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«La teología, por lo mismo que es la ciencia de Dios, es el océano que contiene y abarca todas las ciencias, así como Dios es el océano que contiene y abarca todas las cosas»
Lectura del libro de Judith (13, 22-25 [18-20]; 15, 10 [9])
[13] 18Ozías dijo a Judit: «Hija, que el Dios altísimo te bendiga entre todas las mujeres de la tierra. Alabado sea el Señor, el Dios que creó el cielo y la tierra y que te ha guiado hasta cortar la cabeza al jefe de nuestros enemigos. 19Tu esperanza permanecerá en el corazón de los hombres que recuerdan el poder de Dios por siempre. 20Que Dios te engrandezca siempre y te dé felicidad, porque has arriesgado tu vida al ver la humillación de nuestro pueblo. Has evitado nuestra ruina y te has portado rectamente ante nuestro Dios».
[15] 9Cuando estuvieron ante ella, la alabaron a una voz, diciendo: «Tú eres la gloria de Jerusalén, | tú eres el orgullo de Israel, | tú eres el honor de nuestro pueblo.
Evangelio (Lc 1, 41-50)
41Aconteció que, en cuanto Isabel oyó el saludo de María, saltó la criatura en su vientre. Se llenó Isabel de Espíritu Santo 42y, levantando la voz, exclamó: «¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre! 43¿Quién soy yo para que me visite la madre de mi Señor? 44Pues, en cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi vientre. 45Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá». 46María dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, 47se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; 48porque ha mirado la humildad de su esclava. | Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, 49porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí: | su nombre es santo, 50y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación.
Sagrada Biblia. Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española. Editorial BAC
Reflexión
I. A lo largo del año, la Liturgia de la Iglesia celebra los diversos misterios de la vida de la Virgen María: su Concepción inmaculada, nacimiento, maternidad divina… Hoy recordamos su Asunción, es decir que «terminado el curso de su vida terrestre, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial» (Pío XII).
El contenido de este misterio de nuestra Fe Católica -definido como dogma de fe por Pío XII en 1950- se puede resumir así en pocas palabras: la bienaventurada Virgen María, por privilegio del todo singular, venció al pecado con su Concepción Inmaculada en previsión de su maternidad divina. Por eso no estuvo sujeta a la ley de permanecer en la corrupción del sepulcro, ni tuvo que esperar la redención de su cuerpo hasta el fin del mundo como el resto de los justos.
En realidad, santa María es la criatura humana que realiza por primera vez el plan de la Divina Providencia, anticipando la plenitud de la felicidad prometida a los elegidos mediante la resurrección de los cuerpos.
Cuando decimos en el Credo «Creo en la resurrección de la carne» estamos confesando que Dios ha dispuesto la resurrección de los cuerpos para que, habiendo el alma obrado el bien o el mal junto con el cuerpo, sea también junto con el cuerpo premiada o castigada. Tan funesto y erróneo resulta concebir la muerte como el final de todo, ante la que se estrellan todas las esperanzas como presentar la resurrección como equivalente a la participación en la felicidad eterna. El mismo Cristo establece la distinción: «Todos los que están en los sepulcros, oirán la voz del Hijo de Dios; y saldrán los que hicieron buenas obras, a resucitar para la vida eterna; pero los que las hicieron malas, resucitarán para ser condenados» (Jn 5, 28-29).
Por eso habrá grandísima diferencia entre los cuerpos gloriosos de los escogidos y los cuerpos de los condenados. Los primeros tendrán, a semejanza de Jesucristo resucitado y del cuerpo de María asunta al cielo, las dotes de los cuerpos gloriosos mientras que los segundos llevarán la horrible marca de su eterna condenación (cfr. Catecismo mayor I, 12).
II. De las muchas lecciones que nos enseña la Asunción de María podemos señalar dos:
En el orden sobrenatural, también los cristianos estamos unidos a Jesús; esa unión se realiza en cada uno de nosotros mediante el bautismo, por el que quedamos incorporados y como sumergidos en Cristo, en su muerte y en su vida. Ese es el fundamento de nuestra confianza en participar un día de su gloriosa Resurrección (cfr. TURRADO, 527). Pero para llegar a esa meta tenemos que estar unidos a Cristo ya por la gracia santificante mientras vivimos en este mundo. Es necesario que luchemos para ser buenos hijos de Dios, cumpliendo sus mandamientos y que procuremos mantener el alma limpia, por la Confesión sacramental frecuente y por la recepción de la Eucaristía.
La Asunción de Nuestra Señora nos alienta en ese camino que nos falta por recorrer hasta llegar al Cielo. Ella nos da ánimo y fuerzas para alcanzar la santidad a la que por vocación hemos sido llamados.
Jesús nos advierte en muchas ocasiones que recogen los evangelistas acerca de la insensatez de quienes descuidan el «negocio» de la salvación y los peligros que entraña ese olvido. Es preciso estar vigilante, sin distraerse ni dormirse un momento; vivir siempre en estado de gracia para que la muerte no nos sorprenda: «Estad preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre» (Lc 12,40).
III. Oremos al Señor para que contemplando la Asunción de nuestra Señora en cuerpo y alma al cielo, nos haga comprender qué preciosa es a sus ojos toda nuestra vida, refuerce nuestra fe en la vida eterna, y en medio de los afanes de la vida cotidiana, nos sostenga en la esperanza del mundo futuro.