden y deben imitar aquel ejemplar absoluto de toda santidad que Dios señaló a los hombres, Cristo nuestro Señor; y, con ayuda de Dios, llegar incluso a la cumbre más alta de la perfección cristiana, como se puede comprobar con el ejemplo de muchos santos.
Esta recíproca formación interior de los esposos, este cuidado asiduo de mutua perfección puede llamarse también, en cierto sentido muy verdadero, como enseña el Catecismo Romano[29], la causa y razón primera del matrimonio, con tal que el matrimonio no se tome estrictamente como una institución que tiene por fin procrear y educar convenientemente los hijos, sino en un sentido más amplio, cual comunidad, práctica y sociedad de toda la vida.
Con este mismo amor es menester que se concilien los restantes derechos y deberes del matrimonio, pues no sólo ha de ser de justicia, sino también norma de caridad aquello del Apóstol: “El marido pague a la mujer el débito; y, de la misma suerte, la mujer al marido”[30].
Tal sumisión no niega ni quita la libertad que en pleno derecho compete a la mujer, así por su dignidad de persona humana como por sus nobilísimas funciones de esposa, madre y compañera, ni la obliga a dar satisfacción a cualesquiera gustos del marido, no muy conformes quizá con la razón o la dignidad de esposa, ni, finalmente, enseña que se haya de equiparar la esposa con aquellas personas que en derecho se llaman menores y a las que por falta de madurez de juicio o por desconocimiento de los asuntos humanos no se les suele conceder el ejercicio de sus derechos, sino que, por lo contrario, prohibe aquella exagerada licencia, que no se cuida del bien de la familia, prohibe que en este cuerpo de la familia se separe el corazón de la cabeza, con grandísimo detrimento del conjunto y con próximo peligro de ruina, pues si el varón es la cabeza, la mujer es el corazón, y como aquél tiene el principado del gobierno, ésta puede y debe reclamar para sí, como cosa que le pertenece, el principado del amor.
El grado y modo de tal sumisión de la mujer al marido puede variar según las varias condiciones de las personas, de los lugares y de los tiempos; más aún, si el marido faltase a sus deberes, debe la mujer hacer sus veces en la dirección de la familia. Pero tocar o destruir la misma estructura familiar y su ley fundamental, establecida y confirmada por Dios, no es lícito en tiempo alguno ni en ninguna parte.
Sobre el orden que debe guardarse entre el marido y la mujer, sabiamente enseña Nuestro Predecesor León XIII, de s. m., en su ya citada Encíclica acerca del matrimonio cristiano: “El varón es el jefe de la familia y cabeza de la mujer, la cual, sin embargo, puesto que es carne de su carne y hueso de sus huesos, debe someterse y obedecer al marido, no a modo de esclava, sino de compañera, es decir, de tal modo que a su obediencia no le falte ni honestidad ni dignidad. En el que preside y en la que obedece, puesto que el uno representa a Cristo y la otra a la Iglesia, sea siempre la caridad divina la reguladora de sus deberes”[32].
Están, pues, comprendidas en el beneficio de la fidelidad: la unidad, la castidad, la caridad y la honesta y noble obediencia, nombres todos que significan otras tantas utilidades de los esposos y del matrimonio, con las cuales se promueven y garantizan la paz, la dignidad y la felicidad matrimoniales, por lo cual no es extraño que esta fidelidad haya sido siempre enumerada entre los eximios y peculiares bienes del matrimonio.
La indisolubilidad y Sacramento
Y, en primer lugar, el mismo Cristo insiste en la indisolubilidad del pacto nupcial cuando dice: “No separe el hombre lo que ha unido Dios”[33], y: “Cualquiera que repudia a su mujer y se casa con otra, adultera, y el que se casa con la repudiada del marido, adultera”[34].
En tal indisolubilidad hace consistir San Agustín lo que él llama bien del sacramento con estas claras palabras: “Como sacramento, pues, se entiende que el matrimonio es indisoluble y que el repudiado o repudiada no se una con otro, ni aun por razón de la prole”[35].
Esta inviolable indisolubilidad, aun cuando no en la misma ni tan perfecta medida a cada uno, compete a todo matrimonio verdadero, puesto que habiendo dicho el Señor, de la unión de nuestros primeros padres, prototipo de todo matrimonio futuro: “No separe el hombre lo que ha unido Dios”, por necesidad ha de extenderse a todo verdadero matrimonio. Aun cuando antes de la venidad el Mesías se mitigase de tal manera la sublimidad y serenidad de la ley primitiva, que Moisés llegó a permitir a los mismos ciudadanos del pueblo de Dios que por dureza de su corazón y por determinadas razones diesen a sus mujeres libelo de repudio, Cristo, sin embargo, revocó, en virtud de su poder de legislador supremo, aquel permiso de mayor libertad y restableció íntegramente la ley primera, con aquellas palabras que nunca se han de echar en olvido: “No separe el hombre lo que ha unido Dios”.
Por lo cual muy sabiamente escribió Nuestro antecesor Pío VI, de f. m., contestando al Obispo de Agra: “Es, pues, cosa clara que el matrimonio, aun en el estado de naturaleza pura y, sin ningún género de duda, ya mucho antes de ser elevado a la dignidad de sacramento propiamente dicho, fue instituido por Dios, de tal manera que lleva consigo un lazo perpetuo e indisoluble, y es, por lo tanto, imposible que lo desate ninguna ley civil. En consecuencia, aunque pueda estar separada del matrimonio la razón de sacramento, como acontece entre los infieles, sin embargo, aun en este matrimonio, por lo mismo que es verdadero, debe mantenerse y se mantiene absolutamente firme aquel lazo, tan íntimamente unido por prescripción divina desde el principio al matrimonio, que está fuera del alcance de todo poder civil. Así, pues, cualquier matrimonio que se contraiga, o se contrae de suerte que sea en realidad un verdadero matrimonio, y entonces llevará consigo el perpetuo lazo que por ley divina va anejo a todo verdadero matrimonio; o se supone que se contrae sin dicho perpetuo lazo, y entonces no hay matrimonio, sino unión ilegítima, contraria, por su objeto, a la ley divina, que por lo mismo no se puede lícitamente contraer ni conservar”[36].
Si queremos investigar, Venerables Hermanos, la razón íntima de esta voluntad divina, fácilmente la encontraremos en aquella significación mística del matrimonio, que se verifica plena y perfectamente en el matrimonio consumado entre los fieles. Porque, según testimonio del Apóstol, en su carta a los de Efeso[37], el matrimonio de los cristianos representa aquella perfectísima unión existente entre Cristo y la Iglesia: este sacramento es grande, pero yo digo, con relación a Cristo y a la Iglesia; unión, por lo tanto, que nunca podrá desatarse mientras viva Cristo y la Iglesia por El.
Lo cual enseña también expresamente San Agustín con las siguientes palabras: “Esto se observa con fidelidad entre Cristo y la Iglesia, que por vivir ambos eternamente no hay divorcio que los pueda separar; y esta misteriosa unión de tal suerte se cumple en la ciudad de Dios… es decir, en la Iglesia de Cristo…, que aun cuando, a fin de tener hijos, se casen las mujeres, y los varones tomen esposas, no es lícito repudiar a la esposa estéril para tomar otra fecunda. Y si alguno así lo hiciere, será reo de adulterio, así como la mujer si se une a otro: y esto por la ley del Evangelio, no por la ley de este siglo, la cual concede, una vez otorgado el repudio, el celebrar nuevas nupcias con otro cónyuge, como también atestigua el Señor que concedió Moisés a los israelitas a causa de la dureza de su corazón”[38].
Y porque Cristo, al consentimiento matrimonial válido entre fieles lo constituyó en signo de la gracia, tan íntimamente están unidos la razón de sacramento y el matrimonio cristiano, que no puede existir entre bautizados verdadero matrimonio sin que por lo mismo sea ya sacramento[42].
