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26 febrero 2022 • VIII DOMINGO DEL TIEMPO ORDINARIO. CICLO C

Angel David Martín Rubio

«¿Dónde está, muerte, tu victoria?»

San Pablo escribiendo sus Epístolas (Valentin de Boulogne, c.1618, Blaffer Foundation Collection, Houston, Texas)

I. En la 2ª lectura de la Misa de este Domingo (1 Cor 15, 54-58) leemos la conclusión del capítulo 15 de la Primera Carta de san Pablo a los Corintios que venimos escuchando durante cuatro semanas consecutivas y en la que el Apóstol habla de la Resurrección de Cristo y de nuestra propia resurrección como participación en la suya.

La muerte será definitivamente vencida cuando los cuerpos resucitados y gloriosos se revistan de inmortalidad. De ahí la pregunta de san Pablo: «¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?» (v. 55). Porque «el aguijón de la muerte es el pecado» (v. 56). El término «aguijón» se refiere probablemente al que tienen algunos animales venenosos, como el escorpión o también a una especie de pincho o punta de hierro que se usaba para espolear a los bueyes (cfr. Hch 26, 14). En ambos casos el sentido es el mismo: la muerte se vale del pecado como de aguijón para sujetar a todos los hombres a su dominio[1].

El pecado original llevó consigo la pérdida de la amistad del hombre con Dios y fue el pecado quien introdujo la muerte en un mundo que había sido concebido para la vida. Por eso el mismo san Pablo dice en otro lugar que «la paga del pecado es la muerte mientras que el don de Dios es la vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom 6, 23). La muerte es el salario con que el pecado paga a sus servidores mientras que Dios da la vida eterna como un don a sus fieles[2].

II. Con la muerte, el hombre pierde todo lo que tuvo en la vida. Cada uno llevará consigo, solamente, el mérito de sus buenas obras y la deuda de sus pecados. «Con la muerte, la voluntad se fija en el bien o en el mal para siempre; queda en la amistad con Dios o en el rechazo de su misericordia por toda la eternidad»[3].

Meditar nuestro final en este mundo nos recuerda que somos barro que perece ―como nos dirá la Iglesia el próximo Miércoles de Ceniza: «Acuérdate que eres polvo y al polvo volverás»― pero también que hemos sido creados para la eternidad. Y esto nos mueve a vivir como hijos de Dios: a reaccionar ante la desgana en lo que se refiere a las cosas de nuestra vida sobrenatural, ante el apegamiento a los bienes materiales que algún día hemos de dejar y a comprender que tenemos entre las manos un tiempo corto que tenemos que aprovechar siendo muy fieles a nuestra vocación, dando nuestra vida en servicio de Dios y de la Iglesia.

III. «Manteneos firmes e inconmovibles. Entregaos siempre sin reservas a la obra del Señor, convencidos de que vuestro esfuerzo no será vano en el Señor» (1Cor 15, 58). El apóstol san Pablo termina su carta con estas palabras que nos enseñan cómo el sentido de nuestra vida es fruto de nuestra unión con Cristo, vencedor del pecado y de la muerte. Tanto los sabios consejos del AT (1ª lect.: Eclo 27, 4-7) como la enseñanza de Jesús en el Evangelio (Lc 6, 39-45) nos exhortan a que nuestras acciones procedan de un corazón que conoce la Verdad. Y Cristo mismo se define como «Camino, Verdad y Vida» para el hombre (Jn 14, 6). «El discípulo de Cristo acepta «vivir en la verdad», es decir, en la simplicidad de una vida conforme al ejemplo del Señor y permaneciendo en su Verdad»[4].

*

A la Virgen María le pedimos muchas veces que ruegue por nosotros «ahora y en la ahora de nuestra muerte», que Ella nos alcance la gracia de tener siempre presente la meta de nuestra vida y de trabajar con empeño en buscar la unión con Cristo poniendo la mirada en la eternidad.


[1] Cfr. Lorenzo TURRADO, Biblia comentada, vol. 6, Hechos de los Apóstoles y Epístolas paulinas, Madrid: BAC, 1965, 452.

[2] Ibíd. 302-303,

[3] Francisco FERNÁNDEZ CARVAJAL, Hablar con Dios, vol. 2, Madrid: Ediciones Palabra, 1994, 506

[4] Catecismo de la Iglesia Católica nº 2470.