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26 marzo 2022 • IV DOMINGO DE CUARESMA. CICLO C

Angel David Martín Rubio

«El mensaje de la reconciliación»

James Tissot: El regreso del hijo pródigo (1896)

I. En la 2ª lectura de este domingo (2Cor 5, 17-21) el apóstol san Pablo hace un resumen de la obra de la Redención (vv. 15-17): Dios ha reconciliado a los hombres con Él por medio de Jesucristo, que cargó sobre sí nuestros pecados y murió por todos nosotros[1].

Además, Dios ha constituido a los Apóstoles como mensajeros o embajadores de Cristo para llevar a los hombres el mensaje de la reconciliación (v. 19). Esta misión se continúa en la Iglesia hasta nuestros días pues Jesucristo instituyó el sacramento de la Penitencia el día de su Resurrección, cuando en el Cenáculo dio a sus Apóstoles la facultad de perdonar los pecados: «Y, dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos» (Jn 20, 22-23).

El proceso de la conversión y de la penitencia fue descrito por Jesús en la parábola llamada «del hijo pródigo» que leemos en el Evangelio (Lc 15, 1-3. 11-32) y en la que se detallan los rasgos propios del proceso de conversión y los símbolos de la vida nueva, pura, digna, llena de alegría que es la vida del hombre que vuelve a Dios. Sólo el corazón de Cristo, que conoce las profundidades del amor de su Padre, pudo revelarnos su misericordia de una manera al mismo tiempo sencilla y hermosa (Cfr. CATIC 1439).

Encontramos también aquí reflejados los dos elementos esenciales del sacramento de la Penitencia: por una parte, los actos del hombre que se convierte bajo la acción del Espíritu Santo y la acción de Dios que concede el perdón de los pecados por medio del sacerdote (Ibíd 1448). Veamos esto con más detalle porque la Cuaresma es un tiempo oportuno para cuidar muy bien el modo de recibir el sacramento de la Penitencia. En sus mandamientos, la Iglesia nos recuerda precisamente en este tiempo litúrgico la necesidad de la Confesión sacramental, para que todos podamos vivir la resurrección de Cristo no solo en la liturgia, sino también en nuestra propia alma.

II. A este sacramento se le llama «Penitencia» porque para alcanzar el perdón de los pecados es necesario detestarlos con arrepentimiento y se llama también «Confesión» porque para alcanzar el perdón de los pecados no basta detestarlos, sino que es necesario acusarse de ellos al sacerdote, esto es, confesarse.

El Señor solo nos pide que reconozcamos nuestras culpas con humildad y sencillez. Por eso, en la propia acusación de los pecados no hay lugar para las disculpas o para disimular las propias faltas y nuestra responsabilidad. Para confesarnos bien hemos de suplicar al Señor nos dé luz para conocer todos nuestros pecados y gracia para detestarlos. Y la confesión debe ser: concreta y completa.

  • Concreta, sin divagaciones, sin generalidades. El penitente indicará oportunamente su situación y también el tiempo de su última confesión, declara sus pecados y el conjunto de circunstancias que hacen resaltar sus faltas para que el confesor pueda juzgar y absolver (cfr. Pablo VI, Ordo Paenitentiae, 16).
  • Completa, íntegra. Sin dejar de decir nada por falsa vergüenza, por «no quedar mal» ante el confesor pues en él reconocemos únicamente al ministro de Dios que actúa por medio de él.

III. La Confesión sincera de nuestras culpas deja siempre una gran paz y alegría. En la parábola que estamos comentado, el padre del hijo pródigo le entrega el mejor traje, el anillo, las sandalias y el ternero cebado, todo ello expresión de la alegría y el júbilo generoso así como de los dones sobrenaturales y gracias que recibimos a través de este sacramento.

Le pedimos a la Virgen María que nos mueva para recuperar y aumentar la vida de la gracia en este Sacramento. Sigamos con alegría a Jesús durante este Cuaresma por el camino de la Penitencia y así nos encontraremos con Él dignamente preparados al recibir la Sagrada Eucaristía, para así participar un día de su Gloria en el Cielo.


[1] «Para que este beneficio nuestro fuera simplemente posible, era menester que Cristo se compenetrare e identificase tan íntimamente con nosotros, que nuestro pecado pudiera llamarse suyo. Y esto significa por nosotros: en representación nuestra, Cristo se hizo como la personificación de toda la Humanidad; y como la Humanidad entera era como una masa de puro pecado, Cristo vino a ser como la personificación de nuestro pecado» (Bover cit. por Mons. Straubinger, La Santa Biblia, in: 2Cor 5, 21).