Desde el momento en que prestan los fieles sinceramente tal consentimiento, abren para sí mismos el tesoro de la gracia sacramental, de donde hay de sacar las energías sobrenaturales que les llevan a cumplir sus deberes y obligaciones, fiel, santa y perseverantemente hasta la muerte.
Porque este sacramento, en aquellos que no ponen lo que se suele llamar óbice, no sólo aumenta la gracia santificante, principio permanente de la vida sobrenatural, sino que añade peculiares dones, disposiciones y gérmenes de gracia, elevando y perfeccionando las fuerzas de la naturaleza, de suerte tal que los cónyuges puedan no solamente bien entender, sino íntimamente saborear, retener con firmeza, querer con eficacia y llevar a la práctica todo cuanto pertenece al matrimonio y a sus fines y deberes; y para ello les concede, además, el derecho al auxilio actual de la gracia, siempre que la necesiten, para cumplir con las obligaciones de su estado.
Mas en el orden sobrenatural, es ley de la divina Providencia el que los hombres no logren todo el fruto de los sacramentos que reciben después del uso de la razón si no cooperan a la gracia; por ello, la gracia propia del matrimonio queda en gran parte como talento inútil, escondido en el campo, si los cónyuges no ejercitan sus fuerzas sobrenaturales y cultivan y hacen desarrollar la semilla de la gracia que han recibido. En cambio, si haciendo lo que está de su parte cooperan diligentemente, podrán llevar la carga y llenar las obligaciones de su estado, y serán fortalecidos, santificados y como consagrados por tan excelso sacramento, pues, según enseña San Agustín, así como por el Bautismo y el Orden el hombre queda destinado y recibe auxilios, tanto para vivir cristianamente como para ejercer el ministerio sacerdotal, respectivamente, sin que jamás se vea destituido del auxilio de dichos sacramentos, así y casi del mismo modo (aunque sin carácter sacramental) los fieles, una vez que se han unido por el vínculo matrimonial, jamás podrán ser privados del auxilio y del lazo de este sacramento. Más aún, como añade el mismo Santo Doctor, llevan consigo este vínculo sagrado aun los que han cometido adulterio, aunque no ya para honor de la gracia, sino para castigo del crimen, “como el alma del apóstata que, aun separándose de la unión de Cristo, y aun perdida la fe, no pierde el sacramento de la fe que recibió con el agua bautismal”[43].
Todo lo cual, Venerables Hermanos, si ponderamos atentamente y con viva fe, si ilustramos con la debida luz estos eximios bienes del matrimonio —la prole, la fe y el sacramento—, no podremos menos de admirar la sabiduría, la santidad y la benignidad divina, pues tan copiosamente proveyó no sólo a la dignidad y felicidad de los cónyuges, sino también a la conservación y propagación del género humano, susceptible tan sólo de procurarse con la casta y sagrada unión del vínculo nupcial.
LOS ATAQUES AL MATRIMONIO
No es ya de un modo solapado ni en la oscuridad, sino que también en público, depuesto todo sentimiento de pudor, lo mismo de viva voz que por escrito, ya en la escena con representaciones de todo género, ya por medio de novelas, de cuentos amatorios y comedias, del cinematógrafo, de discursos radiados, en fin, por todos los inventos de la ciencia moderna, se conculca y se pone en ridículo la santidad del matrimonio, mientras los divorcios, los adulterios y los vicios más torpes son ensalzados o al menos presentados bajo tales colores que parece se les quiere presentar como libres de toda culpa y de toda infamia. Ni faltan libros, los cuales no se avergüenzan de llamarse científicos, pero que en realidad muchas veces no tienen sino cierto barniz de ciencia, con el cual hallan camino para insinuar más fácilmente sus errores en mentes y corazones. Las doctrinas que en ellos se defienden, se ponderan como portentos del ingenio moderno, de un ingenio que se gloría de buscar exclusivamente la verdad, y, con ello, de haberse emancipado —dicen— de todos los viejos prejuicios, entre los cuales ponen y pregonan la doctrina tradicional cristiana del matrimonio.
Estas doctrinas las inculcan a toda clase de hombres, ricos y pobres, obreros y patronos, doctos e ignorantes, solteros y casados, fieles e impíos, adultos y jóvenes, siendo a éstos principalmente, como más fáciles de seducir, a quienes ponen peores asechanzas.
Contra la santidad
Y porque, para evitar los engaños del enemigo, es menester antes descubrirlos, y ayuda mucho mostrar a los incautos sus argucias, aun cuando más quisiéramos no mencionar tales iniquidades, como conviene a los Santos[46], sin embargo, por el bien y salvación de las almas no podemos pasarlas en silencio.
Fundándose en tales principios, algunos han llegado a inventar nuevos modos de unión, acomodados —así dicen ellos— a las actuales circunstancias de los tiempos y de los hombres, y que consideran como otras tantas especies de matrimonio: el matrimonio por cierto tiempo, el matrimonio de prueba, el matrimonio amistoso, que se atribuye la plena libertad y todos los derechos que corresponden al matrimonio, pero suprimiendo el vínculo indisoluble y excluyendo la prole, a no ser que las partes acuerden más tarde el transformar la unión y costumbre de vida en matrimonio y jurídicamente perfecto.
Más aún: hay quienes insisten y abogan por que semejantes monstruosidades sean cohonestadas incluso por las leyes o al menos hallen descargo en los públicos usos e instituciones de los pueblos, y ni siquiera paran mientes en que tales cosas nada tienen, en verdad, de aquella moderna cultura de la cual tanto se jactan, sino que son nefandas corruptelas que harían volver, sin duda, aun a los pueblos civilizados, a los bárbaros usos de ciertos salvajes.
Contra la prole
Ningún motivo, sin embargo, aun cuando sea gravísimo, puede hacer que lo que va intrínsecamente contra la naturaleza sea honesto y conforme a la misma naturaleza; y estando destinado el acto conyugal, por su misma naturaleza, a la generación de los hijos, los que en el ejercicio del mismo lo destituyen adrede de su naturaleza y virtud, obran contra la naturaleza y cometen una acción torpe e intrínsecamente deshonesta.
Por lo cual no es de admirar que las mismas Sagradas Letras atestigüen con cuánto aborrecimiento la Divina Majestad ha perseguido este nefasto delito, castigándolo a veces con la pena de muerte, como recuerda San Agustín: “Porque ilícita e impúdicamente yace, aun con su legítima mujer, el que evita la concepción de la prole. Que es lo que hizo Onán, hijo de Judas, por lo cual Dios le quitó la vida”[47].
Por consiguiente, según pide Nuestra suprema autoridad y el cuidado de la salvación de todas las almas, encargamos a los confesore y a todos los que tienen cura de las mismas que no consientan en los fieles encomendados a su cuidado error alguno acerca de esta gravísima ley de Dios, y mucho más que se conserven —ellos mismos— inmunes de estas falsas opiniones y que no contemporicen en modo alguno con ellas. Y si algún confesor o pastor de almas, lo que Dios no permite, indujera a los fieles, que le han sido confiados, a estos errores, o al menos les confirmara en los mismos con su aprobación o doloso silencio, tenga presente que ha de dar estrecha cuenta al Juez supremo por haber faltado a su deber, y aplíquese aquellas palabras de Cristo: “Ellos son ciegos que guían a otros ciegos, y si un ciego guía a otro ciego, ambos caen en la hoya”[48].
