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21 junio 2015 • "Sobrevino una gran borrasca, y las olas se lanzaron sobre la barca"

Angel David Martín Rubio

“Maestro ¿No te importa que perezcamos?”

tempestad calmadaEn el santo Evangelio de este Domingo escuchamos el relato de la tempestad calmada por Jesucristo (Domingo 12º del Tiempo Ordinario, ciclo B: Mc 4, 35-41).

El episodio ocurrió en el Mar de Galilea, en la mitad del Río Jordán, en cuyo entorno se encontraban las ciudades de Cafarnaúm y Magdala, donde Jesús desarrollaba su ministerio público: su predicación y sus milagros. Allí las tormentas son muy peligrosas para los barcos de pesca, pues está situado en una depresión o cuenca.

Ya en la 1ª Lectura, tomada del Antiguo Testamento (Jb 38,1.8-11), se nos presenta a Dios mismo, el Eterno Padre, hablando majestuoso desde la tempestad. El autor sagrado pone en su boca un discurso de tono irónico en el que pinta en colores magníficos los milagros de la creación. La sabiduría consiste en dar crédito a la bondad y justicia de Dios, sin pretender explicarnos designios que nos sobrepasan infinitamente. La perfecta docilidad de Job (vv. 34-35) es el más grande y bello de los ejemplos que se nos da en todo el libro, y confirma, con una prueba toda interior, la auténtica santidad del patriarca[1].

Si Dios es admirable en su obra de creación, lo es aún más en la obra de la redención[2]. El amor que Cristo nos mostró, muriendo por nosotros y haciendo que su muerte nos redimiese, es algo tan inmenso que reclama irresistiblemente nuestra correspondencia. Es más, es el mismo Jesucristo quien la hace posible: «El que vive en Cristo es una nueva criatura: lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha hecho presente» (2ª Lectura: 2Cor 5, 14-17). Es el «nacimiento del agua y del espíritu» del que habló a Nicodemo (Jn 3, 5). No hemos de renacer solamente del agua, sino también del Espíritu Santo. El término espíritu indica una creación sobrenatural, obra del Espíritu divino, por la que pasamos al estado de gracia y «de adopción de hijos de Dios»[3].

El día de nuestro Bautismo se realizó este nacimiento de lo alto y toda nuestra existencia cristiana tiene que consistir en llevar a su plenitud los dones recibidos aquel día. No debe haber estancamiento en la vida espiritual. Todos los bautizados deben alcanzar la plena madurez. Y el crecimiento de cada uno debe ser en el conocimiento de Cristo y en el amor a Él hasta llegar a la plenitud de sus dones. Por eso podemos hablar del carácter creciente y orgánico de nuestra fe en medio de las vicisitudes y vaivenes de la vida[4].

La tempestad calmada, el episodio evangélico que recordábamos al principio encuentra también aplicación en la vida de cada cristiano que puede compararse con una barca que atraviesa el mar de este mundo, con la proa puesta en dirección al puerto, que es la eternidad. Cristo también está en la barca para conducirla a través del «tiempo de nuestra peregrinación» (1 Pe 1, 17).

¡Cuántas veces nos sentimos cansados, angustiados, como los apóstoles vacilantes en su barca! Y también nos parece que Jesús está durmiendo… Y esto ante las pequeñas batallas del alma y ante los grandes embates de la historia de la Iglesia y del mundo.

Cristo reprochó a los, apóstoles su poca fe porque no creían que mientras dormía era capaz de salvarlos. Cristo aborrece la cobardía en el cristiano porque demuestra falta de fe. La virtud de la fortaleza, es absolutamente necesaria para la vida cristiana y nace de la fe: «La virtud de valentía —dice Santo Tomás— nos habilita a soportar lo adverso y acometer lo difícil».

Todos nosotros sentimos, con mayor o menor intensidad, el vaivén de la tormenta a lo largo de nuestra vida. Sin embargo, debemos tener confianza en el Señor. No debemos perder la esperanza. Esperanza que presupone la Providencia de Dios, la fe inquebrantable en la victoria final de Cristo y la convicción de que al hombre fiel a Dios, nada ni nadie podrá separarlo de su amor.

«¿Por qué sois tan miedosos? ¿Cómo es que no tenéis fe?» (Mc 4, 40), dijo Cristo a los apóstoles. Estaba con ellos el mismo Dios, el vencedor no sólo de las olas del mar sino también de la muerte. En este momento de tempestades exteriores e interiores, pidamos al Señor que nos confirme en la fidelidad, de modo que sepamos permanecer en su servicio, aunque lo sintamos ausente, o le veamos silencioso y dormido.

«Oh Dios, que unes las almas de los fieles haciendo de ellas una sola voluntad: concede a tus fieles amar lo que mandas y desear lo que prometes; para que, en medio de la inestabilidad de las cosas humanas, tengamos fijos nuestros corazones allí donde están los verdaderos goces. Por nuestro Señor Jesucristo…»[5].

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[1] Cfr. Mons. STRAUBINGER, La Santa Biblia, loc. cit. Es mejor ver el contexto de los versículos inmediatos porque la perícopa seleccionada para la lectura litúrgica resulta difícilmente comprensible sin enmarcarla en su contexto y más aún sin escuchar la magnífica respuesta de Job: «He aquí ¡cuán pequeño soy yo! ¿Qué puedo responderte? Pondré mi mano sobre mi boca. Una vez he hablado, mas no hablaré más; y otra vez (he hablado) pero no añadiré palabra» (vv. 34-35)

[2] «Oh Dios, que formaste maravillosamente la dignidad de la sustancia humana y que la reformaste de modo más admirable: mediante el misterio de esta agua y vino, haznos participar de la divinidad de quien se dignó ser partícipe de nuestra humanidad, Jesucristo, tu Hijo, nuestro Seños…», Misal Romano, ed. 1962, Ordinario de la Misa

[3] Cfr. Conc. Trid. Ses. 6, c. 4; Dz. 796ss.

[4] Cfr. Mons. STRAUBINGER, La Santa Biblia, in Ef 4, 13ss.

[5] Misal Romano, ed. 1962, Domingo 4º después de Pascua: or. colecta