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1 noviembre 2022 • Oraciones sobre sus almas y lágrimas sobre sus sepulcros

Juan Vázquez de Mella (1861-1928)

El día de difuntos

Así como en la tierra alternan soles espléndidos con noches tenebrosas, y en el corazón de los hombres se suceden los momentos de dicha y alegría y las horas del dolor, que le inundan de tribulaciones y de sombras, también en la Iglesia Católica, grandioso conjunto de divinas armonías, se ofrecen sublimes contrastes; y por eso, después de la fiesta de Todos los Santos, cántico de victoria con que bendice a los que, venciéndose a sí mismos, conquistaron la gloria, celebra llena de santa tristeza el día de los difuntos, derramando oraciones sobre sus almas y lágrimas sobre sus sepulcros.

Su inextinguible amor de madre no se detiene en los linderos de la vida terrenal, sino que lleva sus consuelos y sus plegarias a las regiones eternas.

La guadaña de la muerte no puede romper el vínculo que la liga amorosamente con sus hijos.

Por eso, en el día de difuntos, parece que se anudan solemnemente los lazos fraternales que unen a la gran familia cristiana dividida en el tiempo y en la eternidad.

Día verdaderamente grande, que con sus graves recuerdos y amargas tristezas enseña a los cristianos lo deleznable de las cosas humanas y la necesidad de apartar los ojos del suelo y dirigirlos a lo alto.

¡El día de los muertos! Al volver la vista atrás y contemplar el camino recorrido, aún cuando la nieve de la edad no haya cubierto nuestras cabezas y brille en la frente la aureola de la juventud ¡cuántos luctuosos recuerdos se levantan en la memoria y cuántos pesares despiertan en el alma!

Al recorrer la áspera senda de la vida han caído a nuestro lado tantos muertos queridos que parece que, al apartarse de nosotros, se han llevado algo de nuestro ser, dejándonos enlutado el corazón por el velo fúnebre del dolor.

Pero la voluntad del católico no se doblega a la pesadumbre, porque al través de las nubes que forman el llanto de sus ojos, percibe los dulces resplandores de la esperanza y el brillo celestial de las moradas eternas.

Es la muerte tránsito fugaz entre lo perecedero y lo perdurable, que no temen las almas que se apoyan en la Cruz

Nuestras vidas son los ríos
que van a dar a la mar,
que es el morir.

¡Qué amargas y salobres deben ser las aguas de ese mar para los desdichados que consideran el sepulcro, peldaño de la eternidad, como la frontera de la nada!

Si no quedase del hombre más que el puñado de polvo que se esconde debajo de una losa, la abnegación, el sacrificio, el heroísmo, la virtud, serían aberraciones indignas o delirios de un loco, y los desenfrenos del apetito y las degradaciones del vicio la única cosa racional.

Aunque la filosofía no demostrase con sus razones evidentes la inmortalidad del alma, y todas las generaciones arrodilladas al borde de las tumbas no protestasen contra la negación impía, aún proclamaría la existencia de la vida futura cuanto hay de grande y generoso en el corazón humano.

Si sobre él se desencadenan recias tempestades y el alma se sumerge en olas de amargura, el impío, abrasado por la desesperación, tratará de evitarlas con un crimen horrendo y un dolor eterno; pero el católico sabe que contra todos los infortunios le ampara la fe y le da fuerza la resignación.

¡Oh! Si no existieran argumentos filosóficos que demuestran de admirable manera la divinidad de la Iglesia Católica, bastaría para probarla el asombroso conjunto de sus dogmas, moral y culto, que la presentan ante las inteligencias elevadas como edificio portentoso de tan excelsa belleza que todos los grandes poetas, en mayor o menor grado, la han sentido y, sobre todo, su sublime armonía con los sentimientos del alma humana, cuyas penas endulza y cuyos dolores consuela, trocándolos en dicha inefable, porque es imposible que bondad y belleza vivan separadas de la verdad y confundidas con el error.

Sólo ella en el mundo ha podido hacer el dolor amable, querida la tribulación y los mayores infortunios soportables.

La que sabe trocar las lágrimas en sonrisas y las angustias en dulcedumbre, desvanece con su divina claridad las sombras del día de difuntos, mostrándonos sobre las fúnebres coronas depositadas en tierra las palmas inmortales que ostentan sus hijos en la gloria.

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