Sabe muy bien la santa Iglesia que no raras veces uno de los cónyuges, más que cometer el pecado, lo soporta, al permitir, por una causa muy grave, el trastorno del recto orden que aquél rechaza, y que carece, por lo tanto, de culpa, siempre que tenga en cuenta la ley de la caridad y no se descuide en disuadir y apartar del pecado al otro cónyuge. Ni se puede decir que obren contra el orden de la naturaleza los esposos que hacen uso de su derecho siguiendo la recta razón natural, aunque por ciertas causas naturales, ya de tiempo, ya de otros defectos, no se siga de ello el nacimiento de un nuevo viviente. Hay, pues, tanto en el mismo matrimonio como en el uso del derecho matrimonial, fines secundarios -verbigracia, el auxilio mutuo, el fomento del amor recíproco y la sedación de la concupiscencia-, cuya consecución en manera alguna está vedada a los esposos, siempre que quede a salvo la naturaleza intrínseca del acto y, por ende, su subordinación al fin primario.
También nos llenan de amarga pena los gemidos de aquellos esposos que, oprimidos por dura pobreza, encuentran gravísima dificultad para procurar el alimento de sus hijos.
Pero se ha de evitar en absoluto que las deplorables condiciones de orden económico den ocasión a un error mucho más funesto todavía. Ninguna dificultad puede presentarse que valga para derogar la obligación impuesta por los mandamientos de Dios, los cuales prohiben todas las acciones que son malas por su íntima naturaleza; cualesquiera que sean las circunstancias, pueden siempre los esposos, robustecidos por la gracia divina, desempeñar sus deberes con fidelidad y conservar la castidad limpia de mancha tan vergonzosa, pues está firme la verdad de la doctrina cristiana, expresada por el magisterio del Concilio Tridentino: “Nadie debe emplear aquella frase temeraria y por los Padres anatematizada de que los preceptos de Dios son imposibles de cumplir al hombre redimido. Dios no manda imposibles, sino que con sus preceptos te amonesta a que hagas cuanto puedas y pidas lo que no puedas, y El te dará su ayuda para que puedas”[50]. La misma doctrina ha sido solemnemente reiterada y confirmada por la Iglesia al condenar la herejía jansenista, que contra la bondad de Dios osó blasfemar de esta manera: “Hay algunos preceptos de Dios que los hombres justos, aun queriendo y poniendo empeño, no los pueden cumplir, atendidas las fuerzas de que actualmente disponen: fáltales asimismo la gracia con cuyo medio lo puedan hacer”[51].
Por lo que atañe a la indicación médica y terapéutica, para emplear sus palabras, ya hemos dicho, Venerables Hermanos, cuánto Nos mueve a compasión el estado de la madre a quien amenaza, por razón del oficio natural, el peligro de perder la salud y aun la vida; pero ¿qué causa podrá excusar jamás de alguna manera la muerte directamente procurada del inocente? Porque, en realidad, no de otra cosa se trata.
Ya se cause tal muerte a la madre, ya a la prole, siempre será contra el precepto de Dios y la voz de la naturaleza, que clama: ¡No matarás![52]. Es, en efecto, igualmente sagrada la vida de ambos y nunca tendrá poder ni siquiera la autoridad pública, para destruirla. Tal poder contra la vida de los inocentes neciamente se quiere deducir del derecho de vida o muerte, que solamente puede ejercerse contra los delincuentes; ni puede aquí invocarse el derecho de la defensa cruenta contra el injusto agresor (¿quién, en efecto, llamará injusto agresor a un niño inocente?); ni existe el caso del llamado derecho de extrema necesidad, por el cual se puede llegar hasta procurar directamente la muerte del inocente. Son, pues, muy de alabar aquellos honrados y expertos médicos que trabajan por defender y conservar la vida, tanto de la madre como de la prole; mientras que, por lo contrario, se mostrarían indignos del ilustre nombre y del honor de médicos quienes procurasen la muerte de una o de la otra, so pretexto de medicinar o movidos por una falsa misericordia.
Lo cual verdaderamente está en armonía con las palabras severas del Obispo de Hipona, cuando reprende a los cónyuges depravados que intentan frustrar la descendencia y, al no obtenerlo, no temen destruirla perversamente: “Alguna vez —dice— llega a tal punto la crueldad lasciva o la lascivia cruel, que procura también venenos de esterilidad, y si aún no logra su intento, mata y destruye en las entrañas el feto concebido, queriendo que perezca la prole antes que viva; o, si en el viento ya vivía, mátala antes que nazca. En modo alguno son cónyuges si ambos proceden así, y si fueron así desde el principio no se unieron por el lazo conyugal, sino por estupro; y si los dos no son así, me atrevo a decir: o ella es en cierto modo meretriz del marido, o él adúltero de la mujer”[53].
Lo que se suele aducir en favor de la indicación social y eugenésica se debe y se puede tener en cuenta siendo los medios lícitos y honestos, y dentro de los límites debidos; pero es indecoroso querer proveer a la necesidad, en que ello se apoya, dando muerte a los inocentes, y es contrario al precepto divino, promulgado también por el Apóstol: “No hemos de hacer males para que vengan bienes”[54].
Finalmente, no es lícito que los que gobiernan los pueblos y promulgan las leyes echen en olvido que es obligación de la autoridad pública defender la vida de los inocentes con leyes y penas adecuadas; y esto, tanto más cuanto menos pueden defenderse aquellos cuya vida se ve atacada y está en peligro, entre los cuales, sin duda alguna, tienen el primer lugar los niños todavía encerrados en el seno materno. Y si los gobernantes no sólo no defienden a esos niños, sino que con sus leyes y ordenanzas les abandonan, o prefieren entregarlos en manos de médicos o de otras personas para que los maten, recuerden que Dios es juez y vengador de la sangre inocente, que desde la tierra clama al cielo[55].
Cuantos obran de este modo, perversamente se olvidan de que es más santa la familia que el Estado, y de que los hombres se engendran principalmente no para la tierra y el tiempo, sino para el cielo y la eternidad. Y de ninguna manera se puede permitir que a hombres de suyo capaces de matrimonio se les considere gravemente culpables si lo contraen, porque se conjetura que, aun empleando el mayor cuidado y diligencia, no han de engendrar más que hijos defectuosos; aunque de ordinario se debe aconsejarles que no lo contraigan.
Además de que los gobernantes no tienen potestad alguna directa en los miembros de sus súbditos; así, pues, jamás pueden dañar ni aun tocar directamente la integridad corporal donde no medie culpa alguna o causa de pena cruenta, y esto ni por causas eugenésicas ni por otras causas cualesquiera. Lo mismo enseña Santo Tomás de Aquino cuando, al inquirir si los jueces humanos, para precaver males futuros, pueden castigar con penas a los hombres, lo concede en orden a ciertos males; pero, con justicia y razón lo niega e la lesión corporal: “Jamás —dice—, según el juicio humano, se debe castigar a nadie sin culpa con la pena de azote, para privarle de la vida, mutilarle o maltratarle”[56].
Por lo demás, establece la doctrina cristiana, y consta con toda certeza por la luz natural de la razón, que los mismos hombres, privados, no tienen otro dominio en los miembros de su cuerpo sino el que pertenece a sus fines naturales, y no pueden, consiguientemente, destruirlos, mutilarlos o, por cualquier otro medio, inutilizarlos para dichas naturales funciones, a no ser cuando no se pueda proveer de otra manera al bien de todo el cuerpo.
Contra la fidelidad
El sentimiento noble de los esposos castos, aun siguiendo sólo la luz de la razón, resueltamente rechaza y desprecia como vanas y torpes semejantes ficciones; y este grito de la naturaleza lo aprueba y confirma lo mismo el divino mandamiento: “No fornicarás”[57], que aquello de Cristo: “Cualquiera que mirare a una mujer con mal deseo hacia ella, ya adulteró en su corazón”[58], no bastando jamás ninguna costumbre, ningún ejemplo depravado, ningún pretexto de progreso humano, para debilitar la fuerza de este precepto divino. Porque así como es uno y el mismo Jesucristo ayer y hoy, y el mismo por los siglos de los siglos[59] así la doctrina de Cristo permanece siempre absolutamente la misma y de ella no caerá ni un ápice siquiera hasta que todo sea perfectamente cumplido[60].
