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11 marzo 2023 • Rito Romano Tradicional

Marcial Flavius - presbyter

III Domingo de Cuaresma: 12-marzo-2023

Epístola (Ef 5, 1-9)

1Sed imitadores de Dios, como hijos queridos, 2y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor. 3De la fornicación, la impureza, indecencia o afán de dinero, ni hablar; es impropio de los santos. 4Tampoco vulgaridades, estupideces o frases de doble sentido; todo eso está fuera de lugar. Lo vuestro es alabar a Dios. 5Tened entendido que nadie que se da a la fornicación, a la impureza, o al afán de dinero, que es una idolatría, tendrá herencia en el reino de Cristo y de Dios. 6Que nadie os engañe con argumentos falaces; estas cosas son las que atraen el castigo de Dios sobre los rebeldes. 7No tengáis parte con ellos. 8Antes sí erais tinieblas, pero ahora, sois luz por el Señor. 9Vivid como hijos de la luz, pues toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz.

Evangelio (Lc 11, 14-28)

14Estaba Jesús echando un demonio que era mudo. Sucedió que, apenas salió el demonio, empezó a hablar el mudo. La multitud se quedó admirada, 15pero algunos de ellos dijeron: «Por arte de Belzebú, el príncipe de los demonios, echa los demonios». 16Otros, para ponerlo a prueba, le pedían un signo del cielo. 17Él, conociendo sus pensamientos, les dijo: «Todo reino dividido contra sí mismo va a la ruina y cae casa sobre casa. 18Si, pues, también Satanás se ha dividido contra sí mismo, ¿cómo se mantendrá su reino? Pues vosotros decís que yo echo los demonios con el poder de Belzebú. 19Pero, si yo echo los demonios con el poder de Belzebú, vuestros hijos, ¿por arte de quién los echan? Por eso, ellos mismos serán vuestros jueces. 20Pero, si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros. 21Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros, 22pero, cuando otro más fuerte lo asalta y lo vence, le quita las armas de que se fiaba y reparte su botín. 23El que no está conmigo está contra mí; el que no recoge conmigo desparrama. 24Cuando el espíritu inmundo sale de un hombre, da vueltas por lugares áridos, buscando un sitio para descansar, y, al no encontrarlo, dice: “Volveré a mi casa de donde salí”. 25Al volver se la encuentra barrida y arreglada. 26Entonces va y toma otros siete espíritus peores que él, y se mete a vivir allí. Y el final de aquel hombre resulta peor que el principio». 27Mientras él hablaba estas cosas, aconteció que una mujer de entre el gentío, levantando la voz, le dijo: «Bienaventurado el vientre que te llevó y los pechos que te criaron». 28Pero él dijo: «Mejor, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen».

Sagrada Biblia. Versión oficial de la Conferencia Episcopal Española. Editorial BAC

James TISSOT: “Jesús exorcizando al hombre ciego y mudo” (1886-1894) Brooklyn Museum

Reflexión

I. Los textos de la Liturgia del tercer Domingo de Cuaresma tienen su origen en los ritos que en la Iglesia de los primeros siglos preparaban a los catecúmenos que habían de recibir el bautismo la noche de Pascua. En este día se comenzaba el «escrutinio» o examen de los catecúmenos que iban a bautizarse y se llevaba a cabo la primera ceremonia: el exorcismo bautismal[1], rito se sigue practicando en la administración del bautismo:

«Puesto que el Bautismo significa la liberación del pecado y de su instigador, el diablo, se pronuncian uno o varios exorcismos sobre el candidato. Este es ungido con el óleo de los catecúmenos o bien el celebrante le impone la mano y el candidato renuncia explícitamente a Satanás. Así preparado, puede confesar la fe de la Iglesia, a la cual será «confiado» por el Bautismo (cf Rm 6, 17)»[2].

Con ese rito guarda relación el Evangelio de hoy («Estaba Jesús echando un demonio que era mudo…»: Lc 11, 14-28), hecho que no solamente era el prodigio de una curación instantánea sino que demostraba el poder de Jesús sobre los espíritus demoníacos[3].

En la Epístola (Ef 5, 1-9), el Apóstol se dirige a los fieles de Éfeso y les recuerda que no hace mucho fueron tinieblas y ahora son luz del Señor. Esta lectura tenía aplicación a los catecúmenos que habían vivido como paganos pero ahora oyen cómo la Iglesia exhorta a sus hijos a imitar la santidad de Dios: «Sed imitadores de Dios, como hijos queridos, y vivid en el amor como Cristo os amó y se entregó por nosotros a Dios como oblación y víctima de suave olor» (vv. 1-2). Es más, está a punto de serles comunicada la gracia que les hará capaces de aspirar a reproducir en ellos las perfecciones divinas.

En nuestro caso es cierto que ya hemos sido liberados de la esclavitud del pecado por la luz de la gracia y la victoria de Cristo, pero mientras dure nuestra vida estaremos en lucha. Por eso san Pablo subraya el contraste entre las obras de las tinieblas y el pecado y las obras que son propias de quienes ya somos hijos de la luz: «Vivid como hijos de la luz, pues toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz» (v. 9). Antes éramos «tinieblas» por nosotros mismos; ahora «luz», en Cristo y gracias a Cristo: «admirable revelación que nos muestra cómo la buena conducta procede del conocimiento sobrenatural de la luz de Cristo»[4].