Pero ni siquiera ésta es la verdadera emancipación de la mujer, ni tal es tampoco la libertad dignísima y tan conforme con la razón que comete al cristiano y noble oficio de mujer y esposa; antes bien, es corrupción del carácter propio de la mujer y de su dignidad de madre; es trastorno de toda la sociedad familiar, con lo cual al marido se le priva de la esposa, a los hijos de la madre y a todo el hogar doméstico del custodio que lo vigila siempre. Más todavía: tal libertad falsa e igualdad antinatural con el marido tórnase en daño de la mujer misma, pues si ésta desciende de la sede verdaderamente regia a que el Evangelio la ha levantado dentro de los muros del hogar, muy pronto caerá —si no en la apariencia, sí en la realidad—en la antigua esclavitud, y volverá a ser, como en el paganismo, mero instrumento de placer o capricho del hombre.
Finalmente, la igualdad de derechos, que tanto se pregona y exagera, debe, sin duda alguna, admitirse en todo cuanto atañe a la persona y dignidad humanas y en las cosas que se derivan del pacto nupcial y van anejas al matrimonio; porque en este campo ambos cónyuges gozan de los mismos derechos y están sujetos a las mismas obligaciones; en lo demás ha de reinar cierta desigualdad y moderación, como exigen el bienestar de la familia y la debida unidad y firmeza del orden y de la sociedad doméstica.
Y si en alguna parte, por razón de los cambios experimentados en los usos y costumbres de la humana sociedad, deben mudarse algún tanto las condiciones sociales y económicas de la mujer casada, toca a la autoridad pública el acomodar los derechos civiles de la mujer a las necesidades y exigencias de estos tiempos, teniendo siempre en cuenta lo que reclaman la natural y diversa índole del sexo femenino, la pureza de las costumbres y el bien común de la familia; y esto contando siempre con que quede a salvo el orden esencial de la sociedad doméstica, tal como fue instituido por una sabiduría y autoridad más excelsa que la humana, esto es, por la divina, y que por lo tanto no puede ser cambiado ni por públicas leyes ni por criterios particulares.
Contra el Sacramento
Afirman, en primer lugar, que el matrimonio es una cosa del todo profana y exclusivamente civil, la cual en modo alguno ha de ser encomendada a la sociedad religiosa, esto es, a la Iglesia de Cristo, sino tan sólo a la sociedad civil; añaden, además, que es preciso eximir el contrato matrimonial de todo vínculo indisoluble, por medio de divorcios que la ley habrá, no solamente de tolerar, sino de sancionar: y así, a la postre, el matrimonio, despojado de toda santidad, quedará relegado al número de las cosas profanas y civiles.
Como principio y fundamento establecen que sólo el acto civil ha de ser considerado como verdadero contrato matrimonial (matrimonio civil suelen llamarlo); el acto religioso, en cambio, es cierta añadidura que a lo sumo habrá de dejarse para el vulgo supersticioso. Quieren, además, que sin restricción alguna se permitan los matrimonios mixtos de católicos y acatólicos, sin preocuparse de la religión ni de solicitar el permiso de la autoridad religiosa. Y luego, como una consecuencia necesaria, excusan los divorcios perfectos y alaban y fomentan las leyes civiles que favorecen la disolución del mismo vínculo matrimonial.
A la sola luz de la razón natural, y mucho mejor si se investigan los vetustos monumentos de la historia, si se pregunta a la conciencia constante de los pueblos, si se consultan las costumbres e instituciones de todas las gentes, consta suficientemente que hay, aun en el matrimonio natural, un algo sagrado y religioso, “no advenedizo, sino ingénito; no procedente de los hombres, sino innato, puesto que el matrimonio tiene a Dios por autor, y fue desde el principio como una especial figura de la Encarnación del Verbo de Dios”[62]. Esta naturaleza sagrada del matrimonio, tan estrechamente ligada con la religión y las cosas sagradas, se deriva del origen divino arriba conmemorado; de su fin, que no es sino el de engendrar y educar hijos para Dios y unir con Dios a los cónyuges mediante un mutuo y cristiano amor; y, finalmente, del mismo natural oficio del matrimonio, establecido, con providentísimo designio del Creador, a fin de que fuera algo así como el vehículo de la vida, por el que los hombres cooperan en cierto modo con la divina omnipotencia. A lo cual, por razón del sacramento, debe añadirse un nuevo título de dignidad que ennoblece extraordinariamente al matrimonio cristiano, elevándolo a tan alta excelencia que para el Apóstol aparece como un misterio grande y en todo honroso[63].
Este carácter religioso del matrimonio, con su excelsa significación de la gracia y la unión entre Cristo y la Iglesia, exige de los futuros esposos una santa reverencia hacia el matrimonio cristiano y un cuidado y celo también santos a fin de que el matrimonio que intentan contraer se acerque, lo más posible, al prototipo de Cristo y de la Iglesia.
Porque fácilmente se echará de menos la estrecha unión de las almas, la cual, como nota y distintivo de la Iglesia de Cristo, debe ser también el sello, decoro y ornato del matrimonio cristiano; pues se puede romper, o al menos relajar, el nudo que enlaza a las almas cuando hay disconformidad de pareceres y diversidad de voluntades en lo más alto y grande que el hombre venera, es decir, en las verdades y sentimientos religiosos. De aquí el peligro de que languidezca el amor entre los cónyuges y, consiguientemente, se destruya la paz y felicidad de la sociedad doméstica, efecto principalmente de la unión de los corazones. Porque, como ya tantos siglos antes había definido el antiguo Derecho romano: “Matrimonio es la unión del marido y la mujer en la comunidad de toda la vida, y en la comunidad del derecho divino y humano”[65].
Y suelen éstos aducir muchas y varias causas del divorcio: unas, que llaman subjetivas, y que tienen su raíz en el vicio o en la culpa de los cónyuges; otras, objetivas, en la condición de las cosas; todo, en fin, lo que hace más dura e ingrata la vida común. Y pretenden demostrar dichas causas, por muchas razones. En primer lugar, por el bien de ambos cónyuges, ya porque uno de los dos es inocente y por ello tiene derecho a separarse del culpable, ya porque es reo de crímenes y, por lo mismo también, se les ha de separar de una forzada y desagradable unión; después, por el bien de los hijos, a quienes se priva de la conveniente educación, y a quienes se escandaliza con las discordias muy frecuentes y otros malos ejemplos de sus padres, apartándolos del camino de la virtud; finalmente, por el bien común de la sociedad, que exige en primer lugar la desaparición absoluta de los matrimonios que en modo alguno son aptos para el objeto natural de ellos, y también que las leyes permitan la separación de los cónyuges, tanto para evitar los crímenes que fácilmente se pueden temer de la convivencia de tales cónyuges, como para impedir que aumente el descrédito de los Tribunales de justicia y de la autoridad de las leyes, puesto que los cónyuges, para obtener la deseada sentencia de divorcio, perpetrarán de intento crímenes por los cuales pueda el juez disolver el vínculo, conforme a las disposiciones de la ley, o mentirán y perjurarán con insolencia ante dicho juez, que ve, sin embargo, la verdad, por el estado de las cosas. Por esto dicen que las leyes se deben acomodar en absoluto a todas estas necesidades, una vez que han cambiado las condiciones de los tiempos, las opiniones de los hombres y las costumbres e instituciones de los pueblos: todas las cuales razones, ya consideradas en particular, ya, sobre todo, en conjunto, demuestran con evidencia que por determinadas causas se ha de conceder absolutamente la facultad del divorcio.
Con mayor procacidad todavía pasan otros más adelante, llegando a decir que el matrimonio, como quiera que sea un contrato meramente privado, depende por completo del consentimiento y arbitrio privado de ambos contrayentes, como sucede en todos los demás contratos privados; y por ello, sostienen, ha de poder disolverse por cualquier motivo.
No hemos de echar tampoco en olvido el juicio solemne con que el Concilio Tridentino anatematizó estas doctrinas: “Si alguno dijere que el vínculo matrimonial puede desatarse por razón de herejía, o de molesta cohabitación, o de ausencia afectada, sea anatema”[68], y “si alguno dijere que yerra la Iglesia cuando, en conformidad con la doctrina evangélica y apostólica, enseñó y enseña que no se puede desatar el vínculo matrimonial por razón de adulterio de uno de los cónyuges, y que ninguno de los dos, ni siquiera el inocente, que no dio causa para el adulterio, puede contraer nuevo matrimonio mientras viva el otro cónyuge, y que adultera tanto el que después de repudiar a la adúltera se casa con otra, como la que, abandonando al marido, se casa con otro, sea anatema”[69].
Luego si la Iglesia no erró ni yerra cuando enseñó y enseña estas cosas, evidentemente es cierto que no puede desatarse el vínculo ni aun en el caso de adulterio, y cosa clara es que mucho menos valen y en absoluto se han de despreciar las otras tan fútiles razones que pueden y suelen alegarse como causa de los divorcios.
34. Por lo demás, las objeciones que, fundándose en aquellas tres razones, mueven contra la indisolubilidad del matrimonio, se resuelven fácilmente. Pues todos esos inconvenientes y todos esos peligros se evitan concediendo alguna vez, en esas circunstancias extremas, la separación imperfecta de los esposos, quedando intacto el vínculo, lo cual concede con palabras claras la misma ley eclesiástica en los cánones que tratan de la separación del tálamo, de la mesa y de la habitación[70]. Y toca a las leyes sagradas y, a lo menos también en parte, a las civiles, en cuanto a los efectos y razones civiles se refiere, determinar las causas y condiciones de esta separación, y juntamente el modo y las cautelas con las cuales se provea a la educación de los hijos y a la incolumidad de la familia, y se eviten, en lo posible, todos los peligros que amenazan tanto al cónyuge como a los hijos y a la misma sociedad civil.
Asimismo, todo lo que se suele aducir, y más arriba tocamos, para probar la firmeza indisoluble del matrimonio, todo y con la misma fuerza lógica excluye, no ya sólo la necesidad sino también la facultad de divorciarse, así como la falta de poder en cualquier magistrado para concederla, de donde tantos cuantos son los beneficios que reporta la indisolubilidad, otros tantos son los perjuicios que ocasiona el divorcio, perniciosísimos todos, así para los individuos como para la sociedad.
Y, valiéndonos una vez más de la doctrina de Nuestro Predecesor, apenas hay necesidad de decir que tanta es la cosecha de males del divorcio cuanto inmenso el cúmulo de beneficios que en sí contiene la firmeza indisoluble del matrimonio. De una parte, contemplamos los matrimonios protegidos y salvaguardados por el vínculo inviolable; de otra parte, vemos que los mismos pactos matrimoniales resultan inestables o están expuestos a inquietantes sospechas, ante la perspectiva de la posible separación de los cónyuges o ante los peligros que se ofrecen de divorcio. De una parte, el mutuo afecto y la comunión de bienes admirablemente consolidada; de la otra, lamentablemente debilitada a causa de la misma facultad que se les concede para separarse. De la una, la fidelidad casta de los esposos encuentra conveniente defensa; de la otra, se suministra a la infidelidad perniciosos incentivos. De la una, quedan atendidos con eficacia el reconocimiento, protección y educación de los hijos; de la otra, reciben gravísimos quebrantos. De la una, se evitan múltiples disensiones entre los parientes y familias; de la otra, se presentan frecuentes ocasiones de división. De la una, más fácilmente se sofocan las semillas de la discordia; de la otra, más copiosa y extensamente se siembran. De la una, vemos felizmente reintegrada y restablecida, en especial, la dignidad y oficio de la mujer, tanto en la sociedad doméstica como en la civil; de la otra, indignamente rebajada, pues que se expone a la esposa al peligro “de ser abandonada, una vez que ha servido al deleite del marido”[71].
Y porque, para concluir con las palabras gravísimas de León XIII, “nada contribuye tanto a destruir las familias y a arruinar las naciones como la corrupción de las costumbres, fácilmente se echa de ver cuánto se oponen a la prosperidad de la familia y de la sociedad los divorcios, que nacen de la depravación moral de los pueblos, y que, como atestigua la experiencia, franquean la puerta y conducen a las más relajadas costumbres en la vida pública y privada. Sube de punto la gravedad de estos males si se considera que, una vez concedida la facultad de divorciarse, no habrá freno alguno que pueda contenerla dentro de los límites definidos o de los antes señalados. Muy grande es la fuerza de los ejemplos, pero mayor es la de las pasiones; con estos incentivos tiene que suceder que el capricho de divorciarse, cundiendo cada día más, inficione a muchas almas como una enfermedad contagiosa o como torrente que se desborda, rotos todos los obstáculos”[72].
Por consiguiente, como en la misma Encíclica se lee: “Mientras esos modos de pensar no varíen, han de temer sin cesar, lo mismo las familias que la sociedad humana, el peligro de ser arrastrados por una ruina y peligro universal”[73].
La cada día creciente corrupción de costumbres y la inaudita depravación de la familia que reina en las regiones en las que domina plenamente el comunismo, confirman claramente la gran verdad del anterior vaticinio pronunciado hace ya cincuenta años.
RESTAURACIÓN DEL MATRIMONIO
Para lo cual Nos parece conveniente, en primer lugar, traer a la memoria aquel dictamen que en la sana filosofía y, por lo mismo, en la teología sagrada es solemne, según el cual todo lo que se ha desviado de la rectitud no tiene otro camino para tornar al primitivo estado exigido por su naturaleza sino volver a conformarse con la razón divina que (como enseña el Doctor Angélico)[74] es el ejemplar de toda rectitud.
Por lo cual, Nuestro Predecesor León XIII, de s. m., con razón argüía a los naturalistas con estas gravísimas palabras: “La ley ha sido providentemente establecida por Dios de tal modo, que las instituciones divinas y naturales se nos hagan más útiles y saludables cuanto más permanecen íntegras e inmutables en su estado nativo, puesto que Dios, autor de todas las cosas, bien sabe qué es lo que más conviene a su naturaleza y conservación, y todas las ordenó de tal manera, con su inteligencia y voluntad, que cada una ha de obtener su fin de un modo conveniente. Y si la audacia y la impiedad de los hombres quisieran torcer y perturbar el orden de las cosas, con tanta providencia establecido, entonces lo mismo que ha sido tan sabia y provechosamente determinado, empezará a ser obstáculo y dejará de ser útil, sea porque pierda con el cambio su condición de ayuda, sea porque Dios mismo quiera castigar la soberbia y temeridad de los hombres”[75].
Mas como a esta diligencia se opone principalmente la fuerza de la pasión desenfrenada, que es en realidad la razón principal por la cual se falta contra las santas leyes del matrimonio y como el hombre no puede sujetar sus pasiones si él no se sujeta antes a Dios, esto es lo que primeramente se ha de procurar, conforme al orden establecido por Dios. Porque es ley constante que quien se sometiere a Dios conseguirá refrenar, con la gracia divina, sus pasiones y su concupiscencia; mas quien fuere rebelde a Dios tendrá que dolerse al experimentar que sus apetitos desenfrenados le hacen guerra interior.