II. Esta transformación es a la que Jesús llama desde los comienzos de su predicación cuando invita a la “conversión”: «Se ha cumplido el tiempo y está cerca el reino de Dios. Convertíos y creed en el Evangelio» (Mc 1, 15).

«Conversión» significa pensar de otro modo, ver las cosas al modo de Dios, y vivir en coherencia con lo que se piensa. Escuchar una llamada a la conversión en este tiempo de Cuaresma supone que Dios nos invita a un cambio de rumbo en nuestra existencia, pensando y viviendo según el Evangelio, mejorando algunas cosas en nuestro modo de actuar y de relacionarnos, en primer lugar, con Dios y también con los demás.

La conversión «primera y fundamental» es el Bautismo por el que se renuncia al mal, se alcanza el perdón de los pecados y comienza la vida nueva de los hijos de Dios. El Bautismo nos introduce por tanto en el Reino de Dios y nos hace participar ya de sus bienes mientras vivimos en la tierra: revelación, filiación divina, sacramentos…

Ahora bien, el principal de estos bienes -que es la posesión de Dios en el Cielo- está aún por venir y esperamos alcanzarlo en la vida eterna. Por eso la conversión es siempre necesaria para aceptar la oferta divina y para mantenernos en esa aceptación porque todos corremos el peligro de dejarnos llevar por los criterios del mundo que son opuestos a los de Dios. La llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos.

Esta «segunda conversión» es una tarea ininterrumpida para todos los miembros de la Iglesia pero este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del «corazón contrito», atraído y movido por la gracia a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero[5].

III. La gracia llega a las almas especialmente a través de los sacramentos. Por ello siempre, pero de manera particular en este tiempo de Cuaresma, debemos acudir al Sacramento de la penitencia. Y así, en nuestra personal conversión, debemos:

  • Ver: en un examen sincero de conciencia, a la luz de Dios, contemplamos nuestras acciones y la intención no siempre recta que nos mueve en cada una de ellas, nos movemos a rectificar a hacer propósitos firmes y aprovechar el tiempo que aún nos concede Dios para servirle.

De cara a recibir el sacramento de la Penitencia, el examen de conciencia es una diligente averiguación de los pecados que se han cometido desde la última confesión bien hecha. El examen de conciencia se hace trayendo cuidadosamente a la memoria todos los pecados cometidos y no confesados, de pensamiento, palabra, obra y omisión, contra los mandamientos de Dios y de la Iglesia y las obligaciones del propio estado. También hemos de examinarnos acerca de los malos hábitos y ocasiones de pecar[6].

  • Hablar: es condición indispensable manifestar los pecados al confesor sinceramente. «Se le denomina sacramento de la confesión porque la declaración o manifestación, la confesión de los pecados ante el sacerdote, es un elemento esencial de este sacramento»[7]. El Catecismo nos recuerda que hemos de confesar por obligación todos los pecados mortales; aunque es muy bueno confesar también los veniales. Las principales condiciones que deben acompañar a la confesión de nuestros pecados son cinco[8].
  1. Humilde «quiere decir que el penitente ha de acusarse ante el confesor, no con altivez en el ánimo o en las palabras, sino con los sentimientos de un delincuente que reconoce su culpa ante el juez».
  2. Entera «quiere decir que hemos de manifestar con sus circunstancias y número todos los pecados mortales cometidos desde la última confesión bien hecha, y de los cuales tenemos conciencia».
  3. Sincera «quiere decir que hemos de declarar los propios pecados como son, sin excúsanos, disminuirlos ni aumentarlos».
  4. Prudente «quiere decir que en la declaración de los pecados hemos de usar los términos más modestos y que hemos de guardarnos de descubrir pecados ajenos».
  5. Breve «quiere decir que no hemos de manifestar nada inútil al confesor».

IV. Al final del Evangelio aparece una referencia a la Madre de Jesús, la Virgen María: «Mejor, bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen» (v. 28). Ella es el modelo del alma en gracia que oye la palabra de Dios y la pone en práctica. Ella nos acompaña y nos sostiene en el itinerario cuaresmal. Y le pedimos que nos ayude en el camino de nuestra conversión para perseverar en un comportamiento propio de hijos de la luz, como hemos escuchado en la exhortación de san Pablo: «Vivid como hijos de la luz, pues toda bondad, justicia y verdad son fruto de la luz» (v. 9).


[1] Cfr. Próspero GUERANGER, El Año Litúrgico, Burgos: Editorial Aldecoa, 1956, 291-292; Bruno BAUR, Sed luz, vol.2, Barcelona: Herder, 1953, 138-140.

[2] Catecismo de la Iglesia Católica, 1237.

[3] Manuel de TUYA, Biblia comentada, vol. 5, Evangelios, Madrid: BAC, 1964, 286.

[4] Juan STRAUBINGER, La Santa Biblia, in: Ef 5, 9.

[5] Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, 1427-1428.

[6] Cfr. Catecismo Mayor IV, VI, 3º, 697-707.

[7] Catecismo de la Iglesia Católica, 1424.

[8] Cfr. Catecismo Mayor IV, VI, 6º, 743-762.