San Agustín expone de este modo con cuánta sabiduría se haya esto así establecido: “Es conveniente —dice— que el inferior se sujete al superior; que aquel que desea se le sujete lo que es inferior se someta él a quien le es superior. ¡Reconoce el orden, busca la paz! ¡Tú a Dios; la carne a ti! ¿Qué más justo? ¿Qué más bello? Tú al mayor, y el menor a ti; sirve tú a quien te hizo, para que te sirva lo que se hizo para ti. Pero, cuidado: no reconocemos, en verdad, ni recomendamos este orden: ¡A ti la carne y tú a Dios!, sino: ¡Tú a Dios y a ti la carne! Y si tú desprecias lo primero, es decir, Tú a Dios, no conseguirás lo segundo, esto es, la carne a ti. Tú, que no obedeces al Señor, serás atormentado por el esclavo”[76].
Y el mismo bienaventurado Apóstol de las Gentes, inspirado por el Espíritu Santo, atestigua también este orden, pues, al recordar a los antiguos sabios, que, habiendo más que suficientemente conocido al Autor de todo lo creado, tuvieron a menos el adorarle y reverenciarle, dice: “Por lo cual les entregó Dios a los deseos de su corazón, a la impureza, de tal manera que deshonrasen ellos mismos sus propios cuerpos y añade aún: por esto les entregó Dios al juego de sus pasiones”[77]. Porque “Dios resiste a los soberbios y da a los humildes la gracia”[78], sin la cual, como enseña el mismo Apóstol, “el hombre es incapaz de refrenar la concupiscencia rebelde”[79].
Obran, pues, con entera rectitud y del todo conformes a las normas del sentido cristiano aquellos pastores de almas que, para que no se aparten en el matrimonio de la divina ley, exhortan en primer lugar a los cónyuges a los ejercicios de piedad, a entregarse por completo a Dios, a implorar su ayuda continuamente, a frecuentar los sacramentos, a mantener y fomentar, siempre y en todas las cosas, sentimientos de devoción y de piedad hacia Dios.
Pero gravemente se engañan los que creen que, posponiendo o menospreciando los medios que exceden a la naturaleza, pueden inducir a los hombres a imponer un freno a los apetitos de la carne con el uso exclusivo de los inventos de las ciencias naturales (como la biología, la investigación de la transmisión hereditaria, y otras similares). Lo cual no quiere decir que se hayan de tener en poco los medios naturales, siempre que no sean deshonestos; porque uno mismo es el autor de la naturaleza y de la gracia, Dios, el cual ha destinado los bienes de ambos órdenes para que sirvan al uso y utilidad de los hombres. Pueden y deben, por lo tanto, los fieles ayudarse también de los medios naturales. Pero yerran los que opinan que bastan los mismos para garantizar la castidad del estado conyugal, o les atribuyen más eficacia que al socorro de la gracia sobrenatural.
Por todo lo cual, a fin de que ninguna ficción ni corrupción de dicha ley divina, sino el verdadero y genuino conocimiento de ella ilumine el entendimiento de los hombres y dirija sus costumbres, es menester que con la devoción hacia Dios y el deseo de servirle se junte una humilde y filial obediencia para con la Iglesia. Cristo nuestro Señor mismo constituyó a su Iglesia maestra de la verdad, aun en todo lo que se refiere al orden y gobierno de las costumbres, por más que muchas de ellas estén al alcance del entendimiento humano. Porque así como Dios vino en auxilio de la razón humana por medio de la revelación, a fin de que el hombre, aun en la actual condición en que se encuentra, “pueda conocer fácilmente, con plena certidumbre y sin mezcla de error”[80], las mismas verdades naturales que tienen por objeto la religión y las costumbres, así, y para idéntico fin, constituyó a su Iglesia depositaria y maestra de todas las verdades religiosas y morales; por lo tanto, obedezcan los fieles y rindan su inteligencia y voluntad a la Iglesia, si quieren que su entendimiento se vea inmune del error y libres de corrupción sus costumbres; obediencia que se ha de extender, para gozar plenamente del auxilio tan liberalmente ofrecido por Dios, no sólo a las definiciones solemnes de la Iglesia, sino también, en la debida proporción, a las Constituciones o Decretos en que se reprueban y condenan ciertas opiniones como peligrosas y perversas[81].
39. Tengan, por lo tanto, cuidado los fieles cristianos de no caer en una exagerada independencia de su propio juicio y en una falsa autonomía de la razón, incluso en ciertas cuestiones que hoy se agitan acerca del matrimonio. Es muy impropio de todo verdadero cristiano confiar con tanta osadía en el poder de su inteligencia, que únicamente preste asentimiento a lo que conoce por razones internas; creer que la Iglesia, destinada por Dios para enseñar y regir a todos los pueblos, no está bien enterada de las condiciones y cosas actuales; o limitar su consentimiento y obediencia únicamente a cuanto ella propone por medio de las definiciones más solemnes, como si las restantes decisiones de aquélla pudieran ser falsas o no ofrecer motivos suficientes de verdad y honestidad. Por lo contrario, es propio de todo verdadero discípulo de Jesucristo, sea sabio o ignorante, dejarse gobernar y conducir, en todo lo que se refiere a la fe y a las costumbres, por la santa madre Iglesia, por su supremo Pastor el Romano Pontífice, a quien rige el mismo Jesucristo Señor nuestro.
Debiéndose, pues, ajustar todas las cosas a la ley y a las ideas divinas, para que se obtenga la restauración universal y permanente del matrimonio, es de la mayor importancia que se instruya bien sobre el mismo a los fieles; y esto de palabra y por escrito, no rara vez y superficialmente, sino a menudo y con solidez, con razones profundas y claras, para conseguir de este modo que esta verdades rindan las inteligencias y penetren hasta lo íntimo de los corazones. Sepan y mediten con frecuencia cuán grande sabiduría, santidad y bondad mostró Dios hacia los hombres, tanto al instituir el matrimonio como al protegerlo con leyes sagradas; y mucho más al elevarlo a la admirable dignidad de sacramento, por la cual se abre a los esposos cristianos tan copiosa fuente de gracias, para que casta y fielmente realicen los elevados fines del matrimonio, en provecho propio y de sus hijos, de toda la sociedad civil y de la humanidad entera.
Por lo cual hacemos Nuestras con sumo agrado, Venerables Hermanos, aquellas palabras que Nuestro predecesor León XIII, de f. m., dirigía a los Obispos de todo el orbe en su Encíclica sobre el matrimonio cristiano: “Procurad, con todo el esfuerzo y toda la autoridad que podáis, conservar en los fieles, encomendados a vuestro cuidado, íntegra e incorrupta la doctrina que nos han comunicado Cristo Señor nuestro y los Apóstoles, intérpretes de la voluntad divina, y que la Iglesia católica religiosamente ha conservado, imponiendo en todos los tiempos su cumplimiento a todos los cristianos”[84].
Mucho les ayudará para conseguir, conservar y poner en práctica esta voluntad decidida, la frecuente consideración de su estado y el recuerdo siempre vivo del Sacramento recibido. Recuerden siempre que para la dignidad y los deberes de dicho estado han sido santificados y fortalecidos con un sacramento peculiar, cuya eficacia persevera siempre, aun cuando no imprima carácter.
A este fin mediten estas palabras verdaderamente consoladoras del santo cardenal Roberto Belarmino, el cual, con otros teólogos de gran nota, así piensa y escribe: “Se puede considerar de dos maneras el sacramento del matrimonio: o mientras se celebra, o en cuanto permanece después de su celebración. Porque este sacramento es como la Eucaristía que no solamente es sacramento mientras se confecciona: pues mientras viven los cónyuges, su sociedad es siempre el Sacramento de Cristo y de la Iglesia”[85].
Mas para que la gracia del mismo produzca todo su efecto, como ya hemos advertido, es necesaria la cooperación de los cónyuges, y ésta consiste en que con trabajo y diligencia sinceramente procuren cumplir sus deberes, poniendo todo el empeño que esté de su parte. Pues así como en el orden natural para que las fuerzas que Dios ha dado desarrollen todo su vigor es necesario que los hombres apliquen su trabajo y su industria, pues si faltan éstos jamás se obtendrá provecho alguno, así también las fuerzas de la gracia que, procedentes del sacramento, yacen escondidas en el fondo del alma, han de desarrollarse por el cuidado propio y el propio trabajo de los hombres. No desprecien, por lo tanto, los esposos la gracia propia del sacramento que hay en ellos[86]; porque después de haber emprendido la constante observancia de sus obligaciones, aunque sean difíciles, experimentarán cada día con más eficacia, en sí mismos, la fuerza de aquella gracia.
Y si alguna vez se ven oprimidos más gravemente por trabajos de su estado y de su vida, no decaigan de ánimo, sino tengan como dicho de alguna manera para sí lo que el apóstol San Pablo, hablando del sacramento del Orden, escribía a Timoteo, su discípulo queridísimo, que estaba muy agobiado por trabajos y sufrimientos: “Te amonesto que resucites la gracia de Dios que hay en ti, la cual te fue dada por la imposición de mis manos. Pues no nos dio el Señor espíritu de temor, sino de virtud, de amor y de sobriedad”[87].
Acérquense, pues, los futuros esposos, bien dispuestos y preparados, al estado matrimonial, y así podrán ayudarse mutuamente, como conviene, en las circunstancias prósperas y adversas de la vida, y, lo que vale más aún, conseguir la vida eterna y la formación del hombre interior hasta la plenitud de la edad de Cristo[89]. Esto les ayudará también para que en orden a sus queridos hijos, se conduzcan como quiso Dios que los padres se portasen con su prole; es decir, que el padre sea verdadero padre y la madre verdadera madre; de suerte que por su amor piadoso y por sus solícitos cuidados, la casa paterna, aunque colocada en este valle de lágrimas y quizás oprimida por dura pobreza, sea una imagen de aquel paraíso de delicias en el que colocó el Creador del género humano a nuestros primero padres. De aquí resultará que puedan hacer a los hijos hombres perfectos y perfectos cristianos, al imbuirles el genuino espíritu de la Iglesia católica y al infiltrarles, además, aquel noble afecto y amor a la patria que la gratitud y la piedad del ánimo exigen.
A la preparación próxima de un buen matrimonio pertenece de una manera especial la diligencia en la elección del consorte, porque de aquí depende en gran parte la felicidad o la infelicidad del futuro matrimonio, ya que un cónyuge puede ser al otro de gran ayuda para llevar la vida conyugal cristianamente, o, por lo contrario, crearle serios peligros y dificultades. Para que no padezcan, pues, por toda la vida las consecuencias de una imprudente elección, deliberen seriamente los que deseen casarse antes de elegir la persona con la que han de convivir para siempre; y en esta deliberación tengan presente las consecuencias que se derivan del matrimonio: en orden, en primer lugar, a la verdadera religión de Cristo, y además en orden a sí mismo, al otro cónyuge, a la futura prole y a la sociedad humana y civil, que nace del matrimonio como de su propia fuente. Imploren con fervor el auxilio divino para que elijan según la prudencia cristiana, no llevados por el ímpetu ciego y sin freno de la pasión, ni solamente por razones de lucro o por otro motivo menos noble, sino guiados por un amor recto y verdadero y por un afecto leal hacia el futuro cónyuge, buscando en el matrimonio, precisamente, aquellos fines para los cuales Dios lo ha instituido. No dejen, en fin, de pedir para dicha elección el prudente y tan estimable consejo de sus padres, a fin de precaver, con el auxilio del conocimiento más maduro y de la experiencia que ellos tienen en las cosas humanas, toda equivocación perniciosa y para conseguir también más copiosa la bendición divina prometida a los que guardan el cuarto mandamiento. “Honra a tu padre y a tu madre (que es el primer mandamiento en la promesa) para que te vaya bien y tengas larga vida sobre la tierra”[91].
Para lo cual hay que trabajar, en primer término, con todo empeño, a fin de que la sociedad civil, como sabiamente dispuso Nuestro predecesor León XIII[92], establezca un regimen económico y social en el que los padres de familia puedan ganar y procurarse lo necesario para alimentarse a sí mismos, a la esposa y a los hijos, según las diversas condiciones sociales y locales, “pues el que trabaja merece su recompensa”[93]. Negar ésta o disminuirla más de lo debido es gran injusticia y, según las Sagradas Escrituras, un grandísimo pecado[94]; como tampoco es lícito establecer salarios tan mezquinos que, atendidas las circunstancias y los tiempos, no sean suficientes para alimentar a la familia.
Procuren, sin embargo, los cónyuges, ya mucho tiempo antes de contraer matrimonio, prevenir o disminuir al menos las dificultades materiales; y cuiden los doctos de enseñarles el modo de conseguir esto con eficacia y dignidad. Y, en caso de que no se basten a sí solos, fúndense asociaciones privadas o públicas con que se pueda acudir al socorro de sus necesidades vitales[95].
Porque si las familias, sobre todo las numerosas, carecen de domicilio conveniente; si el varón no puede procurarse trabajo y alimentos; si los artículos de primera necesidad no pueden comprarse sino a precios exagerados; si las madres, con gran detrimento de la vida doméstica, se ven obligadas a ganar el sustento con su propio trabajo; si a éstas les faltan, en los ordinarios y aun extraordinarios trabajos de la maternidad, los alimentos y medicinas convenientes, el médico experto, etc., todos entendemos cuánto se deprimen los ánimos de los cónyuges, cuán difícil se les hace la convivencia doméstica y el cumplimiento de los mandamientos de Dios, y también a qué grave riesgo se exponen la tranquilidad pública y la salud y la vida de la misma sociedad civil, si llegan estos hombres a tal grado de desesperación, que, no teniendo nada que perder, creen que podrán recobrarlo todo con una violenta perturbación social.
Consiguientemente, los gobernantes no pueden descuidar estas materiales necesidades de los matrimonios y de las familias sin dañar gravemente a la sociedad y al bien común; deben, pues, tanto cuando legislan como cuando se trata de la imposición de los tributos, tener especial empeño en remediar la penuria de las familias necesitadas; considerando esto como uno de los principales deberes de su autoridad.
Con ánimo dolorido contemplamos cómo, no raras veces, trastrocando el recto orden, fácilmente se prodigan socorros oportunos y abundantes a la madre y a la prole ilegítima (a quienes también es necesario socorrer, aun por la sola razón de evitar mayores males), mientras se niegan o no se conceden sino escasamente, y como a la fuerza, a la madre y a los hijos de legítimo matrimonio.
Ahora bien; para conservar el orden moral no bastan ni las penas y recursos externos de la sociedad, ni la belleza de la virtud, y su necesidad, sino que se requiere una autoridad religiosa que ilumine nuestro entendimiento con la luz de la verdad, y dirija la voluntad y fortalezca la fragilidad humana con los auxilios de la divina gracia; pero esa autoridad sólo es la Iglesia, instituida por Cristo nuestro Señor. Y así encarecidamente exhortamos en el Señor a todos los investidos con la suprema potestad civil a que procuren y mantengan la concordia y amistad con la misma Iglesia de Cristo, para que, mediante la cooperación diligente de ambas potestades, se destierren los gravísimos males que amenazan tanto a la Iglesia como a la sociedad, si penetran en el matrimonio y en la familia tan procaces libertades.
Ni a la integridad ni a los derechos de la sociedad puede venir peligro o menoscabo de esta unión con la Iglesia; toda sospecha y todo temor semejante es vano y sin fundamento, lo cual ya dejó bien probado León XIII: “Nadie duda —afirma— que el Fundador de la Iglesia, Jesucristo, haya querido que la potestad sagrada sea distinta de la potestad civil y que tenga cada una libertad y facilidad para desempeñar su cometido; pero con esta añadidura, que conviene a las dos e interesa a todos los hombres que haya entre ellas unión y concordia… Pues si la potestad civil va en pleno acuerdo con la Iglesia, por fuerza ha de seguirse utilidad grande para las dos. La dignidad de una se enaltece, y, si la religión va delante, su gobierno será siempre justo; a la otra se le ofrecen auxilios de tutela y defensa encaminados al bien público de los fieles”[98].
Y, para aducir ejemplo claro y de actualidad, sucedió esto conforme al orden debido y enteramente según la ley de Cristo, cuando en el Concordato solemne entre la Santa Sede y el Reino de Italia, felizmente llevado a cabo, se estableció un convenio pacífico y una cooperación también amistosa en orden a los matrimonios, como correspondía a la historia gloriosa de Italia y a los sagrados recuerdos de la antigüedad.
Y así se lee como decretado en el Tratado de Letrán: “La nación italiana, queriendo restituir al matrimonio, que es la base de la familia, una dignidad que está en armonía con las tradiciones de su pueblo, reconoce efectos civiles al sacramento del Matrimonio que se conforme con el derecho canónico”[99]; a la cual norma fundamental se añadieron, después, otras determinaciones de aquel mutuo acuerdo.
Esto puede a todos servir de ejemplo y argumento de que también en nuestra edad (en la que por desgracia tanto se predica la separación absoluta de la autoridad civil, no ya sólo de la Iglesia, sino aun de toda religión) pueden los dos poderes supremos, mirando a su propio bien y al bien común de la sociedad, unirse y pactar amigablemente, sin lesión alguna de los derechos y de la potestad de ambos, y de común acuerdo velar por el matrimonio, a fin de apartar de las familias cristianas peligros tan funestos y una ruina ya inminente.
Y para que Dios Nuestro Señor, autor de toda gracia, cuyo es todo querer y obrar[103], se digne conceder todo ello según la grandeza de su benignidad y de su omnipotencia, mientras con instancia elevamos humildemente Nuestras preces al trono de su gracia, os damos, Venerables Hermanos, a vosotros, al Clero y al pueblo confiado a los constantes desvelos de vuestra vigilancia, la Bendición Apostólica, prenda de la bendición copiosa de Dios Omnipotente.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 31 de diciembre del año 1930, año noveno de Nuestro Pontificado.
NOTAS
[1] Eph. 5, 32
[2] Enc. Arcanum 10 febr. 1880.
[3] Gen. 1, 27-28; 2, 22-23; Mat. 19, 3 ss.; Eph. 5, 23 ss.
[4] Conc. Trid. sess. 24.
[5] Cf. C.I.C. c. 1081, §2.
[6] Ibid. c. 1081,§1.
[7] Santo Tomás, Suma Teológica III Suplem.q. 49 a. 3.
[8] Enc. Rerum novarum 15 de mayo de 1891.
[9] Gen. 1, 28.
[10] Enc. Ad salutem 20 de abril de 1930.
[11] S. Aug. De bono coniug. 24, 32.
[12] S. Aug. De Gen. ad litt. 9, 7, 12.
[13] Gen. 1, 28.
[14] 1 Tim. 5, 14.
[15] S. Aug. De bono coniug. 24, 32.
[16] Cf. 1 Cor. 2, 9.
[17] Cf. Eph. 2, 19.
[18] Io. 16, 21.
[19] Enc. Divini illius Magistri 31 de diciembre de. 1929.
[20] S. Aug. De Gen. ad litt. 9, 7, 12.
[21] C.I.C. c. 1013, §1.
[22] Conc. Trid., sess. 24.
[23] Mat. 5, 28.
[24] Cf. Decr. S. Off., 2 mar. 1679, prop. 50.
[25] Eph. 5, 25; cf. Col. 3, 19.
[26] Catech. Rom. 2, 8, 24.
[27] Cf. S. Greg. M. Homil. 30 in Evang. (Io. 14, 23-31), n. 1.
[28] Mat. 22, 40.
[29] Cf. Cateches. Rom. 2, 8, 13.
[30] 1 Cor. 7, 3.
[31] Eph. 5, 22-23.
[32] Enc. Arcanum.
[33] Mat. 19, 6.
[34] Luc. 16, 18.
[35] S. Aug. De Gen. ad litt. 9, 7, 12.
[36] Pius VI Rescript. ad Episc. Agriens. 11de julio de 1789.
[37] Eph. 5, 32.
[38] S. Aug. De nupt. et concup. 1, 10.
[39] 1 Cor. 13, 8.
[40] Conc. Trid. sess. 24.
[41] Ibid.
[42] C.I.C. c. 1012.
[43] S. Aug. De nupt. et concup. 1, 10.
[44] Cf. Mat. 13, 25.
[45] 2 Tim. 4, 2-5.
[46] Eph. 5, 3.
[47] S. Aug. De coniug. adult. 2, 12; cf. Gen. 38, 8-10; S. Poenitent. 3 april, 3. iun. 1916.
[48] Mat. 15, 14; Decr. S Off., 22 nov. 1922.
[49] Luc. 6, 38.
[50] Conc. Trid. sess. 6, cap. 11.
[51] Const. ap. Cum occasione 31 maii 1653, prop. 1.
[52] Ex. 20, 13; cf. Decr. S. Off., 4 maii 1898, 24 iul. 1895, 31 maii 1884.
[53] S. Aug. De nupt. et concup. cap. 15.
[54] Cf. Rom. 3, 8.
[55] Cf. Gen. 4, 10.
[56] Suma teológica 2. 2ae. 108, 4, ad 2.
[57] Ex. 20, 14.
[58] Mat. 5, 28.
[59] Hebr. 13, 8.
[60] Cf. Mat. 5, 18.
[61] Mat. 7, 27.
[62] León XIII, enc. Arcanum.
[63] Cf. Eph. 5, 32; Hebr. 13, 4.
[64] C.I.C. c. 1060.
[65] Modestinus, in Dig. (23, 2; De ritu nupt. lib. I Regularum).
[66] Mat. 19, 6.
[67] Luc. 16, 18.
[68] Conc. Trid. sess. 24, c. 5.
[69] Ibid. c. 7.
[70] C.I.C. c. 1128 ss.
[71] León XIII, enc. Arcanum.
[72] Ibid.
[73] Ibid.
[74] Suma Teológica l. 2ae. 91, 1-2.
[75] Enc. Arcanum.
[76] S. Aug. Enarrat. in Ps. 143.
[77] Rom. 1, 24. 26.
[78] Iac. 4, 6.
[79] Cf. Rom. caps. 7 et 8.
[80] Conc. Vat., sess. 3, c. 2.
[81] Cf. Conc. Vat., sess. 3, c. 4; C.I.C. can. 1324.
[82] Act. 20, 28.
[83] Cf. Io. 8, 32 ss.; Gal. 5, 13.
[84] Enc. Arcanum.
[85] S. Rob. Bellarm. De controversiis t. 2, «De Matrimonio» contr. 2, 6.
[86] Cf. 1 Tim. 4, 14.
[87] 2 Tim. 1, 6-7.
[88] Cf. Gal. 6, 9.
[89] Cf. Eph. 4, 13.
[90] Enc. Divini illius Magistri 31 dec. 1929.
[91] Eph. 6, 2-3; cf. Ex. 20, 12.
[92] Enc. Rerum novarum.
[93] Luc. 10, 7.
[94] Cf. Deut. 24, 14. 15.
[95] Cf. León XIII, enc. Rerum novarum.
[96] Mat. 25, 34 ss.
[97] 1 Io. 3, 17.
[98] Enc. Arcanum.
[99] Concord. art. 34; A.A.S. 21 (1929) 290.
[100] Tit. 2, 12-13.
[101] Eph. 3, 15.
[102] Conc. Trid., sess. 24.
[103] Phil. 2, 13